La ciudad sin ciudad: sobre la explotación arquitectónica

diariolaquinta.cl 

03/10/2023 

  

Como habitante de Santiago, este artículo podría ser considerado de un modo centralista porque se sitúa en la capital, sin embargo, en cuanto a edificios históricos, Valparaíso viene a constituir el horizonte deseado respecto a la belleza urbana, a la arquitectura académica, a la cantidad de casas y de casonas (también palacetes) que representan la sociedad burguesa que existió en Chile, debido a la era del salitre –e incluso se pueden encontrar inmuebles más antiguos. No obstante, tanto en Valparaíso como en Santiago, las construcciones del siglo XIX (y principios del siglo XX) se caen a pedazos: caen los trozos de una historia, de un patrimonio, de una memoria. Y en los espacios que deja este resquebrajamiento social y arquitectónico, la autoridad no realiza las gestiones patrimoniales, además, permite que las inmobiliarias sostengan su boom para fabricar unos edificios de departamentos, en los cuales se vive en la falsedad neoliberal, ya que conforman unas maneras de vivir determinadas desde arriba –por la preeminencia del financiamiento bancario, por la publicidad sobre un estilo de vida, por el consumo de edificios con áreas comunes y con piscina, entre otros factores: son artificiales experiencias de existir.   

Las autoridades metropolitanas de Santiago han puesto en marcha el llamado plan de recuperación del eje Alameda, avenida principal que sufrió daños por el mal llamado “estallido social”. Básicamente, se trata del arreglo de fachadas y de la pintura de estas, las que están colmadas de grafitis. Pero este plan no incluye la recuperación de dos expresiones históricas que se han dejado desnudas y desprotegidas –la casa pequeñoburguesa y el palacio de la alta burguesía–, entonces, la combinación entre la política de las empresas inmobiliarias y la obsolescencia de los materiales constructivos, podrá tener un trayecto bastante anhelado: presto para ingresar en la máquina de un boom sin carácter estético ni identidad histórica.  

Se trata de la explotación de la arquitectura, bajo las directrices de los grandes capitales inmobiliarios. Cuando ya no quede rastro de la ciudad anterior a esta, se habitará una ciudad sin ciudad, vale decir, sin memoria, porque la memoria colectiva necesita también de la materia para imaginar la vida del pasado. Según Gaston Bachelard, en la infancia se tienen experiencias con los elementos que se hallan alrededor del niño y de la niña: este juego permite que en la etapa adulta se posea un imaginario, que se movilicen las imágenes (visuales y literarias), que no se pierda la capacidad de poetizar[1]. Así mismo ocurre con el patrimonio: verlo y tocarlo posibilita el imaginario sobre aquellas formas de vida ancladas en el tiempo histórico.  

Si planteo una estratificación social (muy simple) para diferenciar la sociedad burguesa de la ciudad de Santiago, en términos de la habitabilidad según la pertenencia socioeconómica:  

1.- Los proletarios y las proletarias, también los pobres y las pobres, vivían, en un primer momento, en rancheríos precarios que, principalmente, se aglutinaban en La Chimba (en el norte de Santiago, cruzando el río Mapocho) y, luego, en los famosos conventillos, lugares insalubres y de alto hacinamiento, que constituían una salida habitacional de materiales durables –poco y nada sobrevivió a esta forma de vida de las capas bajas, algunos cités perduraron en el tiempo, pero estos no conformaban los conventillos que sucumbieron a la policía sanitaria y a las políticas del asistencialismo.  

2.- En el segmento pequeñoburgués la forma de habitar se concentraba en la casa de fachada continua. Eran casas muy amplias o, mejor dicho, muy largas hacia el fondo. Una familia pequeñoburguesa podía vivir cómodamente en ella: grupos sociales que a causa de su participación en el capital comercial tuvieron el acceso a lo que llamo la mercancía pequeñoburguesa, es decir, objetos modernos que, por cierto, eran objetos primorosos, no eran mercancías estandarizadas porque integraban el diseño de arte en su faceta externa[2].  

3.- El palacio y el palacete eran los modos de vida de la alta burguesía, se trataba de imponentes espacios lujosos, en donde habitaba la familia y la servidumbre. Se trataba de palacios diseñados por arquitectos chilenos formados en Europa o por arquitectos europeos, los que se guiaban por una arquitectura académica que concebía unas ideas siempre disímiles, con el afán de que los palacetes fueran obras únicas. Eran lugares de conspicua manera de existir socialmente, cada vez más alejadas, estas capas altas, del resto de la sociedad. Ahora bien, una sociedad burguesa implicó el auge del capitalismo periférico, el cual traspasó los intercambios sociales, y aquel capitalismo se basaba en la riqueza minera del norte del país.  

La labor del arquitecto en la sociedad burguesa era discriminatoria. Eran tiempos pretéritos, otras lógicas, sensibilidades ásperas y castigadoras, pero no por ello se puede efectuar la negación de ese pasado histórico: el patrimonio es un derecho de la población y es una obligación del Estado. No obstante, la ciudad sin ciudad pareciese que está ad-portas. En cualquier caso, la arquitectura no es solo un espacio construido, sino que es también un conjunto de signos en el proyecto arquitectónico y es la capacidad constructiva lo que pone en obra un “hábitat”, sin embargo, dicho hábitat se transforma en un lugar social cuando es habitado: doble movimiento de la construcción y de la lugarización, del signo encarnado en materia y sentido. ¿Por qué las autoridades pasan por alto el hecho de que una verdadera ciudad debe tener estética y poética, vale decir, una belleza auténtica?  

[1] Gaston Bachelard, El agua y los sueños. Ensayo sobre la imaginación de la materia (1942).  

[2] Fernando Franulic, “Las escisiones de la mercancía: sobre el signo objetual en el Chile contemporáneo”, Entre el espesor histórico, la liberalización de la mirada masculina (2022).  

 

 

Tár y su sinfonía: Breves notas sobre el filme de Todd Field

diariolaquinta.cl

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Todd Field nos entrega un film que los medios de comunicación masivos han caracterizado como un “drama psicológico”, no obstante, dicha categorización de TÁR (Estados Unidos, Alemania, 2022) es bastante diminutiva para una película de una alta complejidad temática y estética (también, por cierto, de perfiles psicológicos), en este sentido, yo diría que es un filme de “drama musicológico”, en el entendido de que la musicología es un saber de amplio alcance: no solo de música se trata, también de historia, de sociología, de antropología, de psicología social. La musicología en este caso es el estudio (esbozo, silueta, figura) de una mujer dedicada a la música: de sus intercambios sociales, de sus éxitos profesionales, de su percepción del mundo, de sus oficios como música (pianista, directora, compositora, además, doctora en musicología) y de sus amores lésbicos. 

Lydia Tár antes del deterioro de su mundo social y la caída al abismo de lo desacreditado, a un nivel de la muerte social, estaba concluyendo el trabajo de dirigir las sinfonías de Gustav Mahler, labor que era grabada en vivo para un sello discográfico: faltaba la Sinfonía 5, la pandemia viral impidió que aquella tarea fuese terminada a tiempo. El tiempo era, según Tár, lo que ella manejaba cuando dirigía. Y ese tiempo, a la vez, lo compartía con una obra que estaba componiendo y una relación amorosa con la concertina de la orquesta filarmónica de Berlín, donde era directora titular. El tiempo en una sinfonía es llamado movimiento, generalmente estos movimientos poseen un nombre: aquí van, entonces, estas notas que se articulan según los movimientos de la Quinta Sinfonía de Mahler. 

1.- Marcha fúnebre. En un paso medido. Severo. 

Partir de cero: aquella es la severa opción de Tár frente a la debacle de sus intercambios sociales. Viajar a un entorno exótico, a países extraños, donde desarrollar su arte musical en libertad, sin tanto miramiento con relación a su maestría. Termina siendo la directora de una orquesta infantil, bañándose en una magnífica cascada, buscando almas simples y francas. Al final de la película, lo severo de sí misma y de sus relaciones personales en Alemania y en Estados Unidos deberían dar paso a la ternura: y ello se visualiza en la dirección orquestal con los niños y las niñas. Un juego que a ella no le molesta, un simple juego donde ella puede dirigir con desahogo y con gusto. 

2.- Tormentoso movido. Con la mayor vehemencia. 

Tár mantiene un pensamiento bastante convencional sobre los compositores. Ella separa persona y personaje. Entre sus estudiantes y sus estudiantas que adscriben a las nuevas identidades sexuales, ella no tiene problema de recoger la tradición de la historia de la música: en esta casi únicamente los compositores son hombres. También, la mayoría de los directores son hombres. Con su pareja hablan de Alma Mahler, la esposa del sinfonista, quien no pudo componer, pese a tener dotes creativos. Para Tár estas historias constituyen anécdotas, como asimismo lleva adelante sus amores. Sus relaciones amatorias se guían por una mezcla entre el capricho y la razón instrumental. No son amores, son sus favoritas: así, una violoncelista rusa configura la favorita del momento. En estas relaciones, ella mantiene el poder: el poder de la elección (como favoritas, le deben favores musicales) y el poder de la maestría (como favoritas, tienen el derecho de aprender de Tár). Todo este ir y venir de favoritismo, llevará el destino de Tár hacia el trastorno. 

3.- Scherzo. Fuerte, no demasiado rápido.   

¿Existe una relación directa entre el comportamiento de Tár y el suicidio de la joven becaria? Si esta relación existió, tal como lo afirman la prensa, los estudiantes y las estudiantas, además, del grupo de abogados y de abogadas que la acusa ante la justicia, Lydia Tár pierde sus caracteres musicológicos para transformarse en una mujer que abusa de su poder para seducir y manipular a las jóvenes estudiantes que se sienten fieramente atraídas por ella. 

4.- Adagietto. Muy despacio. 

Ruidos y más ruidos. Ruidos muy suaves. ¿De dónde provienen? ¿Quién los causa? Es la psiquis de Tár que incide en una somatización. Tár, en la cima de su fama y de su saber, comienza un proceso de despersonalización: no todo lo puede controlar, no todo lo calman las pastillas, no todo es tan perfecto, no todo es tan marcado como un metrónomo. Entonces, vienen los ruidos de otra parte y esa parte son sus propios fantasmas, el fantasma de lo pulcro. 

5.- Rondo-Finale. Allegro-Allegro giocoso. Fresco.   

Erwing Goffman señala en variados textos el proceso de desacreditación de un individuo o de una individua: es el estigma. Lydia Tár vivía en la exactitud del metrónomo, mas no fue capaz de percibir las relaciones adversas que se articulaban en torno a ella, relaciones que ella misma ayudó a configurar y fomentó con su rigorismo. Así, dicho rigorismo era una pesada carga: en lo psíquico y en lo social. Al final de un ensayo, la orquesta toca el último movimiento: ella reprime sus lágrimas; ¿eso no es acaso conocer la belleza? 

 

El pejesapo: Sobre los márgenes estigmáticos que (no) se ven

Bifurcaciones.cl 

Revista n.º 9, del 2009 

  

No hay cobijo 

  

Alguien dice algo: Me mato. ¿Qué vale la vida? Para él nada. Es la sentencia del viejo Melo frente al suicidio frustrado de Daniel SS. La muerte impedida, anulada, reprimida por las corrientes fatales del río Maipo, es el comienzo del relato: recurso que, puesto en el origen de la narración, ejerce de condición metaforizante de los avatares del pejesapo; especie de cláusula que marca ferozmente, en una analogía a la vez evidente y brutal, las acciones con un doblete, un sobrante, que a cada paso de Daniel SS hay un indicio que nos recuerda que él es un rechazado. Fue rechazado por un río, que no le permitió la muerte deseada, es decir, fue repudiado y negado por un elemento natural, ¿por qué no sería expulsado por el elemento social: la ciudad, la economía, nuestra civilización? Sin embargo, no basta con decir que es un excluido. Sería muy sencillo. Para hablar de marginalidad hay que habitarla, vivirla interiormente, desde la inmanencia. Por tanto, más que un relato de un excluido, más que una vida, unas aventuras de un marginal, esta es una Historia: ligada aciagamente al espacio y al valor social, que, en una noche de tormenta entre caballos desbordados, nos ofrece el presagio y el destino, una pasión.    

Esta película de José Luis Sepúlveda (Chile, 2007) cuesta experimentarla: las técnicas cinematográficas elegidas producen un efecto que se encuentra en el polo opuesto de un “realismo mágico” o de un “surrealismo”; constantemente se ha hablado de la crudeza del texto y el relato, de la suciedad de la imagen, de una cierta “anti-estética”. Se ha planteado que este cine inclemente y desaseado provendría de su parentesco con el documental o de una intención política de no-ficción, de su vocación independiente que no transa con los criterios comerciales del cine, y, además, que nace de la realidad social que refleja: dura y ruda por sí misma.  

Es una película engastada en las condiciones sociales, en una infraestructura social que sirve de contexto y de limitación a la actuación de los eventos. La inserción en esa matriz social, por parte no de los personajes sino del espectador, es, cinematográficamente hablando, uno de los logros más interesantes del equipo. Al mismo tiempo, la poética está presente en todo el film, porque fue delirantemente construido.  

En medio de la inclemencia social que muestra y de la dureza cinematográfica, que es su propuesta estética, existe una oblicuidad manifiesta que nos remite al imaginario y a la ideología; hablar por medio del exceso simbólico, entremedio de los rigores materiales y marginales del neoliberalismo.  

Es en una “mediagua” donde Daniel SS le pide a doña Alicia que le dé alojamiento, es decir, en un lugar representativo de los sectores populares y marginales. El hecho de que doña Alicia y don Melo vivan en una vivienda informal no tiene nada de transgresor, puesto que es un aspecto integrado a la realidad popular, tanto histórica como espacialmente. No obstante, esta vivienda precaria no es parte de una escenografía, sino que existe, es real. Aquí no estamos asistiendo a una representación de lo popular, sino que constituye una inmersión espacial y material. Al igual que doña Alicia y don Melo no son “actores profesionales” representando a los habitantes de una “mediagua”. Este es un gesto básico que recorre la película.  

Pese a toda la precariedad de la mediagua, es muy densa en términos significantes. La vivienda popular de doña Alicia está construida de partes de madera, techos de plástico, paredes de latones, frazadas y trozos de género como puertas: capa sobre capa, pedazo sobre pedazo, trozo sobre trozo, en definitiva, signo sobre signo; es la sobreabundancia de unos significantes incompletos y precarios que arreglados, en un conjunto, llevan a la connotación de lo grotesco como solución habitacional. Es como si la pobreza no solo tuviera un significado en la precariedad y en la fragilidad, sino que estuviera marcada por unos signos desmesurados que indican y señalan una deformidad, porque justamente escapa a la planificación racional. 

Esta precariedad connotada aparece en forma más clara en la solución habitacional ultra frágil que le da doña Alicia a Daniel SS frente a su petición: una especie de “chocita”. Cuatro “palos parados” que sostienen grandes pedazos de nylon que sirven de paredes y techo, otro en el suelo para cubrirlo, un pedazo de calamina de plástico y un trozo de saco hacen de cama y cobertor. Pero, ¿no es en estos pequeños espacios frágiles donde el individuo podría encontrar un refugio y un alivio? Según el análisis de Gastón Bachelard, en la pequeña cabaña y, sobre todo, en la “choza”, se encuentra un espacio que llama a la conciencia a un centro tranquilizador: en la imaginación juega con los rastros primitivos y legendarios del “hogar”. La soledad y la simplicidad de la “choza” generan un ensueño de lo primigenio, de lo absoluto del habitar, “una zona de protección mayor”[1].  

Yo no quiero vivir más en esta miseria, declara el pejesapo. Para él, no existe la primitividad del refugio a través del ensueño. No es una cuestión exclusiva de la forma o de los materiales con que se construye la “choza”. El problema es, al parecer, una cuestión sociológica. La imaginación, en este caso, no se deleita en el refugio simple ni encuentra una soledad primigenia, ya que está determinada por los recuerdos positivos: falta de intimidad, precariedad de la existencia, la amenaza del entorno. La percepción está determinada por las condiciones materiales y sociales, por tanto es anterior y moldea la imaginación. Es el contrario de la teoría de Bachelard, para quien la imaginación es anterior (más primitiva) que la percepción real [2]. 

Para mí esto no es miseria, dice la señora Alicia. En su mediagua encuentra soledad y retiro, un refugio, pero constituye una pobreza sin magia (ensueño) porque es una intimidad acechada, de lo cual Daniel SS y el pueblo de la carburera atestiguan. También, es el contrario de la cabaña solitaria y primigenia: “tiene una feliz intensidad de pobreza. La cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”[3]. Quizá se podría decir que el planteamiento de Bachelard es un pensamiento burgués, en el sentido de que una vida acomodada puede soñar lo primitivo del cobijo. 

  

El tiempo de una piedra 

  

No solo no hay un refugio donde tranquilizar la conciencia, tampoco hay espacio-tiempo como coordenadas para el individuo y el grupo, como indicadores de la dirección existencial y del desarrollo social. No hay señales básicas de la civilización moderna, aquella que “evoluciona”.  

Cuando en la subida de tierra que va desde la carburera hasta el “pueblo” Daniel SS se encuentra con la mujer lugareña, se muestra que, en ese asentamiento cercano al río, las nociones temporales son disputadas, cuestionadas. Ella le dice: llegaste el 23 de junio del 95. Él piensa que llegó el 99. Discuten en una noche fría el tiempo exacto del arribo del pejesapo: yo no puedo haber llegado el 95. No hay consenso. Sin embargo, no es solo una confusión o una desorganización mental de un individuo, al parecer no se percibe (socialmente) la objetividad moderna que da a los instantes una dirección y una duración. Pero, ¿es eso posible en las afueras de Santiago, en un lugar tan cercano a la gran ciudad? 

En la comunidad de la carburera la falta de referentes temporales no tiene relación con el transcurso lineal, sino con su segmentación. Es demasiado lineal el tiempo, demasiado homogéneo, siempre semejante en cada uno de sus segmentos. No hay posibilidad del acontecimiento: ¿Sabí por qué no te hay dado cuenta que llevai tantos años aquí? Porque aquí son todos los días iguales. Es un “pueblo muerto”: cada día es igual al anterior y al que sigue, donde no hay progreso ni avance hacia “algo”, puramente reproducción sin acaecimiento. Es, propiamente, un estado estacionario. 

Este pueblo vegetativo no emerge de un realismo mágico, como una especie de Macondo, como en un afuera de las reglas del mundo. Más bien, nace de una severidad mundana, de vivir y habitar en una semejanza repetitiva, en una ausencia del sentido asignado culturalmente, en una elección de muerte: los habitantes del pueblo han sido rechazados, expulsados, botados por el río. Es un pueblo de suicidas frustrados. La mujer señala: Fue como un accidente. Pero llegué al río, me sacaron del río y empecé a vivir aquí. Es una comunidad de estacionarios, donde el tiempo no da señales de su paso, donde el suceso es leve, donde una máquina siempre igual es el corazón comunitario, donde, a pesar de todo, se desea: Tú estay muerta. Sipo. Y vos también. Yo no. ¿Tú estay vivo? Sí. Mentira.  

Es una comunidad asentada territorialmente en las cercanías del río Maipo. En términos espaciales, no basta con decir que se encuentra en la oposición campo – ciudad. Los habitantes del pueblo no están en el “campo”, es decir, en un espacio que se visualiza con agricultura, vegetación propia del valle central y escasa urbanización. Probablemente, estás características territoriales están presentes, pero, sobre todo, los habitantes de la carburera están en un lugar fronterizo y enigmático: no es urbano ni propiamente rural, es un límite para el espacio y la sociedad; espacialmente no se acerca a las representaciones de la ruralidad, más bien, a una geografía de la desesperanza social, arenales, piedras, sol penetrante, desertificación, lo propio del sitio eriazo y lo contrario del vergel; socialmente es una comunidad de sobrevivientes, alejados de la cultura cotidiana del santiaguino y, a la vez, confinante con ella, sobreviviendo en una ruralidad relativa, en la precariedad del terreno baldío, y en el abandono de una identidad social. 

El “pueblo muerto” es un no-lugar, por supuesto que no en el sentido de sobremodernidad, que le conformaría en un espacio anónimo, sino en el sentido de lugar nunca reconocido socialmente, ya que es, en forma simultánea, naturalizado (puro entorno de río), frontera (sin significado unívoco) y ausente: nadie ve el pueblo, nadie sabe de él, nadie, ni ellos mismos, se identifica con él. Yo me voy a ir. ¿Dónde? Donde está la vida. ¿Y dónde está la vida? Allá afuera. Un no-lugar en el sentido absoluto del término. 

¿A qué se dedica Daniel SS en el pueblo? Se ocupa en el comercio de las piedras de río. Él junta piedras, esforzadamente lleva a pulso las pesadas piedras, una a una, hacia montones. A pleno sol y cuando llueve. Luego, trata de ofrecerlas cuando pasa algún santiaguino en sus grandes camionetas. Esa es su ocupación: un trabajo sin valor. Las grandes piedras del río pueden tener valor de uso, pueden prestar utilidad para alguna necesidad de consumo: ciudades enteras pueden construirse con piedras. Sin embargo, como valorización, las piedras carecen, casi totalmente, de valor de cambio. Las piedras del río están a disposición de cualquiera que se quiera llevar algunas. Es, en definitiva, un trabajo inútil y desvalorizado: en el lugar más abandonado y estéril del “pueblo muerto” (ribera del río), Daniel SS intenta valorizar lo que de hecho carece de todo valor. La piedra, elemento inerte, entra pese a todo a una economía –no productiva, sino significante. Producir para lo inanimado, existir para lo inservible, es el signo de un deseo: lo inorgánico, lo que no forma vida, lo duro, lo “petrificado”, lo cristalizado; la piedra es, para Daniel SS, simbolización de la muerte como su ansia, su pasión, su padecimiento y su frenesí más patético. 

  

Algunas miradas en la ciudad  

  

Naturalmente, el pejesapo es un personaje con historia personal y social –un sujeto histórico de la sociedad neoliberal. También, se puede señalar como un habitante urbano por definición, su existencia no se resuelve ni desenvuelve en el pueblo de la carburera: No sé cuánto tiempo llevo en esta hueá. Me voy a ir. No sé cómo chucha pero me voy a ir. 

Daniel SS estuvo en la cárcel, antes de re-nacer en el “pueblo muerto”. Él ha estado “frente a la muerte” y “frente a la locura”. Él ha sentido miedo y ha vivido en el infierno, para él la cárcel es lo mismo que un psiquiátrico. No tiene lo que podría llamarse un pensamiento “silvestre”, su identidad psíquica está atravesada por su paso por las instituciones totales: cárcel, sanatorio, manicomio, lo mismo da. La estructura de las instituciones totales trae necesariamente, en la sociedad contemporánea, la uniformidad de sus funciones y sus esquemas: el sujeto encerrado padece un mismo sistema de represión y de corrección. Sin embargo, la crisis de las instituciones totales, ocurrida en las últimas décadas, junto con el hundimiento del modelo estatal-desarrollista, deja el proceso institucional desordenado y produce una subjetividad no-regenerada, no-corregida.  

El individuo marginal, sujeto privilegiado de la normalización, en la sociedad neoliberal chilena ya no está encerrado, al contrario, es libre, circula: está en la ciudad. Así, lo atestigua Daniel SS, un incorregible. 

En el Santiago neoliberal, el pejesapo es libre de andar y transitar, en una micro “amarilla” y dormitando llega a la ciudad, desde el rancho de doña Alicia hasta el corazón mismo de una capital exitosa: el mundo progresa. Pero, aunque vive la ciudad en su ritmo y en su bullicio, él pertenece a la periferia urbana. Si el marginal neoliberal no logra normalizarse en las instituciones correccionales y se deja al movimiento de la urbe, eso no implica que cualquier sector urbano pueda habitarlo, identificarlo, servirle: existe la segregación socioespacial.  

Es en la periferia urbana donde se encuentra con su compadre Juanito, en una población amenazante y amenazada, dentro de un departamento de un block que ocupan sin permiso. Las ventanas cerradas, las cortinas bajadas, sin muebles, la luz muy leve. Afuera poca gente, es de noche, la luz amarilla de los faroles pareciera que no alumbra, una patrulla se ve a lo lejos. Están urgidos por fumarse unos “monos” y quedan “correteados”. Terminan de hablar encerrados en un baño. Así, de encierro en encierro: desde la institucionalidad disciplinaria –confinante– que ya no sirve, se pasa a la doble clausura neoliberal; apresamiento privado (baño, departamento, block) y separación urbana (población, villa, comuna, periferia). 

La economía neoliberal ha logrado ensanchar y deteriorar la periferia urbana, generando niveles de pobreza que pueden llegar al extremo. Por otro lado, este capitalismo también genera al sujeto marginal que habita esta periferia. El modelo post-fordista y la crisis de la clase asalariada asociada a la industria nacional: algunos de los fenómenos socioeconómicos que llevan al fin de la figura del obrero-masa. En su recambio llega el “obrero social”[4], el cual ya no tiene su centro en la fábrica sino en múltiples focos productivos y sociales. Más allá de la supuesta potencialidad política de esta nueva figura, se puede señalar que Daniel SS no es un proletario social ni menos un proletario-masa. Es un subproletario social: no es un asalariado puesto que no posee trabajo estable, tampoco trabaja desde la asociatividad y la cooperación, no es un microemprendedor y no tiene capital social. Vive de las oportunidades sociales y económicas que le brindan la periferia urbana y la ciudad, nada estable, nada duradero, no hay contratos, ni asociaciones, ni emprendimientos. Si se puede se roba, si se puede se trafica, si se puede se mata. Es una forma de “sobrevivencia”, aunque en un contexto neoliberal: se maneja información, códigos, normas jurídicas, y el fluir de la ciudad. Y como todo subproletario se está disponible, dado el caso, para servir de ejército industrial de reserva.         

Paradójicamente, Daniel SS tiene un hogar en la ciudad, un lugar para habitar y este es, quizás por las contradicciones del subproletario neoliberal, un departamento, en un block poblacional, perfectamente equipado y amoblado. Probablemente, el departamento pertenece a su esposa. La cónyuge del pejesapo es Jessica, una mujer con parálisis cerebral infantil, con la cual tuvo una hija, ahora en edad escolar.  

Así, en medio de la violencia y la exclusión de la periferia santiaguina, él posee un espacio y una familia que lo “esperan”. Quizá un deleite para el obrero-masa. Pero, el pejesapo reniega y repudia. Su pareja con discapacidad mental y física siempre lo “aguarda” (a veces por mucho tiempo), lo “cuida” (tiene una casa), le da descendencia, aunque también prevé el despropósito personal y social de él: Al final lo van a matar en la calle.   

En una de esas esperas de Jessica, Daniel SS conoce a Barbarella. Ella es una artista travesti que trabaja y vive en el circo-show fama, un circo de travestis. Un circo pobre que entretiene a la familia proletaria. El pejesapo se queda a vivir en el circo, junto a su amada/amado. Pareciera que para el subproletario social la saturación de significantes “femeninos” perturbara las reglas del deseo heterosexual. El arreglo significante de ella implica una redundancia que marca, en cada elemento, la “feminidad provocativa”, mas se posee un miembro fálico: hay una permisividad lógica de la sintaxis sexual.     

Finalmente, sobre la trayectoria social y urbana del pejesapo en la ciudad neoliberal, ¿cuál es la estructura cultural de lo que interacciona y lo que habita? Hay una cuestión básica y común que relaciona lo espacial y lo social: todas las relaciones que establece están marcadas por el estigma social. El estigma es “una clase especial de relación entre atributo y estereotipo”[5]; así, la sociedad genera ciertas estratificaciones de atributos sociales (color de piel, clase social, profesión, orientación sexual, etcétera) en relación al valor social. Todos los que entran en alguna categoría de atributos no deseados, son individuos estigmatizados, por “una indeseable diferencia”. 

Los habitantes de la periferia que interaccionan con el pejesapo son individuos estigmatizados: Juanito (drogadicto y traficante), Jessica (discapacitada mental y física), Barbarella (travesti) y el mismo Daniel (ex convicto, drogadicto, homosexual ocasional, asesino). Todos participan del estigma social, en un tránsito que va de lo “desacreditado” (estigmas visibles y evidentes) a lo “desacreditable” (estigmas ocultos y posibles de silenciar). Pero, en suma, todos son desacreditados puesto que habitan la periferia, son pobres, marginales, parte del subproletariado. El estigma de clase social los acompaña donde vayan, y es evidente, está en sus ropas, su lenguaje, sus gestos. El pejesapo transita por la ciudad, pero su lugar está en la sociedad de los desacreditados por la comunidad. 

Ante el fracaso de la normalización, por tanto de las instituciones totales, y, también, la carencia de normificación, por tanto de los aparatos ideológicos efectivos, la segregación social de la ciudad inunda la periferia urbana de individuos desvalorizados, en un cruce particular de la clase social, el delito y la anormalidad: ladrones, traficantes, adictos, prostitutas, travestis, cesantes, locos, minusválidos, en fin, marginales. Se producen, de este modo, unos márgenes estigmáticos. La ciudad al no poder contener la diferencia social y cultural, margina y segrega la otredad: en las zonas marginales se genera una acumulación de estigmas, de seres desacreditados. El espacio mismo queda estigmatizado. Quizá, en la ciudad neoliberal, la diferencia centro – periferia [6] no responda a criterios socioespaciales exclusivamente, más bien a una doble diferencia: normal/anormal y rico/pobre. Doble alteridad que, desde los márgenes, nos mira a los “céntricos” (normales y acomodados) como otra otredad.     

  

De la imposibilidad de unos ojos 

  

En estos márgenes estigmáticos se constituye una sociedad de desvalorizados: allí se comparte el estigma, hay una cierta igualdad radical frente a la estratificación normalizadora. Entre individuos desacreditados podría generarse una alternativa normativa, que rompiera el fatal proceso de prejuicio y contra-prejuicio que imponen las reglas sociales, lo que implica que hasta el individuo más estigmatizado desacreditará a otro estigmatizado, en un escalamiento de valores sociales que incitan a reproducir el papel del normal. En los márgenes estigmáticos podría quebrarse la lógica del atributo valorado y aceptado, rompiendo con la ideología histórica. 

Sin embargo, esta posibilidad política la película se encarga de derrumbar. Daniel es fiel representante de esta imposibilidad. Por ejemplo, su esposa Jessica le permite un “refugio”, y él la rechaza. Entonces, el pejesapo es un rechazado y un excluido, como tanto se ha dicho, y es, también, un rechazador y un excluyente.  

Después de que Jessica lo ha esperado, cuando vuelve de su romance en el circo, él le dice a la cara: A veces pienso que soy tan maraca como el maricón culiao que me pise en el circo. Pa la única hueá que sirven (…) Pa sacarles provecho. ¿Qué hueá me hay dado? Una hija (…) Ustedes no saben la hueá que uno siente adentro. No hay sido capaz de llegar al corazón mío (…) A lo mejor es mi forma de sobrevivir. Utilizándote a vos. Utilizando al maricón. Utilizando a mí compadre Juanito. Pa otra hueá no sirvo. 

Quizá el capitalismo y su penetración violenta en los márgenes urbanos, con la miseria y la precariedad que produce, con la carencia material y la segregación social, permite que estas zonas desacreditadas queden a merced de una fragmentación feroz y de una oposición visible –brutal– frente a las zonas prósperas. La otredad acumulada se transforma en múltiples otros: amenazantes, agresivos, distintos, contrarios. No hay comunidad posible. 

En una madrugada Daniel SS vuelve a su hogar, toma una mochila y se sube a un bus rural. Como huyendo de sus marcas sociales. ¿Tal vez volverá al pueblo de la carburera? Reiteradamente, se ha dicho que el apodo de pejesapo está dado por la característica de un pez híbrido y por la astucia que presenta en el ecosistema. Pero él no es un pejesapo. Lo Pejesapo es un signo asociado a los ojos de doña Alicia y don Melo, producto de una vida a la orilla del río: grandes, salidos, hinchados, vidriosos, acuosos. Los pejesapos, por extensión, son los habitantes del “pueblo muerto”. Es decir, una comunidad de sobrevivientes que se han estacionado después de una muerte, que, quizá, después tendrán esos ojos. Daniel SS tuvo la oportunidad de pertenecer, pero literalmente mató al objeto-signo. Crimen real y, a la vez, comunitario: ya no puede más integrar, convivir, enlazar, tendrá que seguir su camino de marginal urbano. Si el no poder morir por el río, es una metáfora del ser rechazado, entonces el poder matar a los del río, es una metáfora del ser rechazador.  

Y en la combinatoria de las dos cadenas simbólicas, acaece la historia, el devenir de una desvalorización que, en forma especular (el esposo frente a la esposa), le indica su lugar derrotado. Porque, al mismo tiempo de la experiencia histórica sobre la ciudad y la marginalidad, esta es una historia triste. Y como la tristeza, habla del extravío y de la pérdida.  

  

[1] Bachelard, Gastón, La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 62. 

[2] Cfr. Bachelard, Gastón, La tierra y los ensueños de la voluntad, México, Fondo de Cultura Económica, 1994. 

[3] Bachelard, Gastón, Op. Cit., 1965, p. 63. 2 

[4] Términos tomados de Negri, Toni, Fin de Siglo, Barcelona, Paidós Ibérica, 1992. 

[5] Goffman, Erving, Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2003, p. 

[6] Claramente no toda la “periferia” de la capital es marginal, aquí me refiero a la periferia popular, en este sentido el “centro” hace referencia a los sectores medios y altos, independiente si existen espacialmente en el centro o la periferia de la ciudad. 

 

Las normas al vestir: una información visual para clasificar. Chile, siglos XVIII y XIX

Crítica.cl 
02/05/2022 
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Resumen 
En este artículo se realiza un análisis histórico del vestido femenino en la sociedad colonial tardía: el estudio de la moda local a fines del siglo XVIII es un aspecto de mayor relevancia, porque el vestido femenino dejaba ver las piernas de las mujeres. También, este trabajo desenvuelve un examen del uso de las telas, las que eran un factor de diferenciación social. Finalmente, el ensayo desemboca en un conjunto de reflexiones sobre el traje y las telas en el marco de la clasificación de los grupos sociales. 

1.- Introducción[1] 
Quizá no sería aventurado decir que el objeto y el cuerpo es lo primero que emerge a la mirada en una interacción social. Cuando un individuo está frente a otro individuo, se produce una relación social, en donde la percepción visual recoge, entre otros aspectos, a las funciones-signos[2]: se trata de objetos que poseen una significación relativa a su función concreta, sin embargo, un conjunto de otros significados viene a agregarse, configurando una connotación cultural. Estas convenciones semánticas se relacionan, por ejemplo, con el estatus social, con el grupo de referencia, con la clase social, con la cultura urbana, entre otros signos que surgen de la utilización de objetos socialmente valorados: “todo uso se convierte en signo de ese uso”[3]. 

En las sociedades de la época moderna, el traje fue un modo de clasificación de los grupos sociales. En un tipo de sociedad donde aún no existían mecanismos exactos de identificación personal y donde, además, el avance del capitalismo mercantil producía una serie de trastornos en la composición de los grupos sociales, era imprescindible ocupar marcas observables para establecer certezas de la ubicación de los individuos en la estructura social. 

Por medio del traje se expresan las diferencias culturales, las pertenencias sociales y los oficios practicados. El vestuario manifiesta signos convenidos que posibilitan su inserción en un determinado constructo social: el vestido, por un lado, emite información visual y, por otro lado, emana información verbal[4]. Con ambos tipos de información es posible clasificar a la población. La diferencia entre la emisión y la emanación de los signos se refiere al carácter voluntario (emanar) o involuntario (emitir) de la información social. 

En su conjunto, el vestuario ayuda a conformar una identidad social, en el sentido que le da Erwing Goffman a esta noción[5]: se trata de los signos visuales –a los que Goffman llama símbolos– que emite y emana el individuo, y que lo conduce a la distribución en diferentes categorías sociales. Así, la identidad social surge de una información codificada sobre la base de los símbolos que utiliza el individuo: la visibilidad de las marcas simbólicas permite que, en el marco de una interacción social, los individuos sean clasificados en categorías sociales acreditadas y, también, en categorías sociales desacreditadas. 

Así, la indumentaria pertenece a un orden axiológico[6]: está formada de valores colectivos, los que se traducen en normas, prohibiciones, regulaciones; cada prenda de determinada tela se combina y se porta según un marco reglamentario, el que varía debido al período histórico, del estrato social, de la zona geográfica, entre otros factores. Ese ordenamiento normativo es aquel que interesa a este estudio: el traje entre el orden social y la contingencia histórica. Entonces, este ensayo no es un análisis estructural ni tampoco una historia de corte tradicional. 

2.- El vestuario femenino de la clase opulenta 
Hablo de clase opulenta para referirme a los grupos que estaban en la cima de la jerarquía socioeconómica. La opulencia era definida en 1817, como “abundancia, riqueza y sobra de bienes”[7]. La clase opulenta, entonces, era un conjunto social donde sus miembros interaccionaban con otros linajes, los que también vivían en la abundancia de bienes: existía una endogamia grupal, lo que incluía al matrimonio. Estos bienes no solo eran mercancías con un valor uso, eran unos bienes simbólicos, entregando el prestigio social para los gozaban de estas mercancías. La clase opulenta era, sin duda, un grupo que poseía una suma de privilegios sociales: tenía el derecho de fundar linajes, por medio de los mayorazgos y de la compra de títulos de Castilla, además, de las diferentes estrategias para ocupar los cargos locales. En este sentido, su opulencia la situaba en los estadios más encumbrados de la estratificación social, junto a los altos prelados de la Iglesia y a los grandes funcionarios de la Corona. 

Los bienes simbólicos que utilizaba la clase opulenta podrían corresponder a lo que llamo mercancía barroca: esta mercancía, por un lado, poseía un valor de cambio variable –a diferencia de lo que ocurre en el capitalismo industrial–, ya que las rutas comerciales estaban conformadas por largos y sinuosos caminos interregionales, junto con las peligrosas vías marítimas, por otro lado, tenía un valor de uso que cubría una necesidad concreta, empero, este configuraba una entidad colmada de representaciones sociales: la función se “fusionaba” con el pensamiento alegórico, la cosa pasaba a formar parte de abigarradas imágenes, la sociedad colonial tardía en cuanto a sus objetos era exuberante e imaginativa. 

En el final del período colonial chileno, el vestido femenino de la clase opulenta manifestaba una serie de marcas locales, las que permitían conformar una indumentaria adaptada de un modo específico. ¿Cuáles fueron los orígenes del traje femenino chileno de la segunda mitad del siglo XVIII? Antes de responder a esta pregunta fundamental, se hace necesario analizar las características particulares de ese vestido. 

Es importante señalar que las mujeres chilenas de la clase opulenta utilizaron cuatro vestimentas, o como se les nombraba, cuatro hábitos[8]: para estar en la casa, para salir a la calle, para ir a la iglesia, y para visitar otras casas. La característica esencial de estos vestuarios consistía en que dejaban ver una parte o la totalidad de las pantorrillas. Quisiera interpretar los símbolos de algunos de estos vestidos de fines de la sociedad colonial: específicamente el vestido de casa y de calle. 

Primero, la extensión y la anchura del faldellín. En pocas décadas –entre 1770 y 1790– las faldas aparecen en algunos grabados con diferentes largos y anchos[9]. El ancho de las faldas –conseguidos a través del uso de diversos tipos de miriñaque– como el largo de estas, permitían consolidar la naturaleza local de la moda chilena. 

Segundo, la presencia del delantal. Este detalle claramente remitía a la diferencia entre la vida pública y la vida doméstica. Pero, esa no era la única significación del delantal, puesto que al interior del espacio privado las mujeres transitaban ejerciendo unas labores doméstico-administrativas: se trataba de un rol social. Entonces, se podría analizar el delantal como el símbolo del papel social de celadora de la moral y de la economía del señor de la casa. 

Y tercero, la diferencia con la servidumbre. La hechura de los vestidos de los sirvientes, junto a su diseño, se relacionaba con una simetría de los opuestos: eran similares, pero con diferente calidad y con menos detalles. Por ello, el vestido servicial era un signo de alteridad, aunque también de una pertenencia: las sirvientes eran la alteridad, pero en el seno del espacio familiar[10]. 

Entonces, como se deja ver en las imágenes 1 y 2, los faldellines recogidos y abultados eran una de las marcas simbólicas que permitían diferenciar el traje femenino aristocrático. Ahora bien, ¿cómo surgió esta peculiaridad vestimentaria que usaron las mujeres chilenas desde la década de 1770? 

El vestido femenino europeo durante el siglo XVIII sufrió alteraciones diversas. En Francia, a mediados del siglo XVIII, la mujer de la alta nobleza ocupaba telas livianas, miriñaques simples, y dejaba ver solamente los zapatos. Sin embargo, la moda francesa –que era la que marcaba la pauta para el resto de Europa– experimentó, en unos cuantos años, diversos cambios: las tendencias de la moda se desenvolvieron rápidamente, sobre todo, a partir de 1770. 

Producto de las relaciones constantes entre la nobleza francesa y la nobleza de Europa oriental –como, por ejemplo, fue el matrimonio entre Luis XV y la princesa polaca María Leczinska en 1725, o también la occidentalización que ejerció en Rusia Catalina II desde 1762–, el traje femenino francés lentamente comenzó a adaptar y a adquirir elementos del vestido de la nobleza europea oriental. 

Así, entre 1772 y 1774 apareció el llamado vestido a la polaca. En la imagen 3, es posible observar las formas del vestido a la polaca. Este vestuario se utilizó hasta 1780, ya que alrededor de esa fecha empezaron a ponerse de moda otros vestidos de raigambre oriental. El vestido a la polaca iba ceñido al busto; la falda constaba, por la parte interior, de unos cordones que permitían recogerla formando faldones redondeados más o menos grandes; las mangas llegaban hasta el codo y estaban adornadas con bullones de gasa; el escote de los vestidos podía ir ribeteado con un cuello levantado. He aquí la estructura básica del traje a la polaca. 

En los grabados del vestido que usaban las mujeres chilenas, las faldas voluminosas que dejaban ver las pantorrillas constituían, al parecer, una adaptación del vestido a la polaca. Se podría decir: era una singularidad que se enraizó en la sociedad chilena hasta, al menos, 1810 –duró más en Chile que en Europa, y también tuvo varias acomodaciones locales. Además, un tipo similar a esta falda a la polaca se halla en los dibujos de la visita a su diócesis (entre 1780 y 1790) que realizó el obispo de Trujillo (Perú), Baltasar Martínez Compañón. Hablo de similitudes con el vestido a la polaca, no en un sentido material ni formal, sino en el detalle del vestido, es decir, en la característica principal y esencial de dejar ver parte de las piernas de la mujer –un aspecto morfológico del faldellín que, en Perú y en Chile, rompió los cánones estéticos, por ello la importancia de su estudio. 

Por ende, se puede generar una asociación hipotética sobre el origen de la particularidad chilena. Por un lado, la monarquía borbona –por su origen francés– también adaptó el vestido a la polaca, entonces, fue una moda, se podría decir, hispanoamericana. Por otro lado, el contrabando francés fue un medio de difusión de la moda francesa, aparte de un modo de adquirir piezas vestimentarias del ambiente aristocrático francés. Este contrabando, con sus telas finas y su moda, tuvo una primera adaptación en el Virreinato del Perú, donde las mujeres jóvenes y las criadas lo adoptaron y lo usaron, mas no las mujeres opulentas adultas. Esta misma moda tuvo su segunda adaptación y su uso generalizado –tanto en edades del vestido como de las clases sociales del vestido– en la Capitanía General de Chile. 

Como si fuera una corriente social inexorable e indiscutible, poseedora de una fuerza transformadora, las mujeres chilenas dejaron de usar el traje local de la segunda mitad del siglo XVIII. Aquella pintoresca adaptación vestimentaria, dio paso a una occidentalización (a partir del año 1810 aproximadamente). Desde ese momento en adelante, el traje femenino trató de ajustarse a las normas de la estética europea. 

3.- Ropas de la tierra, ropas de Castilla y el hospital 
En este apartado, deseo profundizar en el modo en que los “pobres” eran categorizados por la institución de la caridad y sus normas sociales –donde se incluía, por cierto, al uso reglado de las telas y de los vestidos. Específicamente, este análisis se desenvolverá en el marco del hospital San Juan de Dios de Santiago. 

En el hospital San Juan de Dios la primera clasificación de los enfermos se situaba en relación con el espacio arquitectónico; las salas donde yacían los pacientes se dividían en las siguientes categorías: la sala de hombres españoles, la sala de mujeres españolas, la sala de hombres indígenas, y la sala de mujeres indígenas. 

Esta división se simplificó desde el año 1782, puesto que en esa fecha comenzó a funcionar el hospital San Francisco de Borja, cuya especialidad eran las mujeres, en tanto que el de San Juan de Dios quedó solo para los hombres. Así, las salas de pacientes se repartieron entre los hombres españoles y los hombres naturales –este último término se refería a los pacientes indígenas. 

El hospital San Juan de Dios era administrado por una orden religiosa: la orden homónima, cuyo origen se remonta a la España del siglo XVI. Había, entonces, una administración conventual, donde el hospital era también un convento de los religiosos mencionados. Ahora bien, al tratarse de un establecimiento hospitalario recibía una parte de los diezmos[11], por la gracia del rey refrendada en las reales cédulas sobre hospitales y lugares de piedad[12]. Así, por estar dotado por la monarquía, el hospital se hacía parte del derecho de patronato: el hospital podía ser constantemente vigilado, controlado e inspeccionado por representantes del rey. 

El modo más efectivo de inspeccionar al hospital eran las visitas que realizaban distintos funcionarios y delegados de la monarquía[13]. En la visita de 1758 –efectuada por el maestre de campo Francisco Xavier Errázuriz, acompañado por el escribano del cabildo– aparece de manera clara y detallada algunas de las diferencias en el internamiento de los enfermos[14]. 

Por ejemplo, las diversas salas de pacientes eran distintas en cuanto a las imágenes religiosas y a su tamaño –esto último implicaba diferencias en el número de camas por sala. También, existían características similares, como la estructura de la cama y su decoración. Sin embargo, en el transcurso del siglo XVIII una diferenciación sociocultural, de carácter fundamental, se producía en torno a las identidades sociales de los enfermos. 

Para los enfermos españoles: las sábanas, las camisas de dormir, las fundas de almohadas y los cojines, eran hechos de telas de Ruán. Para los enfermos indígenas: las sábanas, las camisas de dormir, las fundas de almohadas y los cojines, eran hechos de telas de Tocuyo. 

Las telas de Ruán eran finas, se tejían en la ciudad de Ruán (Francia), y su materia prima era, comúnmente, el lino. En cambio, las telas de Tocuyo eran unas telas bastas y ordinarias, corrientemente tejidas con el algodón. Las telas de Tocuyo conocieron una larga historia en América hispana. En un inicio, las telas de Tocuyo eran fabricadas en los talleres manufactureros en la ciudad de Tocuyo, en Venezuela. Luego, la producción de la tela se trasladó a otras regiones de América española, como México, Perú y Ecuador. Ahora bien, a pesar de las diferencias entre ambas telas, en las dos se produce un género más o menos flexible y ligero, particularmente adaptado para elaborar sábanas o camisas de dormir. 

Cabe preguntarse: ¿cómo estas telas llegaban al hospital y abastecían a la ropería? En el transcurso del siglo XVIII, las telas europeas sufrieron una baja de precios muy considerable, por diferentes factores mercantiles. La expansión colonial occidental en América implicó la importación de telas de buena calidad para la población que tenía recursos económicos (telas de Bretaña, telas de Ruán, telas italianas, etc.), y esto fue un factor de desarrollo de las manufacturas europeas, así como de los mercados comerciales[15]. 

Por otro lado, las telas bastas también tuvieron una baja de precios, junto a una disponibilidad mayor en el mercado. En un comienzo estas telas de fabricación americana eran producidas en grandes talleres manufactureros que mantenían los propietarios rurales, en sus haciendas, con el trabajo indígena. Estas manufacturas eran llamados obrajes, los que fueron muy rentables en Ecuador y en Perú hasta el siglo XVIII. En el curso del siglo XVIII, los cambios en el mercado interregional e internacional produjeron un desplazamiento desde los grandes talleres hacia los talleres domésticos y, también, hacia las manufacturas más pequeñas (chorrillos)[16]. 

Coloquialmente, las llamadas ropas de la tierra eran las producidas en América, en tanto que las ropas de Castilla se referían a todas las telas importadas de todo Europa. A fines del siglo XVIII las telas –tanto europeas como americanas– arribaban al hospital a un buen precio y con una oferta amplia. Teniendo en consideración estas situaciones comerciales, quisiera ahora efectuar un pequeño ejercicio cuantitativo[17]: a partir de una muestra de 47 meses, entre octubre de 1787 y agosto de 1791, desearía analizar los precios de las telas, para de este modo entender las diferencias culturales en el hospital a fines del siglo XVIII. Claramente con una muestra tan pequeña no es posible observar tendencias en el largo plazo; se trata, más bien, de una fotografía a la realidad hospitalaria. 

Si se hace una comparación entre los gastos totales en vestuarios y en ropas de cama para los enfermos con los gastos en telas de Ruán y en telas de Tocuyo, se repara que los gastos en telas corresponden a un margen reducido de los gastos totales. En promedio, las telas de Ruán representan el 28,1% y las telas de Tocuyo representan el 13,7%. 

Si se calcula la diferencia de precio entre una vara castellana de tela de Ruán y una vara castellana de tela de Tocuyo[18], se encuentra que en 1788 la diferencia es de 2 reales, en 1789 la diferencia es de 2 reales, en 1790 es de 1 real, y en 1791 es de 1 real[19]. Así, la tela de Ruán, en promedio, cuesta un 8% más cara que la tela de Tocuyo. Se trata, entonces, de diferencias de precio muy mínimas. 

Ahora bien, se puede construir el precio promedio de una cama de español y de una cama de indígena, para los años 1788 y 1789, dado que por esos años existen muchos datos desagregados. La diferencia de precios por cama es de 1 peso y 3 reales en 1788, y de 2 pesos y 2 reales en 1789. Así, en promedio una cama de español cuesta 11,5% más cara que una cama de indígena. Se trata todavía de diferencias muy mínimas. 

Para concluir este apartado, deseo levantar algunas conclusiones culturales sobre las diferencias de telas, en el contexto del hospital. El pequeño ejercicio cuantitativo tenía por objetivo señalar la débil diferencia de valor entre las telas de mayor calidad y las telas ordinarias; también, señalar la diferencia pequeña de los precios promedios por cama de español y por cama de indígena. 

Pero, entonces, dada la relativa igualdad de precios de las telas, ¿por qué el hospital continuaba en la adopción de esta distinción social? 

El período que se ha estudiado corresponde a un momento histórico en el cual la baja de los precios de las telas cambiaba las antiguas certezas del siglo XVII y de una buena parte del siglo XVIII: por ejemplo, una jerarquía social clara a partir del vestuario. Las transformaciones del mercado local y supralocal produjeron una mutación en las identidades sociales. 

Entonces, adoptando las distinciones de telas, el hospital no actuaba como un reflejo de la realidad social, más bien proponía y creaba una realidad, donde existía una separación neta al interior de una comunidad social y política. El hospital cumplía su misión de asistir a los enfermos, y también creaba la categoría social de una pobreza diferenciada culturalmente. 

Se trataba de una comunidad social y política que tenía para cada individuo un lugar bien definido: la república de españoles –más perfecta– y la república de indios –más imperfecta y, sobre todo, más miserable–[20]. La idea de dos repúblicas bajo una misma monarquía se apoyaba en las teorías jurídicas del siglo XVI, las cuales encontraron su apogeo en la obra de Juan de Solórzano y Pereira (1647). Así, el uso de las telas diferenciadas respondía a esta exigencia de enviar a cada uno a su estatus social y jurídico apropiado. 

4.- Algunas normas en la sociedad republicana 
Los miembros de la clase poderosa, ya sea en la plaza como en el paseo, compartían el espacio social con los pobres, representados por los vendedores ambulantes, por los peones y por otros curiosos. Los pobres eran quienes más permanecían –producto quizá de la coacción laboral– dentro la convención tradicional del vestuario. Mientras la clase opulenta se vestía según la norma occidental, y bastaba con eso para que fuera clasificada de elite, los pobres se disgregaban en una multiplicidad de identidades sociales. 

Cada uno de los miembros estaba identificado: por el sombrero se podía individualizar a los peones, a los vendedores, a los capataces, a los mineros, etcétera. Los distintos sombreros eran unos símbolos que reafirmaban la clasificación social de los miserables: las identidades sociales de la clase pobre se visualizaban por medio del oficio que practicaba cada individuo. 

En el caso de los mendigos, se les obligaba a utilizar un distintivo de metal en sus ropas, luego de que las autoridades hubieran verificado de que se trataba de un buen pobre[21], vale decir, que era un individuo que no fingía ni engañaba, en cuanto a sus ruegos cristianos y a sus desperfectos corporales. 

Pero, también, existía una coerción relativa a otros grupos sociales. En 1823, en el llamado Estado moralista, a algunos individuos se les imponía usar, en la esfera pública, un traje característico: a los clérigos, a los religiosos, a los empleados públicos y a los magistrados. Estaban penados aquellos que salían al espacio público sin sus vestimentas propias, como aquellos que no les daban un trato deferente cuando estos individuos estaban ataviados con sus trajes en las calles y en los paseos[22]. Es más, el mismo director supremo tenía que usar un vestuario distintivo[23]. 

Estos cambios, claramente, configuraron unas nuevas identidades sociales, con sus correspondientes transformaciones en la información visual. Este estado social duró hasta la llamada cuestión social, es decir, hasta la década de 1860 en adelante: desde ese momento histórico, los símbolos identitarios fueron alterados, en una mezcla social que incluía a diferentes grupos pobres, proletarios, marginales y campesinos, perdiendo casi todo sentido la indumentaria para clasificar social y culturalmente. 

5.- A modo de conclusión 
La moda es un fenómeno social que se caracteriza por lo momentáneo: la moda cambia constantemente de manera rápida, producto de la necesidad de aumentar la ganancia en la industria de telas y de vestuarios. La moda, entonces, constituye una experiencia efímera, sobre todo en las sociedades contemporáneas. A pesar de que la rapidez del cambio es menor en el período que se estudia en este ensayo, igualmente la moda de esa época se transforma radicalmente, dictando, en cada lapo de tiempo, las normas de uso vestimentario. 

Un problema esencial en la moda consiste en determinar la estructura que subyace a aquella multiplicidad de tendencias sobre la utilización del vestido[24]. Por tanto, se trata de extraer, dentro de lo efímero, las bases sociales que organizan la continuidad y el cambio en la sucesión de los vestidos. Así, se puede plantear que la moda es una expresión pasajera, variable y múltiple, la que afecta –sobre todo, en la época estudiada– a los grupos que se hallan en la cima de la jerarquía social. En este sentido, la moda se impone en las elites, y es una manera de separarse rotundamente del resto de la sociedad. La moda no es universal, sino que clasifica a ciertos grupos privilegiados. 

Sin embargo, las clasificaciones sociales –por medio del traje y las telas– son muy diversas, más que las presentadas por la moda: los pobres y los campesinos, por ejemplo, no siguen una moda, más bien usan vestuarios que responden a otras lógicas. Entonces, bajo la moda o no, lo fundamental es analizar las estructuras sociales que están funcionando en las normas vestimentarias, sin caer en un análisis estructural, porque la historia, el devenir de lo contingente es fundamental. 

5.1.- Las diferencias verticales 
Se observó que la tendencia de los precios de las telas era a la baja a fines del siglo XVIII. No obstante, eso ocurría con ciertos tipos de telas, ya que existían telas muy refinadas, a las que solamente podían acceder los miembros de la clase opulenta: el tafetán, el brocado, la seda, la imperiosa, el sayal de la reina, la princesa, la lustrina, el carro, entre otras telas muy finas; todas ellas poseían un valor alto, sobrepasando los 100 pesos por prenda[25]. 

Así, frente a las prendas bastas y burdas de los pobres, la clase opulenta producía, con sus trajes exclusivos y a la moda elegante, una ostentación: “manifestación de lo que es digno de verse, y que corresponde al estado de cada uno”[26]. Para la clase opulenta, entonces, la ostentación era necesaria para marcar las diferencias económicas con el bajo pueblo: estas diferencias eran de una naturaleza absoluta y excluyente, puesto que ningún miembro del estado plebeyo podía usar sedas o brocados. 

Por otro lado, las diferencias económicas eran, también, diferencias culturales: las maneras de vestirse implicaban una serie de identidades sociales, donde una de las principales se refería a la jerarquía social. Cada una de estas identidades sociales era una unidad en sí misma, pero había relaciones jerárquicas entre ellas. Así, se habló de un umbral social de la pobreza –tanto en la caridad como en la servidumbre. En este sentido, existía una verticalidad en las categorías sociales, donde lo acreditado, culturalmente, estaba con relación a las pautas de la clase opulenta. 

5.2.- Las diferencias horizontales 
Para el orden social de los siglos XVIII y XIX, era importante categorizar a quienes estaban abajo en la estratificación social: se trataba de grupos similares en cuanto al estrato social, pero bastante diversos entre sus componentes. Era, en el fondo, una clasificación social de los pobres, algo fundamental en una sociedad donde el capitalismo mercantil –y, luego, el industrial– modificaba las seguridades relativas a la composición de los grupos sociales: fue una época de grandes transformaciones sociales, en la cual los pobres y los marginales rondaban las ciudades –peligrosamente, según las autoridades. 

En el caso chileno, en el siglo XVIII se dividía, claramente, a los pobres –con sus respectivas normas vestimentarias– entre el populacho anónimo, los pobres de la caridad, y los sirvientes. Esas eran las grandes clasificaciones del bajo pueblo. Pero, un factor que complicaba esta categorización era aquel relacionado con las castas: podían darse dobles identidades, por ejemplo, pobre y mestizo. Luego, en el siglo XIX las clasificaciones sociales del pueblo fueron ampliadas y complejizadas, por medio de signos como el sombrero, los que venían del siglo precedente, pero que fueron consolidados en la sociedad republicana. 

5.3.- Las diferencias de época 
La moda femenina chilena tuvo, durante los siglos XVIII y XIX, un rol fundamental en tanto que señales de la occidentalización de la sociedad chilena. Estas marcas presentaban, para el ambiente social refinado de la clase opulenta, una creciente adopción de la moda occidental y, por ende, un mayor acercamiento a lo que se consideraba moderno. 

La gran separación entre épocas, según el uso y la estética del traje, se produjo entre la moda colonial y la moda imperio: en ese momento, comenzó una modernización equilibrada en la indumentaria de las elites, sobre todo en el vestido femenino[27]. La occidentalización del vestido era, por cierto, la expresión de una colectividad que cambiaba al ritmo de su inserción en el mercado capitalista: un mercado cada vez más abierto en relación con las tendencias del traje. 

5.4.- Las causas sociales de las diferencias 
El vestuario siempre simboliza: no solo es una función, un artefacto que cumple un objetivo, sino que también está emparejado con un conjunto de significaciones. Y esta característica va más allá de la moda: las comunidades han simbolizado con el vestuario, sin tener relación con la moda. La moda es una parte del traje, jamás su totalidad. 

Todo grupo social requiere diferenciarse de los otros grupos. Por ello, cada grupo de la sociedad genera una identidad social, la que, como se vio, se basa en la información visual, donde se incluye de forma esencial el traje. Es una organización social, un modo de articular la vida social. 

Por ejemplo, si se toma el caso de un hospital moderno, a través del vestuario se pueden identificar a los médicos, las enfermeras, las matronas, los nutricionistas, los laboratoristas, entre otros empleos. Esta forma de diferenciar, socialmente, con el uso de la indumentaria, en los siglos que se han estudiado en este artículo, fue una tarea de carácter generalizado. El vestido daba la información necesaria para reenviar y reafirmar la identidad social. El grupo creaba un conjunto de signos visuales, con los que se caracterizaba y se identificaba, y gracias a esos signos, en una interacción social, el individuo volvía a su nicho social, era reasignado a su grupo de pertenencia. Entonces, entre la identidad social y la información visual, había una circularidad. 

En épocas de crisis de la clasificación social, esta información visual se convierte en un elemento indispensable para categorizar a la población. Un período histórico de crisis en la clasificación social se produce cuando se rompe la circularidad de las identidades sociales. 

Así, en la sociedad chilena, a fines del siglo XVIII, se produjo una crisis de las certidumbres colectivas, con la baja de precios en las telas. A pesar de que las elites ocupaban unas prendas inaccesibles para los otros grupos sociales, a nivel de las capas medias y bajas de la escala social, la utilización de los vestuarios era complicada en términos de sus similitudes. Entonces, un pobre vergonzante o un español de mediano ingreso, podía perfectamente confundirse con un mestizo, poniendo en una indiferenciación social a estas identidades visuales. 

Una salida a esta situación de mixtura social fue la que ocupó, el hospital San Juan de Dios. En este hospital, independiente de la información visual de cada paciente, se simplificaban las categorías sociales, quedando reducidas a dos: españoles e indígenas. Para cada una de estas categorías, se imponía una realidad social, la que estaba representada por la utilización de determinadas telas. A falta de esa división clara en la sociedad, el hospital la implantaba. 

Por último, es preciso señalar que esta manera de diferenciar a la sociedad transita por diferentes tiempos y espacios. Sin embargo, sus mecanismos pasaron por períodos de crisis muy amplios –mayores y más profundos que los analizados en este ensayo. Sin ser totalmente exhaustivo, se pueden mencionar los siguientes: primero, la cuestión social del siglo XIX, donde los pobres entraron en un movimiento social que los mezclaba visualmente; y segundo, nuestras sociedades de consumo, donde los individuos se han emancipado para generar sus propias y exclusivas identidades sociales y culturas de pertenencia. 

6.- Anexo: Imágenes 

Imagen 1: Trajes de los habitantes de Concepción 

 

]Imagen N° 1: Trajes de los habitantes de Concepción   

Fuente: Conde de La Pérouse, Voyage de La pérouse autour du monde, París, 1797 

  

Imagen 2: Tertulia hacia 1790 

[  

Fuente: Claudio Gay, Atlas de la historia física y política de Chile, París, 1854 

  

Imagen 3: Vestido a la polaca 

]  

Fuente: Revista de Modas (ca. 1780) 

  

  

Imagen 4: Mulata del Perú 

  

Fuente: Códice Martínez Compañón (ca. 1782-1785) 

  

Imagen 5: Carretero y Capataz 

  

Fuente: Claudio Gay, Atlas de la historia física y política de Chile, París, 1854. 

  

Notas 

[1] Este ensayo forma parte de una investigación más amplia sobre la indumentaria en la sociedad colonial tardía. El objetivo general de esta indagación tiene una relación con los grados de libertad que existían en dicha sociedad, principalmente, respecto a las mujeres opulentas y, también, a las mujeres pobres. Por ende, a este trabajo, le siguen una serie de otros ensayos. 

[2] Barthes, Roland, Elementos de semiología, Madrid, Alberto Corazón, 1971. 

[3] Ibid., p. 44. 

[4] Goffman, Erving, La presentación de la persona en la vida cotidiana, Buenos Aires, Amorrortu, 2009. 

[5] Goffman, Erving, Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu, 2008. 

[6] Barthes, Roland, El sistema de la moda, Buenos Aires, Paidós, 2003. En este texto sobre la semiología del traje, Barthes establece una distinción entre la indumentaria y el vestido. El primero, es la lengua, en el sentido de que conforma un conjunto de convenciones y de reglas latentes. El segundo, es el habla, es decir, el modo individual de combinar las prendas a partir del marco normativo de la lengua. 

[7] Diccionario de la Real Academia Española, edición de 1817. 

[8] Cruz, Isabel, El traje. Transformaciones de una segunda piel, Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1996. Este libro es la principal referencia sobre la historia del traje en Chile: no existen otros textos que planteen de un modo tan exhaustivo el problema del vestido en la sociedad chilena. En cuanto a la historia del traje en Europa occidental, este artículo utiliza un texto muy completo: Boucher, François, Historia del traje en occidente, Barcelona, Editorial Gustavo Gil, 2009. Aparte también son de mucha utilidad los textos de divulgación, sobre todo por sus maravillosas ilustraciones. Por ejemplo: Schmidt, Clara, Costumes, Lyon, PCM, 2007. Lejeune-Françoise, LucienneHistoire du costume, Tomo II, París, Éditions René Bodin, 1993. Rowland-Warne, L., Trajes, Madrid, Biblioteca Visual Altea, 1994. 

[9] Estos grabados aparecen en el libro de Isabel Cruz. Ver Cruz, Isabel, Op Cit., pp. 122 – 128 – 132 – 135. A partir de estas fuentes visuales, se podría plantear la existencia de los siguientes largos de las faldas: algunas dejan ver los pies y un poco de las piernas; otras dejan ver desde la mitad de la pantorrilla; y finalmente, existen las que dejan ver toda la pantorrilla y los pies. 

[10] Araya, Alejandra, “Sirvientes contra amos: Las heridas en lo íntimo propio”, Sagredo, Rafael y Gazmuri, Cristián (dirs.), Historia de la vida privada en Chile. Vol. I El Chile tradicional de la conquista a 1840, Santiago, Taurus, 2005. 

[11] Sobre la parte del diezmo que recibían los hospitales, llamado noveno y medio, ver Sáez, Fernando, Política y Legislación sobre Beneficencia Pública durante la Colonia, Santiago, Universidad de Chile, Colección de Estudios y Documentos para la Historia del Derecho Chileno, 1941. 

[12] Para un análisis de las reales cédulas sobre hospitales, ver Laval, Enrique, Régimen legal de los hospitales durante la colonia, Santiago, Imprenta Universitaria, 1935. 

[13] Sobre el tema de las visitas, ver Sánchez, Ismael, Derecho indiano: Estudios I. Las visitas generales en la América Española (siglos XVI-XVII), Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1991. 

[14] “Autos de la visita del maestre de campo al hospital, 1758-1759”, Archivo Documental Museo de la Medicina, Fondo Hospital San Juan de Dios. 

[15]Jacques Bottin, “Les toiles de l’ouest français en début de l’époque moderne. Réflexions sur la configuration d’un espace productif”, Annales de Bretagne et des pays de l’ouest  2, Tome 107, 2000. 

[16] Manuel Miño Grijalva, “La política textil en México y Perú en la época colonial. Nuevas consideraciones”, Historia Mexicana  2, Vol. XXXVIII, 1988. 

[17] Análisis a partir de: Libro de Gasto Extraordinario de este Convento Hospital Real de Nuestro Padre San Juan de Dios, 1787-1796, Archivo Documental Museo de la Medicina, Fondo Hospital San Juan d Dios. 

[18] Una vara castellana tenía diferentes medidas, siendo la más utilizada aquella que medía 0,835905 metros. 

[19] Para el análisis de la moneda en la sociedad colonial chilena, ver Quiroz, Enriqueta, “Variaciones monetarias, impulso urbano y salarios en Santiago en la segunda mitad del siglo XVIII”, Historia  45, Vol. I, enero-julio 2012. 

[20] Levaggi, Abelardo, “República de indios y República de españoles en los Reinos de Indias”, Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, Vol. XXIII, 2001. Ver también: Castañeda Delgado, Paulino, “La condición miserable del indio y sus privilegios”, Anuario de Estudios Americanos, Vol. XVIII, 1961. 

[21] “Decreto sobre limosnas para obras pías, 16 de noviembre 1825”; “Decreto sobre mendigos, 16 de agosto 1843”. Disposiciones vigentes en Chile sobre Policía sanitaria y Beneficencia pública, Santiago, Roberto Miranda Editor, 1889. 

[22] “Reglamento de policía, 1823”, Archivo Nacional Histórico, Ministerio del Interior, Vol. 431. 

[23] Constitución Política del Estado de Chile, 1823. 

[24] Lipovestky, Gilles, El imperio de lo efímero: la moda y su destino en las sociedades modernas, Barcelona, Anagrama, 2004. 

[25] Cruz, Isabel, Op. Cit., p. 127. 

[26] Diccionario de la Real Academia Española, edición de 1780. 

[27] El concepto de modernización equilibrada aparece en: Le Goff, Jacques, Pensar la historia, Barcelona, Paidós, 2005, p. 163. 

 

“Cuídate”

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

09/02/2022 

El sociolecto chileno más extendido, dentro del margen de las buenas maneras, es –al despedirse en un intercambio social– la emisión del “cuídate”. Indico esto sobre todo porque la fragmentación capitalista de los sociolectos hace que esta expresión sea la más frecuente, la más universal, la más típica: sería entonces el tipo ideal dentro de los campos semánticos destruidos por la pobreza estructural o los bolsones de pobreza, provenientes de la condición periférica, acentuada por el neomarginalismo, sumado al conservatismo eclesial, en suma, lo que se llama el modelo neoliberal. 

Desde el punto de vista microsociológico, he detectado que dicha expresión reiterada y perfectamente simbólica, en el sentido, de que expresa los elementos característicos de la sociabilidad chilena, es decir, la que nace con el siglo XX y sus vanguardias socioculturales, primero, dejó de usarse por un lapso considerable de tiempo, pero, segundo, ha vuelto, con toda su fuerza sígnica, a utilizarse en la historia subterránea del español de Chile. en este sentid, tengo dos hipótesis de semántica política (por decirlo de alguna forma): 

1.- Producto de la larga y cruenta Guerra de Arauco (siglos XVI, XVII, XVIII, XIX, XX y XXI). 

2.- Producto de la larga y sangrienta dictadura cívico-militar (1973 – 1989). 

Ahora bien, me parece acertado concluir que el uso de ese vocablo, que constituye el tipo ideal más claro de la semántica política, proviene de la dictadura que se inició en 1973. Cuidarse configuraba para los otros significativos, una muestra de cariño mínima ante la violencia degenerada, cuando no se sabía si aquel ser querido seguiría con vida. Mas, la fuerza de aquella breve expresión en la voz de los ochenta era, también, un epíteto, casi una alocución completa de las bases colectivas que, más allá de la presión brutal, luchaban con la piedra del poder, el poder de la piedra, cuando la dignidad era cuidarse en una gran ola de cadenas de cadenas de cadenas de la colectividad de la furia y la vehemencia tanto de ricos y de pobres. En los ochenta, a diferencia de los setenta, “cuidarse” era el remolino de amar, vale decir, dar la vida y aún así seguir bregando por la libertad. 

Y estoy seguro de que esta expresión ha vuelto y re-vuelto por el gabinete del presidente “Nuevo”. 

 

¿Todo se arregla en la vida, menos la plata?

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

13/02/2022 

El dicho sin duda dice que todo se arregla menos la muerte. Masacre más masacre, genocidio tras genocidio, la historia reciente de Chile testimonia aquello. En este sentido, me refiero al llamado, por los medios de comunicación social, estallido social. Después de pasado un año de dichos levantamientos populares y, también, ya instalada la “convención constituyente”, nadie sabe del paradero de esos ciudadanos. Me parece paradójico y, por cierto, sospechoso. ¿Están vivos? ¿Y, por ende, todo es un montaje? En el caso contrario: ¿en qué cárceles se hallan? ¿Cuál es su estado de salud? ¿Han sido objeto de apremios ilegítimos? 

En la Edad Media, los teólogos y los juristas establecieron que los pobres, en casos de extrema necesidad, es decir, cuando estaba en peligro su existencia material, podían robar. Sin embargo, los Papas y la curia romana decidieron –en esta discusión que se remonta a las sociedades occidentales bajo medievales– que los pobres podían acudir, como solución intermedia, a elevar súplicas a los Prelados Superiores. No obstante, la noción de “suplicar” se fue perdiendo en las sociedades capitalistas, puesto que emerge la lucha de por los derechos civiles, sociales, culturales y económicos. 

Ya no se suplica nada, hoy en día se exige con medidas de presión social, la revuelta social del año 2020 estuvo marcada por una sangrienta represión policial y de otros sectores sociales derechistas. Y, finalmente, triunfó el cinismo de un acuerdo cerrado –y amarrado por la izquierda renovada– sobre cambiar la constitución de la República de Chile. En este sentido y por añadidura, resurgió de forma frenética la sociedad del consumo. 

En este contexto, las observaciones libres que he efectuado en diferentes comunas del Gran Santiago me han llevado a dos regularidades: 

1.- Los malos tratos que los consumidores realizan en relación con los vendedores y los promotores tanto en las grandes tiendas como en los almacenes. 

2.- La práctica del no pagar los artículos en cadenas pequeñas de comercio o en los almacenes barriales. 

Entonces, me atrevo a decir que las formas sociales resultantes del genocidio rebelde (pues doy por hecho que fueron ejecutados) se pueden aglutinar bajo el concepto de una política del descaro grosero: donde vuelve el consumo, pero sin el dinero, únicamente para sobre – vigilar groseramente que la colectividad sigue siendo consumista, a saber: práctica similar a comer los restos del enemigo social. 

 

Peor que cántaro de greda

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

05/09/2020 

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¿Por qué la comida tiene que estar presente en los formatos actuales de docu-reality? Creo que fundamentalmente este tipo de formato exagera la alimentación para promover el turismo. Evidentemente, casi todos los docu-reality tratan de blanquear la imagen de Chile hacia los países desarrollados. ¿En qué sentido es necesario blanquear la imagen de Chile en el concierto de las naciones? 

La lógica de los docu-reality, aparte de su razón instrumental en aras de su acceso al “primer mundo”, se basa en la instalación de la sociedad del espectáculo en los, se podría decir, sectores rurales, produciendo tres procesos que se unen para el usufructo de aquellas realidades sociales. 

Primero: la ocupación arbitraria de la ruralidad, es decir, instalar el equipamiento televisivo sin considerar la opinión de los habitantes del lugar. Segundo, en este contexto de ocupación emergen preguntas sobre esta vida rural, pero se trata de cuestionarios sin ‘lesemas’, vale decir, sin un verdadero propósito de comprender la unidad cultural que está invocada. Y tercero, claramente se produce una folklorización obligatoria de la “realidad campesina”. 

En este sentido, la comida es central porque, entre tanta zona de sacrificio ambiental y el prácticamente barrido de la flora y la fauna endógenas de Chile, blanquea la depredación y, entonces, emerge la comida y la ruralidad como sustituto. Aparte de uno o dos parques nacionales que subsisten de forma organizada y, por cierto, de una sociedad totalmente escindida por la lucha social, este formato de programas plantea una división esencial: el sujeto espectaculador prueba “delicias” naturales entre tanta materia prima pútrida y, a la vez, invita al sujeto espectacular (blanco y occidental) a venir a Chile a practicar el turismo rural, la última piedra preciosa del neoliberalismo chileno. 

 

Fanfarria por una aldea mediatizada

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

13/02/2022 

TV DE VERDAD  

El antiguo lema de Chilevisión, antes de que formase parte del grupo Times Warner, era TV de verdad: ¿de este enunciado cuántas connotaciones se configuran? La primera, que podría ser la propia denotación, se refiere a que es un canal que vela por los intereses del gran público. Y la segunda, se trataría de la noción de que la televisión “te ve de verdad”, es decir, que la televisión te mira en el espacio de lo privado. Sin embargo, esta segunda acepción es claramente delirante, no solo por la aberración histórica de tal situación social, sino también en razón de las condiciones objetivas del desarrollo de la ciencia y la tecnología, como plantea el primer Habermas. 

VIDAS ESTELARES 

Siguiendo con la perspectiva de Habermas, en este caso el segundo, vale decir, después de su giro lingüístico, es posible apreciar que en la televisión chilena no se dan ninguna de las pretensiones de validez, salvo la inteligibilidad. Los matinales constituyen una serie de afirmaciones que no poseen ni rectitud ni veracidad ni verdad. En este sentido, nunca se pasa al argumento discursivo. 

Así, se constituye la farándula, sin argumentos, solamente como un largo enunciado sobre las propiedades, los viajes, las fiestas y los lujos de las figuras centrales de la televisión local. En otro texto de mi autoría (Crítica de la razón periodística), próximo a ser publicado, planteo que las clases proletarias intentan emular aquellas vidas estelares. 

En cambio, actualmente, pienso que las clases proletarias y subproletarias no se dejan engañar: ven la televisión de manera crítica, buscando quizá una respuesta nunca dada ni nunca planteada. Buscando, por ende, la justicia que nunca llega, la cual es escondida bajo la mercancía espectacular: el chisme y la palabrería de los opinólogos y los rostros del negocio televisivo. En el contexto actual, es la justicia para los que perdieron (parcial o totalmente) la visión y los muertos en la reciente y siempre quemante revuelta social. Y en la mediana duración: la justicia para los detenidos desaparecidos que dejó la dictadura chilena. 

Por tanto, existe una posibilidad nula de que la gente le compre al medio televisivo: se lo considera un “controlador” que emite textos y signos visuales para fidelizar un público mercantilizado, pero sobre todo nadie ya desea emular las vidas estelares, porque está claro de que se trata de vidas sin sentido –a pesar de la riqueza. 

CLASE POLÍTICA Y CLASE TELEVISIVA 

A veces pareciera que es más importante lo que dicen diputados y ministros en los programas de televisión que en sus respectivos campos de acción política. Y cuando se vulgariza el discurso político, se atenta en quienes recae la soberanía en una democracia liberal. Entonces, estamos en presencia de la quiebra del Estado moderno, por tanto, la continuidad del Estado mismo está en juego y, de este modo, o surge la anomia o, lisa y llanamente, la revolución social. Creo que seguir ahondando en este punto sería tropezar, una y mil veces, con la frase de Los Prisioneros: ¿Quién mató a Marilyn? La prensa fue o la radio tal vez. 

 

 

¿Una nueva normalidad? La mutación viral y la mutación social

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

19/05/2020 

El postulado de la normalidad ha sido en el último tiempo invocado por los medios televisivos de dos formas diferentes: primero, en el contexto de la revuelta social que se inició en octubre de 2019, se señalaba que una parte de la población deseaba volver a la normalidad y en el marco de esta vida “normal” iniciar un diálogo social que permitiera consensuar una salida a la crisis; y segundo, actualmente se habla de que la gente, en el presente cuadro epidemiológico, se debe acostumbrar a una nueva normalidad, puesto que el virus de la pandemia va estar presente en la sociedad por un tiempo amplio, hasta que se descubra un tratamiento eficaz o una vacuna –lo que incidirá, sin duda, en millonarias ganancias para la industria farmacéutica. 

En otro artículo (“La distancia incivilizada. Sobre una pandemia capitalista y ciudadana”) que publiqué en el diario electrónico La Quinta de Valparaíso expresaba una serie de hipótesis sobre la epidemia global de Covid-19. Quisiera en esta oportunidad recoger algunas de aquellas reflexiones para profundizarlas y, además, incluir nuevas discusiones sobre la relación entre la pandemia y la sociedad. Relaciones que indudablemente se están produciendo y que constituyen ciertos marcos de variados cambios sociales. 

Desde una perspectiva sociológica, la génesis del virus está en el capitalismo desregulado y transnacional, quizá no de una manera intencional, pero sí en términos de que la circulación acelerada de bienes y personas, además de la masiva industria alimentaria y agropecuaria, generan las condiciones para la mutación génica de diferentes virus. 

Un virus es un microorganismo que contiene material genético dentro de un envoltorio proteico, el cual produce diferentes enfermedades al introducirse como parásito en las células de otros organismos con el objetivo de reproducirse en ellas. En este principio del siglo XXI la aparición de diversos virus ha marcado el ámbito de la investigación en biología molecular y en inmunología, siguiendo un derrotero de mejoramiento de la salud pública. 

Los virus del siglo XXI han conformado un duro golpe para los países desarrollados (donde en varios de ellos los neonatos no son vacunados), pues se pensaba que ciertas enfermedades habían desaparecido, no obstante, estas han resurgido. A esta situación sanitaria se deben agregar las epidemias propias de nuestro tiempo: gripe aviar, gripe porcina, influenzas, ébola, virus zika, entre otras que ya no solo competen a los países centrales, sino que también a los países periféricos. 

Pero no cabe duda que ha sido el VIH uno de los eventos mayores en la historia de la salud humana: un virus lleno de incógnitas y misterios que atacaba a las minorías sexuales y a los afrodescendientes, que prontamente se mundializó y comenzó a atacar al resto de la población. Con la pandemia del nuevo coronavirus también somos testigos de un evento central e inusitado en la historia de la salud y la enfermedad. 

En un alto grado la actual epidemia se ha vuelto mundial por la industria del turismo y por las conexiones intercontinentales gracias a los vuelos low cost. Por otro lado, la producción agroalimentaria emerge, a causa de la sobrepoblación, como un sector económico de grandes ganancias y, a la vez, de prácticas sumamente contrarias a la ética y a la “naturaleza”, en este sentido, los animales padecen una modificación orgánica por las condiciones de crianza industrial, lo que posiblemente incide en el nivel celular y molecular de sus cuerpos, siendo de este modo un campo propicio para la mutación viral. 

En este contexto, la ciudadanía es la que tiene que asumir los costos materiales y simbólicos de una crisis sanitaria que no ha creado, en la sociedad civil recae la responsabilidad social de mantener una cultura de la profilaxis: barreras que permitan bajar los riesgos de contagio, justamente en un virus que posee un alto grado de contagiosidad. 

Una vez más es el ciudadano de a pie quien debe sufrir las consecuencias de una problemática tan grave, en el sentido de una enfermedad potencialmente mortal, lo que remite no solo a las condiciones propiciadoras enunciadas en los párrafos anteriores, sino también a que las disciplinas biomédicas, pese a su avance, no comprenden aún muchos de los procesos que están implicados en el desenvolvimiento de los virus. 

Como siempre ha sido, la forma de generar nuevos conocimientos sobre los virus está en el lecho del enfermo, es decir, se aprende bastante gracias a los problemas de salud de la ciudadanía. Pero, ¿podría ser de otro modo? ¿De qué manera establecer nuevos conocimientos en las ciencias biomédicas si no es a partir de la observación de la enfermedad? El mejoramiento de la salud pública ha resultado de ese ejercicio clínico y de eso no hay duda. El problema político y ético surge cuando determinados grupos se transforman en los “conejillos de indias” de las ciencias de la salud: africanos y africanas, pobres periféricos de América Latina, minorías sexuales y étnicas, mujeres de países subdesarrollados, inmigrantes e inmigrantas, pueden ser poblaciones socialmente cautivas para la experimentación y la observación. 

Desde tiempos medievales y postmedievales los virus siempre han sido catalogados como dañinos, como elementos que perjudican el funcionamiento del cuerpo humano. Desde 1803 la Real Academia Española comenzó a integrar la voz “virus”, significándola como “podredumbre” y “humor malo”, aún en sintonía con el étimo del griego antiguo que definía la palabra como “ponzoña” y “veneno”. Solamente en la edición del diccionario de 1901, el término virus tuvo un significado más acorde a una visión moderna: “germen que causa enfermedades contagiosas”. 

Entonces y bajo este panorama sanitario, ¿debemos transitar hacia una nueva normalidad? El concepto de “normalidad” está vinculado a la noción de norma. Una norma es una senda donde se sitúa el comportamiento del individuo o de la individua. En dicha senda o camino se puede estar adentro o afuera, es decir, se puede catalogar de “normal” o “anormal” a un determinado comportamiento. Sin embargo, al interior de este camino de normalidad existen diferentes lugares: el estado “normal” no es único y tampoco presenta una separación neta respecto al estado “anormal”. Más bien lo normal es un camino que va modulando y corrigiendo, que posibilita ciertos grados y situaciones dentro de sus límites. En este sentido, todos y todas somos normales y anormales al mismo tiempo y en alguna medida. 

Cuando se plantea el surgimiento de una “nueva normalidad” me parece que la situación social a la que se refiere no se trata de un marco propiamente normativo, puesto que todo parece indicar que las élites y las autoridades están proyectando un escenario de prohibición, de interdicción, de límite: es la división clara y sin ambivalencias entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo permitido y lo disidente. La llamada nueva normalidad, entonces, esconde una serie de acciones prohibitivas que se implementarían. 

La pregunta que surge de este contexto histórico no es tanto sobre cuáles serán los parámetros que producirán los contornos de las reglas sociales, sino que más bien la problemática central radicaría en qué tipo de sociedad será la que dictará las interdicciones. Se podría pensar que, claramente, será la sociedad dominante que existe en el Chile neoliberal, es decir, el modelo societal que se impuso en la dictadura cívico-militar y que se ha ido sofisticando y mejorando en los gobiernos democráticos. 

Pero la cuestión no es tan sencilla, porque estamos en un período de fuertes transformaciones sociales, por tanto, algunas formas sociales emergen y otras entran en declinación, con diferente fuerza política y cultural. Lo que aparece como inevitable es el cambio en la sociedad neoliberal, tal como la conocimos en sus decenios dorados, más aún con la crisis económica que se aproxima a causa de la pandemia. 

La sociedad neoliberal es una sociedad del consumo, ya a principios de la década de 1990 Tomás Moulian realizaba un agudo análisis sobre esta formación social. Como su nombre lo indica, esta sociedad tiene una base sólida de sus estructuras político-económicas en el consumo de la población de los productos del mercado de bienes y servicios: el consumo cumple un doble rol, por un lado, es un factor de dinamismo capitalista, y por el otro, es una matriz de control social. 

La sociedad del consumo se conjuga muy bien con la sociedad del espectáculo: el estatus que brinda el consumo en los mall es la resultante de la importancia sustancial de las mercancías espectaculares, es decir, los bienes que se muestran en los medios televisivos –bienes que proyectan unos estilos de vida– que se transforman en bienes simbólicos para una parte de la población: en ellos se encuentra el prestigio y el privilegio. 

Por otro lado, la sociedad del consumo y del espectáculo se conjuga también de forma muy óptima con la sociedad civil y las políticas ciudadanas: constituyen el cara y sello del Chile neoliberal, porque la sociedad civil que emerge del pacto democrático –con sus acciones ciudadanas– es la cuota de participación política que se necesita para que sobreviva el Estado y sus poderes. Es esa misma sociedad la que consume las mercancías espectaculares, en este caso es la colectividad volcada a las pasiones y los deseos de tener estatus y vidas estelares. Es el Chile moderado y el Chile empecinado. 

Sin embargo (y por suerte), antes de esta pandemia viral hubo una pandemia social. La palabra “pandemia” proviene del griego antiguo y significa etimológicamente “reunión del pueblo”. Claramente me estoy refiriendo a la revuelta social que empezó en octubre del año pasado. Más allá de los desbordes violentos –propios de un levantamiento popular y que sirvió de excusa para una represión brutal– los hombres y las mujeres de la revuelta lograron dejar muy patente el hecho de que es posible abrir las grandes alamedas: cambiar radicalmente el modelo societal, situarse también en el plano utópico, lejos de una sociedad civil pasmada y una sociedad consumista amargada. Me atrevería a decir de que existe una búsqueda de una era post-prohibitiva, donde se camine (y se viva) de forma libre. 

 

Tres moléculas del destierro: un desahogo surrealista

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

07/07/2020 

Primero, el torrente sanguíneo es el mismo en todos los seres humanos, no obstante, la burguesía chilena, la misma que gestó el golpe de Estado de 1973, aún cree que su cuerpo es superior. Y mantiene el mismo discurso sobre el cuerpo enfermo de las y los pobres, prácticamente invariable desde las grandes cadenas de epidemias que sucedieron desde mediados del siglo XIX en adelante. Ampliando el argumento inicial, ¿sabrán algo de epidemiología y de bioquímica los grandes empresarios y políticos, un saber que salva sus cuerpos, un conocimiento elemental que permite escapar de la muerte? 

Segundo, los burgueses creen que sus enormes casas situadas en las comunas privilegiadas están alejadas del contagio con una simple cuarentena. Como se observa en el film Parásito, las casas del barrio alto están asediadas por el virus –como metáfora de la marginalidad situada en aquel film– tanto en el sótano como en la superficie. La amplia espacialidad que poseen aquellas “mansiones” son ideales para el tránsito del virus: basta un poco de viento puelche para que el barrio alto se vuelva a plagar de este virus, del cual nadie sabe su durabilidad en el tiempo. Pero ni la derecha gobernante ni el gran Colegio Médico, ni tampoco los laboratorios muy especializados, han dado cuenta de este hecho. 

Y tercero, los grandes expertos indican el uso de mascarillas como una de las importantes medidas de profilaxis, pues esto constituye uno de los medios para frenar el contagio. Pero, ¿qué ocurre dentro de las grandes casitas del barrio alto? ¿Habrá algún germen viral que podría quedar en el exterior de la mascarilla, el que producto del aire acondicionado empezaría a vagar por todo el espacio privado y así contagiar a toda la familia rica y poderosa? 

En la pueril imaginación de la clase burguesa, se cree que, con la “parada militar”, las ramadas y la llegada de la primavera, el calor y la luz, se acabará con una pandemia global. Sin embargo, en este principio de siglo, los rastros son imborrables en las multitudes abusadas por la violencia del grupo de Chicago y su consecuente manifestación en los decenios transicionales, igualmente violentos, igualmente ultrajantes. 

 

La distancia incivilizada: Sobre una pandemia capitalista y ciudadana

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

28/03/2020 

  

(…) llamo discurso de poder a todo discurso que engendra 
la falta, y por ende la culpabilidad del que lo recibe. 
Roland Barthes, Lección inaugural, 1977. 

Desde que existen los hospitales y los sistemas médicos, la salud ha sido un ejercicio de dominio. No todos, claramente, los y las practicantes de las disciplinas de la salud creen que su profesión sea un “negocio” o una “forma de poder”, la afirmación anterior, entonces, no tiene que ver con las éticas individuales ni siquiera con las colectivas, sino que en la base histórica de la curación de las enfermedades, al menos desde la época medieval, se encuentra la Economía, más aún en períodos de crisis epidémicas. 

En el pasado grecolatino, la curación de los padecimientos se realizaba en santuarios dedicados a Asclepio –Esculapio para los romanos–, donde el enfermo ejecutaba rituales y pasaba la noche: el sueño de aquella noche era guiado por este dios de la medicina, por tanto, al otro día despertaba el individuo curado del mal que lo aquejaba. También, otras sociedades, diferentes a las occidentales, como pueden ser las sociedades africanas, orientales y latinoamericanas, experimentan –actualmente y en el pasado– formas de restablecimiento de la salud que pasan, a modo de ejemplo, por el uso de drogas con chamanes, ritos de invocación de los antepasados, acudir a meicas, curanderas y yerbateras, entre otras alternativas. 

Sin embargo, en América Latina desde la época de la conquista hispana, comenzó el desarrollo de una medicina de tipo occidental (independiente de la existencia de la medicina mestiza y popular), la que provenía de la Edad Media. Esta medicina occidental se caracteriza –en su vertiente premoderna– por su adhesión a las doctrinas humorales que planteó, principalmente, Galeno. 

Por otro lado, los hospitales constituyen unas instituciones propias de Occidente, a pesar de que existen algunas culturas donde se hallan instituciones que tienen un fin similar: el hospital medieval y de la modernidad temprana –y por extensión, el hospital colonial hispanoamericano– presenta la característica esencial de entregar caridad o beneficencia. Se trata, así, de una economía hospitalaria o economía espiritual, donde el paciente obtiene asistencia caritativa, y en tanto que fiel busca la salvación de su alma; este modelo de hospital poseía funciones médicas, pero sobre todo funciones religiosas, ya que la mayoría de los hospitales estaban administrados por órdenes religiosas. 

Las clases acaudaladas donaban en sus testamentos grandes sumas de dinero, como también haciendas y chacras, a cambio de formar memorias de misas, y en otros casos capellanías –para saltarse la estadía en el purgatorio. Ahora bien, desde la baja Edad Media, el patrimonio hospitalario era considerado, en la doctrina al menos, como el patrimonio de los pobres. Los pacientes eran pobres y con sus propios recursos patrimoniales, sancionados por el derecho canónico, recibían sus medicamentos, su alimento y su ropa limpia. Esa era la caridad hospitalaria, que tenía su correlato en el dinero que se legaba, en las propiedades que recibía, por ello, los hospitales eran muy ricos, era un factor dinamizador de la economía local, aunque de manera muy especial, porque sus patrimonios eran indivisibles e inajenables –estaban fuera de las vicisitudes del mercado. 

En este sentido, la economía de la caridad, con sus préstamos de dinero al 5-7% de interés anual (censos) y sus arriendos de grandes predios, entre otros aspectos, permitía el desarrollo de la economía-mundo: este concepto formulado por Immanuel Wallerstein, con raíces en la obra de Fernand Braudel, intenta expresar la división geopolítica de la economía en el globo. Las economías corresponden a regiones delimitadas del planeta, donde pueden existir rutas mercantiles entre ellas, pero cada una posee su propia lógica y su propia distribución de recursos. Así, en la Edad Media, hallamos varias economías-mundo, por ejemplo Mesoamérica, Culturas andinas, China y Extremo Oriente, Sud-Este Asiático, África y Europa. Fue con el descubrimiento de América cuando las economías-mundo comenzaron a conectarse en mayor cantidad, lo que implicó el desenvolvimiento del capitalismo y su expansión. Finalmente, en la sociedad actual asistimos a la transformación de las economías-mundo en una economía mundial. 

En este contexto llamado mundialización, las conexiones y las circulaciones de personas y de bienes son fundamentales. Por ello, las enfermedades también se expanden y prontamente conforman epidemias, e incluso, como hoy en día, pandemias. La pandemia de Covid-19 –que es un tipo de coronavirus- está en curso de modificar las relaciones sociales. La famosa “distancia social” que se repite como medida de profilaxis, al parecer, cambia los intercambios sociales, es decir, las interacciones interpersonales en presencia del otro, el cual trae su propio derrotero cultural, y en dicha interacción social se produce el intercambio que es, la mayoría de las veces, recíproco. Con la pandemia, el Otro emerge desde el miedo cultural y no desde la afirmación de la vida comunitaria. Ya no se celebra la comunidad basada en el intercambio y la cultura local. Lo que queda es la noción de sociedad civil, tan cuestionable porque presenta una dinámica basada en el “pacto democrático”. 

En este sentido, la sociedad civil conlleva democracia y ciudadanía; y del mismo modo en que la sociedad civil –no las empresas– se encargan de descontaminar de plástico el planeta, esta misma sociedad civil ahora debe experimentar la “distancia social”, sin que los gobiernos y las transnacionales expliquen claramente el origen del virus, su efecto planetario y las amenazas futuras en términos de otros virus y del cambio climático. Por tanto, se trata de una pandemia sustentable y ciudadana, es decir, donde el o la ciudadana deben hacerse cargo del problema de la sustentabilidad de los tratamientos médicos y de las medidas de fuerza pública. 

Hace unos días atrás, en los medios de comunicación entrevistaron a una mujer trabajadora que regresaba a su hogar después de la jornada laboral: ella dijo algo muy cierto, en relación al transporte público, porque en él no puede ejecutarse la “distancia social”, por tanto, “esto es un exterminio de los pobres por medio del contagio”, señaló. Después de varios meses de una revuelta social feroz y popular, el coronavirus llegó justo a tiempo para desplazar la acción colectiva por el distanciamiento interpersonal. Una marca, entonces, de los comportamientos sociales, que la televisión impone e imprime en la memoria social a través de la reiteración, de la ideología de la mismidad: todos los días la misma noticia, todos los días la misma impunidad de patrones y gobernantes frente a la población pobre de las grandes ciudades del mundo. 

Ahora bien, el capitalismo desregulado ha producido una mutación genética de un virus: luego, el mercado reacciona; el peor miedo ha llegado y está en el Otro. Entonces, vienen las crisis económicas y financieras después de la pandemia. Un panorama complejo y difícil en el destino colectivo del capitalismo. Sin embargo, esta contradicción capitalista no es del todo nueva: el gran capital vivió importantes guerras para adueñarse de mercados, como la Guerra de los 7 años en el siglo XVIII, las Guerras del Opio en el siglo XIX, la Guerra del Pacífico en el caso del salitre, y también experimentó epidemias muy peligrosas, como fue el caso de una pandemia fuerte y mortal al final de la Gran Guerra: la gripe española. 

Por otro lado, el capitalismo mundial espera la vacuna o la cura del coronavirus, y eso entregará rentabilidad a las compañías farmacéuticas en el contexto de una economía en crisis. Y mientras el mundo trata de superar la crisis pandémica con la “distancia social” y, luego, con la “distancia territorial” (cuarentenas obligatorias con cordones sanitarios), la llamada sociedad civil asume los costos y las prácticas que se ven como necesarias para salir de la enfermedad mundial, porque la sociedad civil está constituida por la ciudadanía que abraza la democracia liberal y en ese marco sienta las bases del sometimiento. 

No obstante, la tarea crítica de los y las individuas que se rebelan, es formar una sociedad libre del abuso empresarial (neoliberal) y del poder descarado (patriarcal), por ende, en esta emergencia no solo la revuelta quedó desplazada y congelada, sino que la “distancia social y territorial”, constituye en el fondo una “distancia incivil”, “incivilizada”, puesto que es un retroceso, como diría Norbert Elias, del proceso general civilizatorio: este proceso colectivo intenta siempre producir relaciones armónicas y, en cambio, configuran las medidas de la pandemia relaciones incivilizadas y salvajes, no por su sustento médico, sino por el resabio que dejarán en la comunidad; a la desconfianza política y a la competencia del consumo, ahora se agregará el distanciamiento de las relaciones recíprocas –entonces, “incivilizada” porque el intercambio recíproco y redistributivo fue un avance cultural enorme en la historia de las sociedades. 

 

La infra-sociedad: Tentativas sobre la génesis de la crisis chilena

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

03/12/2019 

  

¿De qué modo, en un lugar determinado, 
conciben unos y otros la relación entre unos y otros? 
Marc Augé y Jean-Paul Colleyn, 
Qué es la antropología, 2004 

La ruina de la sociedad disciplinaria: del obrero-masa al subproletario periférico 

Experimentar lo que pervive en el tiempo: toda sociedad contiene auges y caídas, configuraciones que provienen del declive y muchos son los que quedan rezagados en la ruptura societal. En toda ruptura de la sociedad, la crisis permite la aniquilación de algunos rasgos sociales, desastre que podríamos llamar muerte social: la ruina es la representación de la forma decadente, lo que posteriormente queda preservado en la señal, señal trágica de la historia. Actualmente, asistimos a una escisión social de gran envergadura, la que ha tomado la forma de la revuelta, ya que existe una multiplicidad de voces ideológicas y de actos callejeros que no permiten plantear que se trata de un “clásico” movimiento social. Esta revuelta es parte de la crisis del sistema neoliberal, lo que conduce a las señales de su ruina, de su muerte social: ya emergen en las ciudades los signos de la decadencia de esta sociedad –incitada por la lucha y el desacato–, como son, por ejemplo, los grafitis, las veredas despedazadas, los carros carbonizados, los monumentos sin cabeza, entre otros. 

Aclaremos más esta idea de la ruina y de la muerte social. Pensemos, por ejemplo, en las Ruinas de Huanchaca de la ciudad de Antofagasta, una antigua fundición de plata que entró en funcionamiento en 1893. Por razones económicas diversas, la fundición clausuró sus actividades en 1902: tuvo una existencia fugaz. El avance del capitalismo incidió en que la tecnología de la fundición fuese considerada obsoleta, vale decir, una parte del sistema productivo quedaba rezagado. No obstante, el conjunto de piedra de la vieja fundición continúa cercano a la costa de la ciudad nortina; como indica María Zambrano, es la señal del hundimiento que sobrevive en el tiempo histórico. 

La decadencia del capitalismo industrial, en general, posee aquella señal de ruina: en los alrededores de la ciudad, surgen las fábricas abandonadas, las industrias desmanteladas, los esqueletos de concreto que antes fueron ejemplo de la vida económica. Entonces, es el término de una parte o de la totalidad de un orden social, con sus rasgos culturales y sus prácticas económicas, lo que genera las ruinas: señales, concretas o abstractas, símbolos en definitiva, de la decadencia y el ocaso. 

El inicio de un capitalismo postfordista –instaurado para desmembrar las grandes industrias nacionales y, entonces, fabricar los bienes en forma separada en varios países– fue un fenómeno que produjo una transformación radical en la estructura productiva y social, sobre todo porque el proletario es una figura que ya casi no tiene ni un lugar socioeconómico, ni un rol político. Toni Negri habla del obrero-masa como la categoría social que domina la escena del capitalismo industrial, en un momento histórico en que este capitalismo se sostenía en la sociedad disciplinaria. 

La fábrica era el espacio social y productivo del obrero-masa, allí confluían todas las otras dinámicas disciplinarias por donde pasaba el proletario para transformarse en proletario (por ejemplo, la escuela, el ejército y el hospital). Entonces, con la caída del obrero-masa es el subproletario periférico, con sus trabajos informales y sus pequeños emprendimientos, quien mejor encarna la ideología económica imperante: surgido de las crisis económicas ocurridas para instalar el postfordismo y el neoliberalismo en las décadas de 1970 y 1980, el subproletario no requiere de las mismas condiciones socioeconómicas del proletario –no se le entrega seguridad social, tampoco requiere de sindicatos, por tanto, es una figura clave porque articula la pauperización propia del actual modelo. 

El capitalismo industrial en Chile y América Latina tomó la forma del desarrollo de una industrial nacional. Este proyecto desarrollista del siglo XX –inspirado en los planteos de la Cepal– implicaba el auge de la industrialización: el proletariado producía y, a la vez, consumía los bienes fabricados en el país, aunque la fase central de la industrialización no se logró en la economía chilena, a saber, la producción y la sustitución de los bienes de capital –maquinaria, tecnología e infraestructura: lo necesario para producir bienes de consumo que pueden ser comprados por la población. Ahora bien, un fenómeno relacionado a la industrialización chilena que floreció desde 1930 hasta el golpe de Estado de 1973 y que, subrepticiamente, permitió el anclaje de los proletarios al mercado interno y la política pública, es el desenvolvimiento de las mecánicas disciplinarias. Por medio de un raconto histórico, podremos entender mejor esta relación entre la industria y el proyecto disciplinario. 

En la sociedad chilena de la época del salitre, diferentes procedimientos tenían una raigambre disciplinaria (por ejemplo, la policía sanitaria, las visitadoras sociales y el servicio militar obligatorio), pero carecían de una organización eficaz. Fue con el primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) cuando finalmente decantaron las diversas vías institucionales de una sociedad disciplinaria: la mecánica de este tipo de sociedad permitía gestar unas formas organizadas que encauzaban a la población, para ajustar así los cuerpos al aparato productivo. 

En este sentido, a partir de 1930, la sociedad chilena estuvo marcada por los establecimientos del poder disciplinario: partidos políticos, sindicatos, fábricas, clubes sociales, burocracias, cárceles, escuelas, manicomios, etc. A causa de la acción política de Ibáñez, estas entidades se coordinaron y confluyeron, en la mayoría de los casos, en el Estado. Sin embargo, esta continuidad institucional de carácter disciplinaria fue más bien una práctica efímera, que duró 40 años solamente, donde las masas estaban afiliadas en alguna institución, lo que permitía la normalización de la vida personal y grupal. Fue en 1973 cuando finaliza este modelo societal –el Estado desarrollista, sumado a la dinámica disciplinaria. 

En la periferia pobre de las ciudades chilenas, en este presente neoliberal, conviven tanto el obrero-masa (cuya importancia está en declive) y el subproletario (quien vive de las pequeñas oportunidades socioeconómicas). En particular, este subproletariado conforma identidades sociales (puesto que no es una masa uniforme) que no responden ni a una normalización –el sistema normativo quiere normar al individuo– ni a una normificación –el individuo quiere normarse en el sistema normativo. 

Ahora bien, la revuelta social iniciada el 18 de octubre de 2019 se sostiene en una matriz pluriclasista y multicategorial, no obstante, en este ensayo quisiese interpretar este acontecimiento desde las identidades sociales de la ciudad periférica; periferia sobredeterminada, en primer lugar, por los intentos disciplinarios del Estado (de relativo éxito) y los proyectos utópicos de los movimientos populares (fracasados); así, en la actualidad la periferia pobre posee una segunda sobredeterminación, dada por la violencia desmedida de las fuerzas del orden y la violencia simbólica de la opinología política de los medios de comunicación. 

La economía de la furia: la crisis, lo baldío y el “antisocial” 

En el erial se desenvuelve un lenguaje repetido y anónimo cuya significación se mueve entre el peligro y el abandono. Nadie en particular sostiene este discurso: a pesar de que los enunciados circulan, no existe una entidad única que los produzca y los controle, por lo tanto, no se halla un saber ni una ideología sobre los sitios eriazos. ¿Será una imagen que ha sido internalizada porque es parte del imaginario social? Sin duda, es una imagen reiterada en la televisión (también a veces en el cine), entonces, se produce una percepción social que trae consigo la imagen del sitio eriazo. Así, el sitio baldío es “una porción de terreno que no se halla labrada o que no posee utilidad agrícola”; desde esta definición se puede arribar a las significaciones derivadas: “tierra abandonada” y, por ende, “lugar peligroso”. 

Los primeros individuos en otorgar un sentido positivo a los sitios baldíos son los niños y las niñas que juegan en ellos. Quizá para estos niños el erial no es ni peligroso ni abandonado: es un lugar de juegos y de andanzas, de experiencias infantiles al aire libre. Los hijos de los subproletarios, aquellos niños y niñas, tienen en el descampado un ámbito de sociabilidad que, en gran parte, es una forma de socialización. La socialización en los sitios eriazos, junto al aprendizaje callejero, se complementa con la educación formal en las escuelas. En este sentido, se enfrentan a la calle y la tierra baldía, allí experimentan la socialización por medio del juego y el grupo de pares, pero a la vez asisten a la escuela. En la educación formal, el niño, la niña y, por cierto, el y la adolescente estudian a los grandes personajes de la historia –y un conjunto de materias que les parecen desconectadas de la realidad. Al mismo tiempo, en la televisión observan los prados de los parques del sector oriente de la capital; su sitio eriazo aparece como muy precario. También, en las teleseries, comparan las “vidas estelares” que se muestran, con sus block y sus vidas económicamente vulnerables. Por tanto, surge la rabia estructural. 

Esta rabia social de los subproletarios está constituida por la falta de oportunidades económicas y la ausencia de una vida digna. En este sentido, ambas situaciones decantan en que el subproletario no puede dejar la periferia pobre: allí ha crecido, es su mundo y, por ende, maneja los códigos culturales, por tanto, se construyen unas identidades sociales acordes a la situación colectiva: en este contexto, existe un cambio generacional, ya que del subproletario se pasa a las y los jóvenes, nominados como “antisociales” o como “flaites” por la sociedad dominante. 

Así, estaríamos en presencia de una infra-sociedad. Por un lado, infra significa en latín “debajo”, en tanto que sociedad proviene del latín y significa “compañero”, entonces, la infra-sociedad sería el colectivo de las y los de debajo, de debajo de la sociedad oficial –lo que implica una jerarquía social (“debajo de”) y una pertenencia cultural (“de debajo”). Esta clasificación social pertenece a la periferia pobre de la ciudad, donde las y los individuos han desenvuelto sus propias estrategias culturales, más aún en los tiempos precarios del neoliberalismo.          

La identidad social emerge así como una marca de vinculación con el espacio colectivo: en el adentro de la periferia, la identidad funciona como pertenencia (ser de debajo); y en el afuera de la periferia, esta identidad establece el prejuicio y la jerarquía (estar debajo de). Ahora bien, esta infra-sociedad presta una función en las formas del poder oficial y establecido. En primer lugar, los pobres sirven para que la sociedad burguesa realice sus actos de caridad, las que se resumen en las prácticas de donación a organizaciones de beneficencia; es también parte de esto, la llamada responsabilidad social empresarial. Y en segundo lugar, los pobres corresponden al objeto de estudio de la comunidad sociológica, entonces, los científicos sociales en la infra-sociedad buscan contrastar modelos de estratificación social, constituyendo a la pobreza como el problema central para alcanzar el desarrollo social. 

Sin embargo, cuando la infra-sociedad adquiere un rasgo propio de la furia social y la rabia estructural, como es el caso de las actuales revueltas sociales, los sujetos actúan con el desacato o quedan relacionadas con el delito, por lo que emerge plenamente la noción de antisocial. 

El antisocial se sustenta en el discurso policiaco y mediático. Para los aparatos represivos del Estado, el antisocial es la figura clave de la doctrina del enemigo interior: peligrosas ideas que en el pasado reciente (dictadura cívico-militar) produjeron desapariciones y torturas, prácticas que vuelven a surgir masivamente en el actual levantamiento social. Para los medios de comunicación, el antisocial es parte de una población cautiva, sobre la cual se ejerce una vigilancia mediática, pues los acontecimientos antisociales constituyen un buen negocio: para la sociedad oficial es altamente interesante observar la represión y la persecución hacia el enemigo interior. 

Entonces, la sociedad del control y del espectáculo utiliza dos figuras contrapuestas: el mundo espléndido (propio de las máscaras televisivas) y el mundo miserable (infra-sociedad). En esta último, los formatos de reportajes, de “especiales”, de crónicas, nos muestran a los pobres y la infra-sociedad, es decir, la miseria que genera el capitalismo, sin –por supuesto– explicar la causa de esta situación estructural de la sociedad. La sociedad del espectáculo nos deja prisioneros de la máscara. María Zambrano habla de la “máscara”: son momentos de la historia donde se pierde lo genuino y lo original. En el caso de las máscaras neoliberales, se debería relevar todo el sensacionalismo, la instrumentalidad y la banalidad de los medios, dando paso a lo admirable de la revuelta de los llamados “antisociales” –las y los nacidos bajo el signo de la miseria, debajo de los límites mínimos de lo socialmente soportable. 

25 de noviembre de 2019 

 

La revuelta desbordada y la paz mediática

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

26/10/2019 

La expansión del metro de Santiago aparece, generalmente, en el discurso de los medios y de los políticos como un símbolo de la integración social en la modernidad chilena, porque implica una cuota de “progreso” para las masas proletarias y emergentes al facilitar los trayectos por la ciudad; sin embargo, es un progreso que se debe pagar (y caro), incluso considerando las altas ganancias que obtiene esta empresa de transporte. 

En el neoliberalismo chileno, situado en la periferia del capitalismo global, la acción económica no solo se basa en la explotación de los recursos naturales, configurando un modelo primario exportador –lo que viene a ratificar la condición periférica de la economía–, sino que también se utilizan las maneras más ruines para continuar aumentando la tasa de ganancia de los grandes grupos económicos (nacionales y transnacionales): 30 pesos de alza del valor en el metro constituye un modo ruin de acrecentar la ganancia, puesto que se “estruja” hasta la última gota nacida del sudor por el trabajo de las y los proletarios y, por ende, de sus bolsillos desde siempre precarios. 

Por donde se pueda, por todos los medios (esto es: sin merced), este capitalismo periférico busca el lucro, aunque sean estos medios rastreros y corruptos. Se podría indicar que en todo el capitalismo del globo se da la misma lógica, sin duda puede ser así, pero aquí en la periferia la situación capitalista está dada por el total despojo social, es decir, por la expoliación económica y, también, por la expoliación de las identidades colectivas, por medio de la administración particularizada de la vida diaria y la gestión constante del consumo de las familias. Y esto sumado a la constante represión policial de las culturas alternativas que tratan de sobrevivir. En este contexto, el Estado ni siquiera es capaz de entregar un poco de arte de calidad, de asegurar una educación gratuita universal, de generar una convivencia social marcada por la cordialidad en las masas desposeídas. 

En este sentido, la población sufre un usufructo constante de los productos de su trabajo, no solo de su trabajo remunerado, sino de todo su trabajo social: es el bajo salario, la previsión social privatizada, el alza constante de los servicios básicos, la destrucción de la ciudad a manos de la industria inmobiliaria, la devastación de los vínculos solidarios y barriales, entre otros. La población, entonces, queda privada de su creatividad vital, existencial, de su libertad del “alma” –lo que perfila el núcleo más ruin del sistema actual–, ya que lo único que alimenta esa creatividad proviene de la sociedad del espectáculo. 

La vida social de las y los individuos populares es ocultada, no se muestra en sus signos auténticos, la sociedad del espectáculo produce una separación entre la realidad y la apariencia, el universo social es separado de su representación colectiva. Se produce, entonces, una distancia social e histórica. Por lo tanto, la apariencia de la realidad que presenta la televisión es una extirpación selectiva dentro del amplio espectro de experiencias sociales. Además, el discurso de los medios de comunicación presenta un doble juego: por un lado, proyecta las imágenes colectivas que ha extirpado para producir (o consensuar) el sentido común de la población; y por otro lado, sus hablas, dichos y opiniones responden a los criterios del gran capital, fue la acumulación de mercancías por parte del capital lo que generó la separación entre la realidad y la imagen, porque era tanto su nivel de poderío económico que proyectó una disociación entre la mercancía y su imagen como espectáculo. 

En las últimas dos décadas, una serie de protestas y de movilizaciones han tenido lugar en la sociedad chilena. El problema de estas movilizaciones respondería a que, finalmente, constituyeron movimientos sociales. Primero, fue la llamada “rebelión de los pingüinos” (2006), un conjunto de protestas callejeras y de tomas de liceos de parte de las y los estudiantes secundarios: jóvenes que veían un futuro incierto en sus vidas, un futuro que solo prometía deudas universitarias, deudas hipotecarias, etc. Posterior al movimiento “pingüino”, las movilizaciones sociales de las y los jóvenes han implicado un intento poderoso de ruptura respecto al destino colectivo que les impone la sociedad capitalista. Segundo, ocurrió el movimiento de la educación gratuita y de calidad (2011), con multitudinarias marchas y masivas tomas de liceos y de universidades, esta movilización tenía un formato más “clásico”, vale decir, con dirigentes y con organizaciones que encauzaban a las multitudes de jóvenes. Y tercero, en el último tiempo (2018) irrumpió la nombrada “revolución feminista”, donde mujeres jóvenes realizaron protestas y otros actos de desacato, además de tomas de universidades, cuyo objetivo central era acabar con las prácticas patriarcales en su conjunto: el abuso del poder masculino fue puesto en cuestión, buscando esta movilización de mujeres una alternativa que transformase el orden androcéntrico. 

Estos tres grandes fenómenos colectivos consiguieron resultados parciales en sus búsquedas políticas, básicamente porque una gran parte de sus dirigentes y dirigentas decidieron entrar al sistema institucional de representación política, para desde allí ejercer la discusión ideológica y la lucha política. En vez de crear instituciones autónomas que mantuvieran vivos los proyectos del movimiento social, decidieron seguir la vía legal de formar partidos políticos o de proyectar su trabajo en los ya existentes. 

En cambio, la movilización social que se inició el 18 de octubre de 2019 –cuya acción inicial fue una evasión masiva del pago en el metro durante dicha semana por parte, en su mayoría, de mujeres estudiantas– tiene un carácter diferente, ya que no se trata de unas simples protestas o de un movimiento articulado a través de marchas: es una revuelta social. Una revuelta social se halla a medio camino entre el motín popular y la rebelión social: es la más enigmática de las formas del levantamiento social. Un motín popular es una serie de hechos contra la autoridad de un determinado lugar o contra alguna medida política específica, en tanto que una rebelión social posee la marca histórica de un acontecimiento social y político que pretende un cambio de algunas estructuras de la sociedad, quedando a un paso de la revolución que vendría a ser la concreción articulada y relativamente coherente de los cambios estructurales. En este contexto, la revuelta social es un tipo de levantamiento popular –en este caso, tiene un carácter pluriclasista–, es decir, un alzamiento colectivo de la población contra el orden social en su globalidad, la revuelta es un fenómeno que va más allá del simple motín, y está siempre a poca distancia de la transformación en una rebelión global: la revuelta social es un levantamiento de la población, pero efectuado de un modo descentrado. 

La revuelta social que lleva en Chile menos de una semana, tiene dos especificidades que le entregan sus bordes: por un lado, existe en la población un rechazo generalizado al sistema de mercado con sus expoliaciones ruines y al sistema político-institucional con sus consensos arbitrarios y sus actos corruptos; y por otro lado, la revuelta posee una multiplicidad de focos y de voces, esto quiere decir que las actuaciones colectivas se desperdigan por la ciudad, tienen frentes diversos y estrategias no siempre equivalentes, además las voces múltiples implican una complejidad ideológica, no se hallan postulados únicos, no se hallan voces más autorizadas que otras. Si estos constituyen los bordes de la revuelta es claro que se trata de un acontecimiento histórico descentrado, difícil de asir para las autoridades cuestionadas, más aún cuando se considera los desbordes de la revuelta: me refiero a los saqueos, incendios y otros actos de pillaje. Toda revuelta comienza a tener unos límites desbordados cuando la desigualdad socioeconómica de la estructura societal es muy fuerte, esto no avala la violencia, sin embargo, la violencia también debe ser explicada, y esto tiene relación con la violencia de la exclusión social, entonces, existe una violencia, por así decirlo, “originaria”, la que ha provenido no solo del usufructo económico en el contexto de la exclusión (algo sumamente pesado de soportar), y a la sociedad del espectáculo que impone una objetivación constante sobre los excluidos: es la folclorización de una parte de la ciudadanía. Yo no quiero una revuelta violenta, pero esta manifestación tiene luz y sombra, tiene bordes y desbordes. 

Frente a esta revuelta social, el gobierno decretó el mismo 18 de octubre “estado de emergencia” en Santiago (después en regiones), lo que significa que el orden público debía estar garantizado por las Fuerzas Armadas y las Policías. Al día siguiente, se decretó el toque de queda. Es primera vez en democracia que se da una situación de este tipo. Tanto el gobierno de derecha como los medios de comunicación han tratado de formar una opinión pública que se rebele a su vez frente a la revuelta, y han logrado un éxito relativo, o más bien magro. El discurso de los medios, que ya sabemos responde al gran capital, ha tenido dos vertientes: primero, el postulado del caos público que viene a resaltar los efectos de la movilización en la vida cotidiana de la gente común y corriente, gente que quiere (o debe) trabajar (y no alzarse), gentes y familias que ven alteradas toda su existencia en la urbe; y segundo, el postulado de la guerra social que aparece claro con los militares en las calles y con los discursos del Presidente de la República, y que los medios vienen a reificar mostrando, de una forma sensacionalista, a los vecinos armados en contra de los saqueadores. 

Muchos políticos (diputados y senadores) comienzan a hablar de un “nuevo pacto social”: ¿de qué se trata esta idea? ¿De realizar una mesa de diálogo? ¿De efectuar una serie de cabildos ciudadanos? ¿De proponer una “agenda” de desarrollo social o una “agenda” de unidad nacional? ¿O vamos a hablar en serio, sin esas instancias recicladas del pasado y sin ese léxico de la tecnocracia neoliberal?: nueva Constitución, fin de la seguridad social privada, término de la salud segregada, acceso universal a una educación gratuita, entre otras cuestiones. Pero, soterradamente la imagen de la sociedad que se busca mostrar es, justamente, aquella que logra la paz social, que sería entonces una paz mediática: volver al orden público, lo que quiere decir que cada grupo social vuelva a su espacio designado, y volver a la propiedad, es decir, a la división reiterativa de capital y trabajo. Cuando los medios de comunicación muestren al Chile neoliberal en su formación social genuina, se habrá cumplido la paz mediática, por medio de la fuerza desmedida de los agentes del orden y de la doxa servicial de los medios, con sus “rostros” que ganan millones, con sus caras y caretas que rastrean la posibilidad de aquel hipócrita pacto nuevo, asunto que les dará más beneficio en el espectáculo. No sabemos cómo continuará este levantamiento, espero que triunfemos, sin embargo, si se logra la paz mediática, estas luchas quedarán señaladas en la historia política y, sobre todo, restarán guardadas en la memoria de la furia colectiva. 

Para Cecilia Muñoz Zúñiga, 

Antropóloga de las fronteras 

(Publicado en: desinformemonos.org) 

 

Presentación de Julia, quiero que seas feliz

Bibliotecaixchel.blogspot 

13/07/2013 

Julia, quiero que seas feliz es un libro que se lee en varios planos, los cuales componen un texto múltiple, donde algún ojo convencionalista intentaría domesticar los trazos: ¿se trata de un libro analítico?, ¿es una obra de teoría?, ¿se podría decir que es llanamente un texto literario?, ¿o es, en último término, un libro que contiene los tres componentes? 

Preguntas que nacen al pasar por las páginas del libro, aunque responderlas emprobrecería un discurso reflexivo y un conocimiento que se experimentan con esta escritura de variadas dimensiones, las cuales son una expresión poderosa de la multiplicidad de la vida – aquella “buena vida”. Como punto de arranque, se trata de unas reflexiones y un saber que se manifiestan y adquieren un cuerpo, un cuerpo sexuado, histórico y pensante: partiendo con una entrevista sobre la muerte y terminando con las Cartas de Julia, es Margarita quien nos entrega los planos de su pensamiento que han surgido por su actuancia feminista y, luego, por su propuesta del Afuera, e incluso más allá, podríamos decir que por sus vidas, por las formas que ha tenido de tocar la vida. 

Las Cartas de Julia constituyen un amplio conjunto de saberes críticos sobre la feminidad y sus trampas. En otras palabras, las Cartas de Julia son un ejercicio que se enmarca en una propuesta de cambio civilizatorio. Salir de la lógica amorosa-romántica y desmontar la pareja, implica, por un lado, romper con los mandatos de la cultura dominante y sus ideologías, y por otro lado, proponer una nueva forma de relacionarnos, desde una perspectiva distinta a la del dominio. 

Autora: Margarita Pisano 

Libro : Julia quiero que seas feliz 

 

El Chacal de Nahueltoro: ¿transgresión premoderna o moderna?

Cyber Humanitatis 35 (Invierno 2005) 

Fernando Franulic Depix. 
Candidato Magíster en Historia, Universidad de Chile 

Lo que quisiera proponer en este Coloquio en Homenaje a Michel Foucault no deja de ser una excusa para hablar de temas que apasionan y que constituyen, desde mi punto de vista, sendos nucleos teóricos sobre el destino y la estructura de la cultura vigente: el lenguaje, la existencia, la muerte. Temas de los que por cierto Michel Foucault dejó un camino luminoso. Y en estas reflexiones encontré una via para analizarlos desde nuestra realidad; esa via me parece que emerge de los signos que entrega la película de Miguel Littin El Chacal de Nahueltoro (1968-1969), signos que son sin duda la misma biografía colectiva chilena. 

De los muchos análisis que se pueden hacer sobre América Latina desde la perspectiva de Michel Foucault, me he decidido a estudiar esta película porque creo que sintetiza la trayectoria de los sujetos populares y la historia social del desarraigo y la pobreza. En este sentido, estamos en presencia de una película “histórica”, no sólo por sus imágenes culturales bien logradas y su reconstrucción minuciosa del caso, sino además porque las tesis que sustenta el filme pueden ser fácilmente corroboradas por vastas investigaciones que han planteado las disciplinas de la historia y la antropología. Una película hasta cierto punto “historiográfica”. 

De ahí que el título de mi ponencia no sea sólo una pregunta un poco retórica, creo que un análisis de este material fílmico se acerca a aquello que Miguel Morey acusa que producen los textos de Foucault: generar una etnología interna de una sociedad cuando se la estudia en su pasado, es decir, como una cultura temporalmente otra. Entonces, se trata de situar este acto transgresivo en su propia estructura de signos, aportando a una discusión un tanto olvidada, que no es el debate posmodernidad/modernidad, sino el debate premodernidad/modernidad. 

El filme explícitamente declara que tratará, se ubicará “en cuanto a la infancia, andar, regeneración y muerte de Jorge del Carmen Valenzuela Torres”. Pero ¿quién es Jorge del Carmen Valenzuela Torres?. Un sujeto que se hace llamar también José del Carmen Valenzuela Torres, José Sandoval Espinoza, José Jorge Castillo Torres. Un sujeto que es el autor confeso del asesinato de una madre y sus cinco pequeñas hijas en 1960. Pero a Jorge Valenzuela también le dicen “el campano”, por esas flores entre amarillas y anaranjadas, muy pequeñas, que crecen a lo largo de las vias del tren, de esos trenes que recorren el sur. Este nombre le acomoda, le causa simpatía, quizás por la belleza de las flores, quizás porque los trenes, o más bien sus vias, lo acompañarán durante toda la vida. Fue en la cárcel de Chillán donde le pondrán sus otros nombres: “el canaca, el chacal de Nahueltoro”. A él ya no le gustan esos nombres. 

La película nos muestra el crimen en su dimensión brutal, y no podría ser de otro modo, ya que los acontecimientos son relatados a partir de informaciones de prensa de la época, de entrevistas realizadas por los periodistas, y del expediente, actas y documentos del proceso que la Justicia chilena sustanció a Jorge del Carmen. Son fuentes formales, que desnudan el crimen hasta dejar la esquelética presencia de la muerte dada. De ahí el éxito del equipo que dirigió Miguel Littin, hacer del crimen un análisis de la existencia simbólica de Jorge Valenzuela y, a la vez, una obra de arte. 

Pero en los eventos de Jorge del Carmen está sólo, no hay modernidad estética ni vanguardia. Y esencialmente sólo, que de alguna manera es la constante de su vida. En su andar la tierra encuentra a la mujer campesina, Rosa. Fue de casualidad que llega al rancho de ella y sus cinco hijas. Su esposo que era inquilino en ese fundo en San Carlos murió hace muy poco y ella, producto de aquella muerte sospechosa de seis puñaladas y por la presencia del afuerino, es lanzada violentamente con sus cosas fuera de los límites del fundo. Quizás hubieran podido juntos buscar un nuevo lugar donde asentarse con un rancho. Quizás no volverse a ver. Pero a las cinco de la tarde de aquel dia gris, el afuerino se violenta, se excede y mata a la mujer y sus cinco hijas. Ellos estaban discutiendo y bebiendo vino. Así queda establecido en la reconstitución judicial del asesinato múltiple, la prensa, el juez de la causa, la policía, la multitud enfurecida: el resto son tan sólo signos gestuales, no palabras. El gesto por el cual Jorge Valenzuela transgrede los cuerpos para llevar la conciencia y el lenguaje a una ausencia absoluta. La muerte violenta. 

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Michel Foucault se pregunta sobre cuál es la existencia de la transgresión, la naturaleza específica del acto transgresivo1. Y creo que esta reflexión está a la base de gran parte de su filosofía, como una sombra de la que tenía que dar cuenta. El sentido simbólico del acto transgresivo se establece en relación al ser del límite, a la verdad limitada que constituye la existencia humana. Esta verdad primaria tiene que ver con la presencia de las formas sagradas y cómo la cultura se estructura a partir de ellas, a partir de la figura de Dios en las sociedades cristianas como la nuestra. 

Así, los grandes límites de la cultura vigente se han creado producto de la estructuración sagrada de la vida social, que se concretiza en las normas culturales sobre el cuerpo, sobre el lenguaje, sobre la sexualidad, sobre la conciencia. 

Pero la modernidad ha traido como una de sus consecuencias el desencantamiento del mundo y la profanación de las figuras sagradas, la muerte de Dios. La transgresión de las formas sagradas que funda, según Foucault, la experiencia moderna, nos ha restituido al espacio subjetivo, al lenguaje, al código, pero es una experiencia de lo imposible porque no llegamos a la presencia de lo ilimitado que el límite de Dios contenía. 

¿Cuál es la estructura del acto transgresivo?. Ya he planteado que el acto transgresivo compete a la existencia de un límite. Para Foucault la transgresión y el límite no son nada antes y después de su encuentro, son en la cópula, en el momento del sacrificio del sujeto cognocente, del éxtasis y de la comunicación. 

En este sentido, la transgresión de Jorge Valenzuela parte con el sacrificio de sus víctimas: es liberarse por un momento, llegar a tener una existencia ilimitada por el desplazamiento violento del límite, del cuerpo y la vida como objetos sagrados. El éxtasis es el estado de Jorge del Carmen al sentir el delirio violento, que se abre en el más allá de las cosas profanas. La comunicación es la continuidad que proviene de la pérdida, de la fractura de esa existencia ilimitada que por un momento tuvo. ¿Cuánta comunicación va a tener Jorge Valenzuela luego su criminal acto?. 

La transgresión y el límite en su relación no hacen más que establecer una medida, una elipsis, una distancia que separa a ambos seres y el espesor que existe en esa distancia. Es una elipsis ya que el límite se va cerrando a medida que el acto transgresivo avanza en su capacidad de deslimitar, de desestructurar, volviendo nuevamente al momento de su irrupción, este trazo de espiral agota todo el ser de la relación entre transgresión y límite. 

Aquí Foucault cree encontrar los principios de una afirmación no positiva. La transgresión es sólo afirmación de la partición, de que existe tal partición, del hecho que desde su origen el acto transgresivo exista en tanto límite. No hay afirmación de contenidos en este acto, como tampoco hay negación. Sólo que la partición existe. 

Es dificil llegar a precisar el simbolismo de la sangre implicado en esta transgresión, pero claramente no parte de la experiencia moderna, sino más bien llega a ella. En la violencia contra la vida y el cuerpo el “canaca” intenta romper con ese Gran Límite, un indefinido de situaciones y condiciones, de rostros y cuerpos grotescos que conforman ese Otro, esa Otredad que no lo constituye, que se anida en él mismo, que no le permite poseer (un sujeto), que no le promete nada salvo el deber (con los padres-patrones). La existencia hecha a partir de un límite indiferenciado, mudo, gris que lo lleva a perderse de su propia individualidad. ¿Por qué “canaca” quisiste matar a Dios?. ¿Y por qué lo mataste en la figura de la mujer, las mujeres?. En ese sentido, ¿cuánta de esa rabia es también la rabia estructural hacia la madre sóla de la cultura campesina?. Lo que parecía un límite indefinido resultó ser unos límites muy concretos. La doble partición existe: la vida y la muerte, por un lado, y la madre y el huacho, por otro. Un éxtasis violento que sacrifica imágenes culturales muy poderosas: una distancia muy espesa se cierne de nuevo sobre su gesto simbólico. 

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Estas son mis hipótesis de trabajo. ¿Cómo sustentar estas ideas sobre el simbolismo asociado a su crimen?. Se puede partir con el relato que entregó Jorge del Carmen en su reclusión en Chillán, una vez que su voz ya no es tan entrecortada, cuando comienza su proceso penitenciario. Señala que sus recuerdos más antiguos son de los seis años, cuando habitaba con su familia una ramada al interior de un fundo en San Carlos donde su padre trabajaba como afuerino. A la edad de ocho años se ve lo que es quizás la decisión precipitada y precoz, pero no por ello menos importante de su vida: salir a andar la tierra. 

Desarraigarse es, según las investigaciones de Gabriel Salazar, una parte central de la vida campesina y popular2. Es el proceso por el cual el sujeto se constituye en “peón-gañán”, o más bien el individuo constituye un sujeto social que es el peonaje, que no sólo implica una estructura socioeconómica que permite y fomenta el desarraigo, sino que también genera configuraciones culturales y genéricas sedimentadas. Esta individualidad es la que recoje Sonia Montecino, señalando, al igual que Salazar, que el huacho se constituye en dos procesos: por un lado, está la idea de que se debe dejar el status de “hijo”, se debe abandonar esa presencia tan fuerte de la madre y la parentela femenina, y por otro lado, está la ausencia del padre, cuando es el patrón, o la presencia de un padre errabundo y derrotado, cuando es un gañán, o sumiso y obediente, cuando es un inquilino, pero siempre es un personaje difícil y contradictorio. Es así que el huacho decida salir de la familia porque ésta es un proyecto fracasado, que lo asfixia, además de la necesidad de reafirmar el masculino con los otros huachos y gañanes. Para terminar reproduciendo la misma estructura genérica, el mismo patrón de padre ausente. Así Jorge del Carmen decide salir de ahí, andar los caminos, porque es su destino caminar y ser un huacho, y sin duda hay mucha rabia estructural en su crimen. Es un crimen específico contra la figura de la mujer. 

Cuando le preguntan sobre qué hacía en la isla del rio Ñuble, él responde que “estar”. Sí siempre se puede “estar”, pero para estar hay que estar en algún lado, y ese pedazo de tierra, ese rancho, ese arraigo es el que le falta al gañan. De ahí esa elección existencial de no estar en ningún lado. De ahí que siga caminando para encontrarse, más caminos, más vias de tren. Y el vino, la chicha para emborracharse hasta no encontrar rastro de limitaciones. Pero se es pobre. Y hay una pobreza que es esencial: el socavamiento del lenguaje. Desde niño. Desde que los cabos lo encontraron en San Fabian hay silencio. No hay escuela. Hay trabajo por comida. Nadie habla en esta fiesta del vino. Nadie habla en este camino. Sólo rostros, gestos, cuerpos. 

Pero Foucault nos dice, nos llama la atención que en estas ausencias de lenguaje se encuentra una experiencia del límite que ayuda a conformar el nivel de la cultura dominante. Sobre esos lenguajes impresisos la cultura realiza la partición. Y ahora cito a Foucault: “La plenitud de la historia no es posible sino en el espacio, vacío y poblado a la vez, de todas esas palabras sin lenguaje que dejan oír a quien presta oído un ruido sordo debajo de la historia, el murmullo obstinado de un lenguaje que hablaría completamente solo”4. 

Y José en este caminar también va muriendo, pero de muertes simbólicas, muertes parciales, quiebres primero con su familia, luego una balsa que nunca alcanza la otra orilla, ya se es adulto y las formas sociales lo socavan, partiendo por un lenguaje que lo desposee porque no le pertenece; el lenguaje como un campo social sin origen sin sujeto5. De ahí la pregunta certera de Deleuze: “¿Qué nos queda, pues, sino pasar por todas esas muertes que preceden al gran límite de la muerte propiamente dicha, y que todavía después continúan?”. 

Esto es lo que llamaré devenir estructural, para referirme al proceso mediante el cual José desarrolla su inserción en las formas simbólicas, sujeto particular que ya sabemos su origen y que sabemos su final, por lo que no es dificil decir que se trata de un marginal cuya existencia misma está a la base de las particiones sociales de la cultura tradicional chilena, y por tanto cuya marginalidad social y cultural le impondrán aquellos quiebres subjetivos, aquellas muertes simbólicas. ¿Cuál es entonces el devenir estructural de José?. Para esto vuelvo a citar a Deleuze: “La vida ya sólo consiste en ocupar el emplazamiento que nos corresponde, todos los emplazamientos, en el cortejo de un ‘se muere’”6. Un devenir estructural que implica lo siguiente: la pobreza y la exclusión, el huacharaje y la rabia social, la falta de socialidad y de trabajo, y sobre todo un obscuro manejo del lenguaje que lo hunde en esa indiferenciación de la vida miserable. 

Jorge del Carmen luego de su crimen, cuando es captado por el sistema, se encuentra en una comunicación, en una continuidad dada, en un primer momento, por el límite que transgredió y que sin embargo se cerró dejando sólo la existencia de la sociedad como unidad moral, y posterior a eso, el encuentro con su lenguaje, que comprende que no puede pertenecerle. 

Es con la institución penitenciaria cuando se le da un status de persona, en el sentido moderno del término, pero también dicha institución le va a dar muerte, la muerte real. Uno a uno se suceden: higiene, deporte, religión, instrucción, trabajo. Para terminar con una firma de su sentencia de muerte en una hoja blanca brillante, donde no se distingue nada, más que el gesto de extrañeza de la funcionaria; sólo el brillo, el fasto de la soberanía del aparato de justicia. Las preguntas foucaultianas bien vienen aquí: ¿qué sabe?, ¿qué puede?, ¿quién es?. 

Es el triunfo de la modernidad penitenciaria y judicial. Pero ¿de qué modernidad estamos hablando?. Sin duda, no es la modernidad panóptica del Foucault de la década de 1970, ultrasofisticada y cientifista, que controla el cuerpo a la perfección para posibilitar una conciencia adecuada para prestar utilidad política y económica a la sociedad7. Sino más bien se trata de una modernidad primera, primaria (decimonónica) de la sociedad chilena, aquella que fundó la oligarquía componiendo elementos tradicionales, coloniales sobre el poder socioeconómico con una serie de discursos modernos sobre el manejo institucional de la sociedad y el progreso cultural. En el plano penal, ésta se plasmó en las instituciones penitenciarias que combinaban sólo ciertas cosas de un control disciplinario moderno con formas arcaicas de instrucción religiosa y trabajo artesanal para conducir a una intimidad culposa y redimida del reo8. Esa es la modernidad que cumple sus funciones, que triunfa desde el lejano siglo XIX a la década de 1960. 

Y como todo buen drama, al final los nudos se desatan –un sacerdote que aconseja, un juez que sentencia, un capitán que habla del fucilamiento, un periodista que compone el relato, una comunidad de reos que se entristece-. Todo menos el motivo, la motivación del crimen: “La defensa del reo Jorge del Carmen Valenzuela expone que la ausencia de un motivo que justifique la actitud del reo en los delitos de homicidio y lesiones graves debe indagarse sobre la personalidad del reo y sus antecedentes los que indican que desde niño tuvo una vida miserable de sufrimiento y malostratos, ambiente que formó una personalidad anormal que lo hace reaccionar en forma violenta, distinto a una persona normal, sin respeto al orden y la moral”. 

Y cuando se acerca la madrugada en que se va a cumplir la muerte institucional, sobreviene el surrealismo, un surrealismo lúgubre. El periodista le pregunta al Juez, una vez que la sentencia ya está confirmada, si está seguro que Jorge del Carmen es la misma persona que José. El juez le dice “Claro, si incluso tiene un hermano que se llama José”. “Pero el cúmplase presidencial dice José”. “No si es un nombre que él usaba con mal propósito”. Son también los sueños de José: aparecen tres imágenes; en una está tomando con la mano el pecho, “Aquí me van a disparar”, en otra está sentado en la cama de su celda, “Aquí duermo”, y en la tercera está sentado en una silla, con los ojos vendados y sonriente, “Así me van a matar”. 

Se produce una subjetividad. El enunciado siempre se escapa a su enunciador, es lenguaje desplegado que constituye un infinito de posibilidades, un ilimitado de significación. El sujeto se disemina en la abertura del lenguaje9, ya que este es la “transparencia recíproca del origen y de la muerte” en palabras de Foucault. El lenguaje como campo social indica tanto una falta de origen como un funcionamiento independiente del sujeto. Primero a José esta diseminación lo lleva a una desposesión. Es el Otro indiferenciado que lo aplasta y al cual se rebela para darle muerte. Ahora, y sólo en la cárcel, él logra formar una subjetividad. Para Foucault el tema de tener una subjetividad no es gratuito, no es automático, es un complejo proceso por el cual el individuo pliega en su interior ese afuera que el lenguaje representa, genera una pequeña fisura a pesar de los campos magnéticos del poder y el discurso. Para Deleuze la obra de Foucault es una reflexión constante sobre el pliegue. 

Un lenguaje que como institución social no le pertenece pero que puede volcar hacia dentro. Esta cualidad del lenguaje es la que José experimentó como una exterioridad desplegada hacia si mismo, construir una subjetivación, un pliegue. Llevar el lenguaje a esa falta de origen pero en el interior de si mismo, como un pliegue subjetivo que causa el pensamiento. 

José vivenció ese pliegue como la posibilidad de soñar, de ver su historia, de inventar una historia. Sí, se encontró en el camino. 

“Padre, cuando hice lo que hice…”. Y se interrumpe con unas risotadas de una cena de abogados y periodistas pero que están en otro lugar. Y él no termina la frase. Comienza a cantar: “la reja, el calabozo, cubierta de luto está…”. 

1 Foucault, Michel. “Prefacio a la Transgresión”. Entre filosofía y literatura. Barcelona, Paidós, 1999. 

2 Salazar, Gabriel. “Ser niño ‘huacho’ en la historia de Chile (siglo XIX)”. Proposiciones N°19, julio 1990. Montecino, Sonia. “Madres y huachos”. Ediciones de las Mujeres N°16, Isis Internacional, 1992. 

4 Foucault, Michel. “Prefacio (1961)”. Entre filosofía y literatura. Barcelona, Paidós, 1999, p. 125. 

5 Barthes, Roland. “La muerte del autor”. El susurro del lenguaje. Barcelona, Paidós, 1994. 

6 Deleuze, Gilles. Foucault. Buenos Aires, Paidós, 1987, p. 126. 

7 Cf. Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. México, Siglo XXI, 1998. 

8 Cf. León, Marco Antonio. Encierro y corrección . La configuración de un sistema de prisiones en Chile. Tres tomos. Santiago, Ediciones Universidad Central de Chile, 2003. 

9 Ver Foucault, Michel. “El pensamiento del afuera”. Entre filosofía y literatura. Barcelona, Paidós, 1999, p. 298. 

 

Las casas de objeto público: Interior y exterior de un modelo de control social-urbano (Santiago de Chile, siglo XIX).

Revista Electrónica DU&P. Diseño Urbano y Paisaje Volumen II N°5.
Centro de Estudios Arquitectónicos, Urbanísticos y del Paisaje
Universidad Central de Chile.
Santiago, Chile. 2005

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