Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

19/05/2020 

El postulado de la normalidad ha sido en el último tiempo invocado por los medios televisivos de dos formas diferentes: primero, en el contexto de la revuelta social que se inició en octubre de 2019, se señalaba que una parte de la población deseaba volver a la normalidad y en el marco de esta vida “normal” iniciar un diálogo social que permitiera consensuar una salida a la crisis; y segundo, actualmente se habla de que la gente, en el presente cuadro epidemiológico, se debe acostumbrar a una nueva normalidad, puesto que el virus de la pandemia va estar presente en la sociedad por un tiempo amplio, hasta que se descubra un tratamiento eficaz o una vacuna –lo que incidirá, sin duda, en millonarias ganancias para la industria farmacéutica. 

En otro artículo (“La distancia incivilizada. Sobre una pandemia capitalista y ciudadana”) que publiqué en el diario electrónico La Quinta de Valparaíso expresaba una serie de hipótesis sobre la epidemia global de Covid-19. Quisiera en esta oportunidad recoger algunas de aquellas reflexiones para profundizarlas y, además, incluir nuevas discusiones sobre la relación entre la pandemia y la sociedad. Relaciones que indudablemente se están produciendo y que constituyen ciertos marcos de variados cambios sociales. 

Desde una perspectiva sociológica, la génesis del virus está en el capitalismo desregulado y transnacional, quizá no de una manera intencional, pero sí en términos de que la circulación acelerada de bienes y personas, además de la masiva industria alimentaria y agropecuaria, generan las condiciones para la mutación génica de diferentes virus. 

Un virus es un microorganismo que contiene material genético dentro de un envoltorio proteico, el cual produce diferentes enfermedades al introducirse como parásito en las células de otros organismos con el objetivo de reproducirse en ellas. En este principio del siglo XXI la aparición de diversos virus ha marcado el ámbito de la investigación en biología molecular y en inmunología, siguiendo un derrotero de mejoramiento de la salud pública. 

Los virus del siglo XXI han conformado un duro golpe para los países desarrollados (donde en varios de ellos los neonatos no son vacunados), pues se pensaba que ciertas enfermedades habían desaparecido, no obstante, estas han resurgido. A esta situación sanitaria se deben agregar las epidemias propias de nuestro tiempo: gripe aviar, gripe porcina, influenzas, ébola, virus zika, entre otras que ya no solo competen a los países centrales, sino que también a los países periféricos. 

Pero no cabe duda que ha sido el VIH uno de los eventos mayores en la historia de la salud humana: un virus lleno de incógnitas y misterios que atacaba a las minorías sexuales y a los afrodescendientes, que prontamente se mundializó y comenzó a atacar al resto de la población. Con la pandemia del nuevo coronavirus también somos testigos de un evento central e inusitado en la historia de la salud y la enfermedad. 

En un alto grado la actual epidemia se ha vuelto mundial por la industria del turismo y por las conexiones intercontinentales gracias a los vuelos low cost. Por otro lado, la producción agroalimentaria emerge, a causa de la sobrepoblación, como un sector económico de grandes ganancias y, a la vez, de prácticas sumamente contrarias a la ética y a la “naturaleza”, en este sentido, los animales padecen una modificación orgánica por las condiciones de crianza industrial, lo que posiblemente incide en el nivel celular y molecular de sus cuerpos, siendo de este modo un campo propicio para la mutación viral. 

En este contexto, la ciudadanía es la que tiene que asumir los costos materiales y simbólicos de una crisis sanitaria que no ha creado, en la sociedad civil recae la responsabilidad social de mantener una cultura de la profilaxis: barreras que permitan bajar los riesgos de contagio, justamente en un virus que posee un alto grado de contagiosidad. 

Una vez más es el ciudadano de a pie quien debe sufrir las consecuencias de una problemática tan grave, en el sentido de una enfermedad potencialmente mortal, lo que remite no solo a las condiciones propiciadoras enunciadas en los párrafos anteriores, sino también a que las disciplinas biomédicas, pese a su avance, no comprenden aún muchos de los procesos que están implicados en el desenvolvimiento de los virus. 

Como siempre ha sido, la forma de generar nuevos conocimientos sobre los virus está en el lecho del enfermo, es decir, se aprende bastante gracias a los problemas de salud de la ciudadanía. Pero, ¿podría ser de otro modo? ¿De qué manera establecer nuevos conocimientos en las ciencias biomédicas si no es a partir de la observación de la enfermedad? El mejoramiento de la salud pública ha resultado de ese ejercicio clínico y de eso no hay duda. El problema político y ético surge cuando determinados grupos se transforman en los “conejillos de indias” de las ciencias de la salud: africanos y africanas, pobres periféricos de América Latina, minorías sexuales y étnicas, mujeres de países subdesarrollados, inmigrantes e inmigrantas, pueden ser poblaciones socialmente cautivas para la experimentación y la observación. 

Desde tiempos medievales y postmedievales los virus siempre han sido catalogados como dañinos, como elementos que perjudican el funcionamiento del cuerpo humano. Desde 1803 la Real Academia Española comenzó a integrar la voz “virus”, significándola como “podredumbre” y “humor malo”, aún en sintonía con el étimo del griego antiguo que definía la palabra como “ponzoña” y “veneno”. Solamente en la edición del diccionario de 1901, el término virus tuvo un significado más acorde a una visión moderna: “germen que causa enfermedades contagiosas”. 

Entonces y bajo este panorama sanitario, ¿debemos transitar hacia una nueva normalidad? El concepto de “normalidad” está vinculado a la noción de norma. Una norma es una senda donde se sitúa el comportamiento del individuo o de la individua. En dicha senda o camino se puede estar adentro o afuera, es decir, se puede catalogar de “normal” o “anormal” a un determinado comportamiento. Sin embargo, al interior de este camino de normalidad existen diferentes lugares: el estado “normal” no es único y tampoco presenta una separación neta respecto al estado “anormal”. Más bien lo normal es un camino que va modulando y corrigiendo, que posibilita ciertos grados y situaciones dentro de sus límites. En este sentido, todos y todas somos normales y anormales al mismo tiempo y en alguna medida. 

Cuando se plantea el surgimiento de una “nueva normalidad” me parece que la situación social a la que se refiere no se trata de un marco propiamente normativo, puesto que todo parece indicar que las élites y las autoridades están proyectando un escenario de prohibición, de interdicción, de límite: es la división clara y sin ambivalencias entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo permitido y lo disidente. La llamada nueva normalidad, entonces, esconde una serie de acciones prohibitivas que se implementarían. 

La pregunta que surge de este contexto histórico no es tanto sobre cuáles serán los parámetros que producirán los contornos de las reglas sociales, sino que más bien la problemática central radicaría en qué tipo de sociedad será la que dictará las interdicciones. Se podría pensar que, claramente, será la sociedad dominante que existe en el Chile neoliberal, es decir, el modelo societal que se impuso en la dictadura cívico-militar y que se ha ido sofisticando y mejorando en los gobiernos democráticos. 

Pero la cuestión no es tan sencilla, porque estamos en un período de fuertes transformaciones sociales, por tanto, algunas formas sociales emergen y otras entran en declinación, con diferente fuerza política y cultural. Lo que aparece como inevitable es el cambio en la sociedad neoliberal, tal como la conocimos en sus decenios dorados, más aún con la crisis económica que se aproxima a causa de la pandemia. 

La sociedad neoliberal es una sociedad del consumo, ya a principios de la década de 1990 Tomás Moulian realizaba un agudo análisis sobre esta formación social. Como su nombre lo indica, esta sociedad tiene una base sólida de sus estructuras político-económicas en el consumo de la población de los productos del mercado de bienes y servicios: el consumo cumple un doble rol, por un lado, es un factor de dinamismo capitalista, y por el otro, es una matriz de control social. 

La sociedad del consumo se conjuga muy bien con la sociedad del espectáculo: el estatus que brinda el consumo en los mall es la resultante de la importancia sustancial de las mercancías espectaculares, es decir, los bienes que se muestran en los medios televisivos –bienes que proyectan unos estilos de vida– que se transforman en bienes simbólicos para una parte de la población: en ellos se encuentra el prestigio y el privilegio. 

Por otro lado, la sociedad del consumo y del espectáculo se conjuga también de forma muy óptima con la sociedad civil y las políticas ciudadanas: constituyen el cara y sello del Chile neoliberal, porque la sociedad civil que emerge del pacto democrático –con sus acciones ciudadanas– es la cuota de participación política que se necesita para que sobreviva el Estado y sus poderes. Es esa misma sociedad la que consume las mercancías espectaculares, en este caso es la colectividad volcada a las pasiones y los deseos de tener estatus y vidas estelares. Es el Chile moderado y el Chile empecinado. 

Sin embargo (y por suerte), antes de esta pandemia viral hubo una pandemia social. La palabra “pandemia” proviene del griego antiguo y significa etimológicamente “reunión del pueblo”. Claramente me estoy refiriendo a la revuelta social que empezó en octubre del año pasado. Más allá de los desbordes violentos –propios de un levantamiento popular y que sirvió de excusa para una represión brutal– los hombres y las mujeres de la revuelta lograron dejar muy patente el hecho de que es posible abrir las grandes alamedas: cambiar radicalmente el modelo societal, situarse también en el plano utópico, lejos de una sociedad civil pasmada y una sociedad consumista amargada. Me atrevería a decir de que existe una búsqueda de una era post-prohibitiva, donde se camine (y se viva) de forma libre.