La ciudad sin ciudad: sobre la explotación arquitectónica

diariolaquinta.cl 

03/10/2023 

  

Como habitante de Santiago, este artículo podría ser considerado de un modo centralista porque se sitúa en la capital, sin embargo, en cuanto a edificios históricos, Valparaíso viene a constituir el horizonte deseado respecto a la belleza urbana, a la arquitectura académica, a la cantidad de casas y de casonas (también palacetes) que representan la sociedad burguesa que existió en Chile, debido a la era del salitre –e incluso se pueden encontrar inmuebles más antiguos. No obstante, tanto en Valparaíso como en Santiago, las construcciones del siglo XIX (y principios del siglo XX) se caen a pedazos: caen los trozos de una historia, de un patrimonio, de una memoria. Y en los espacios que deja este resquebrajamiento social y arquitectónico, la autoridad no realiza las gestiones patrimoniales, además, permite que las inmobiliarias sostengan su boom para fabricar unos edificios de departamentos, en los cuales se vive en la falsedad neoliberal, ya que conforman unas maneras de vivir determinadas desde arriba –por la preeminencia del financiamiento bancario, por la publicidad sobre un estilo de vida, por el consumo de edificios con áreas comunes y con piscina, entre otros factores: son artificiales experiencias de existir.   

Las autoridades metropolitanas de Santiago han puesto en marcha el llamado plan de recuperación del eje Alameda, avenida principal que sufrió daños por el mal llamado “estallido social”. Básicamente, se trata del arreglo de fachadas y de la pintura de estas, las que están colmadas de grafitis. Pero este plan no incluye la recuperación de dos expresiones históricas que se han dejado desnudas y desprotegidas –la casa pequeñoburguesa y el palacio de la alta burguesía–, entonces, la combinación entre la política de las empresas inmobiliarias y la obsolescencia de los materiales constructivos, podrá tener un trayecto bastante anhelado: presto para ingresar en la máquina de un boom sin carácter estético ni identidad histórica.  

Se trata de la explotación de la arquitectura, bajo las directrices de los grandes capitales inmobiliarios. Cuando ya no quede rastro de la ciudad anterior a esta, se habitará una ciudad sin ciudad, vale decir, sin memoria, porque la memoria colectiva necesita también de la materia para imaginar la vida del pasado. Según Gaston Bachelard, en la infancia se tienen experiencias con los elementos que se hallan alrededor del niño y de la niña: este juego permite que en la etapa adulta se posea un imaginario, que se movilicen las imágenes (visuales y literarias), que no se pierda la capacidad de poetizar[1]. Así mismo ocurre con el patrimonio: verlo y tocarlo posibilita el imaginario sobre aquellas formas de vida ancladas en el tiempo histórico.  

Si planteo una estratificación social (muy simple) para diferenciar la sociedad burguesa de la ciudad de Santiago, en términos de la habitabilidad según la pertenencia socioeconómica:  

1.- Los proletarios y las proletarias, también los pobres y las pobres, vivían, en un primer momento, en rancheríos precarios que, principalmente, se aglutinaban en La Chimba (en el norte de Santiago, cruzando el río Mapocho) y, luego, en los famosos conventillos, lugares insalubres y de alto hacinamiento, que constituían una salida habitacional de materiales durables –poco y nada sobrevivió a esta forma de vida de las capas bajas, algunos cités perduraron en el tiempo, pero estos no conformaban los conventillos que sucumbieron a la policía sanitaria y a las políticas del asistencialismo.  

2.- En el segmento pequeñoburgués la forma de habitar se concentraba en la casa de fachada continua. Eran casas muy amplias o, mejor dicho, muy largas hacia el fondo. Una familia pequeñoburguesa podía vivir cómodamente en ella: grupos sociales que a causa de su participación en el capital comercial tuvieron el acceso a lo que llamo la mercancía pequeñoburguesa, es decir, objetos modernos que, por cierto, eran objetos primorosos, no eran mercancías estandarizadas porque integraban el diseño de arte en su faceta externa[2].  

3.- El palacio y el palacete eran los modos de vida de la alta burguesía, se trataba de imponentes espacios lujosos, en donde habitaba la familia y la servidumbre. Se trataba de palacios diseñados por arquitectos chilenos formados en Europa o por arquitectos europeos, los que se guiaban por una arquitectura académica que concebía unas ideas siempre disímiles, con el afán de que los palacetes fueran obras únicas. Eran lugares de conspicua manera de existir socialmente, cada vez más alejadas, estas capas altas, del resto de la sociedad. Ahora bien, una sociedad burguesa implicó el auge del capitalismo periférico, el cual traspasó los intercambios sociales, y aquel capitalismo se basaba en la riqueza minera del norte del país.  

La labor del arquitecto en la sociedad burguesa era discriminatoria. Eran tiempos pretéritos, otras lógicas, sensibilidades ásperas y castigadoras, pero no por ello se puede efectuar la negación de ese pasado histórico: el patrimonio es un derecho de la población y es una obligación del Estado. No obstante, la ciudad sin ciudad pareciese que está ad-portas. En cualquier caso, la arquitectura no es solo un espacio construido, sino que es también un conjunto de signos en el proyecto arquitectónico y es la capacidad constructiva lo que pone en obra un “hábitat”, sin embargo, dicho hábitat se transforma en un lugar social cuando es habitado: doble movimiento de la construcción y de la lugarización, del signo encarnado en materia y sentido. ¿Por qué las autoridades pasan por alto el hecho de que una verdadera ciudad debe tener estética y poética, vale decir, una belleza auténtica?  

[1] Gaston Bachelard, El agua y los sueños. Ensayo sobre la imaginación de la materia (1942).  

[2] Fernando Franulic, “Las escisiones de la mercancía: sobre el signo objetual en el Chile contemporáneo”, Entre el espesor histórico, la liberalización de la mirada masculina (2022).  

 

 

Tár y su sinfonía: Breves notas sobre el filme de Todd Field

diariolaquinta.cl

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Todd Field nos entrega un film que los medios de comunicación masivos han caracterizado como un “drama psicológico”, no obstante, dicha categorización de TÁR (Estados Unidos, Alemania, 2022) es bastante diminutiva para una película de una alta complejidad temática y estética (también, por cierto, de perfiles psicológicos), en este sentido, yo diría que es un filme de “drama musicológico”, en el entendido de que la musicología es un saber de amplio alcance: no solo de música se trata, también de historia, de sociología, de antropología, de psicología social. La musicología en este caso es el estudio (esbozo, silueta, figura) de una mujer dedicada a la música: de sus intercambios sociales, de sus éxitos profesionales, de su percepción del mundo, de sus oficios como música (pianista, directora, compositora, además, doctora en musicología) y de sus amores lésbicos. 

Lydia Tár antes del deterioro de su mundo social y la caída al abismo de lo desacreditado, a un nivel de la muerte social, estaba concluyendo el trabajo de dirigir las sinfonías de Gustav Mahler, labor que era grabada en vivo para un sello discográfico: faltaba la Sinfonía 5, la pandemia viral impidió que aquella tarea fuese terminada a tiempo. El tiempo era, según Tár, lo que ella manejaba cuando dirigía. Y ese tiempo, a la vez, lo compartía con una obra que estaba componiendo y una relación amorosa con la concertina de la orquesta filarmónica de Berlín, donde era directora titular. El tiempo en una sinfonía es llamado movimiento, generalmente estos movimientos poseen un nombre: aquí van, entonces, estas notas que se articulan según los movimientos de la Quinta Sinfonía de Mahler. 

1.- Marcha fúnebre. En un paso medido. Severo. 

Partir de cero: aquella es la severa opción de Tár frente a la debacle de sus intercambios sociales. Viajar a un entorno exótico, a países extraños, donde desarrollar su arte musical en libertad, sin tanto miramiento con relación a su maestría. Termina siendo la directora de una orquesta infantil, bañándose en una magnífica cascada, buscando almas simples y francas. Al final de la película, lo severo de sí misma y de sus relaciones personales en Alemania y en Estados Unidos deberían dar paso a la ternura: y ello se visualiza en la dirección orquestal con los niños y las niñas. Un juego que a ella no le molesta, un simple juego donde ella puede dirigir con desahogo y con gusto. 

2.- Tormentoso movido. Con la mayor vehemencia. 

Tár mantiene un pensamiento bastante convencional sobre los compositores. Ella separa persona y personaje. Entre sus estudiantes y sus estudiantas que adscriben a las nuevas identidades sexuales, ella no tiene problema de recoger la tradición de la historia de la música: en esta casi únicamente los compositores son hombres. También, la mayoría de los directores son hombres. Con su pareja hablan de Alma Mahler, la esposa del sinfonista, quien no pudo componer, pese a tener dotes creativos. Para Tár estas historias constituyen anécdotas, como asimismo lleva adelante sus amores. Sus relaciones amatorias se guían por una mezcla entre el capricho y la razón instrumental. No son amores, son sus favoritas: así, una violoncelista rusa configura la favorita del momento. En estas relaciones, ella mantiene el poder: el poder de la elección (como favoritas, le deben favores musicales) y el poder de la maestría (como favoritas, tienen el derecho de aprender de Tár). Todo este ir y venir de favoritismo, llevará el destino de Tár hacia el trastorno. 

3.- Scherzo. Fuerte, no demasiado rápido.   

¿Existe una relación directa entre el comportamiento de Tár y el suicidio de la joven becaria? Si esta relación existió, tal como lo afirman la prensa, los estudiantes y las estudiantas, además, del grupo de abogados y de abogadas que la acusa ante la justicia, Lydia Tár pierde sus caracteres musicológicos para transformarse en una mujer que abusa de su poder para seducir y manipular a las jóvenes estudiantes que se sienten fieramente atraídas por ella. 

4.- Adagietto. Muy despacio. 

Ruidos y más ruidos. Ruidos muy suaves. ¿De dónde provienen? ¿Quién los causa? Es la psiquis de Tár que incide en una somatización. Tár, en la cima de su fama y de su saber, comienza un proceso de despersonalización: no todo lo puede controlar, no todo lo calman las pastillas, no todo es tan perfecto, no todo es tan marcado como un metrónomo. Entonces, vienen los ruidos de otra parte y esa parte son sus propios fantasmas, el fantasma de lo pulcro. 

5.- Rondo-Finale. Allegro-Allegro giocoso. Fresco.   

Erwing Goffman señala en variados textos el proceso de desacreditación de un individuo o de una individua: es el estigma. Lydia Tár vivía en la exactitud del metrónomo, mas no fue capaz de percibir las relaciones adversas que se articulaban en torno a ella, relaciones que ella misma ayudó a configurar y fomentó con su rigorismo. Así, dicho rigorismo era una pesada carga: en lo psíquico y en lo social. Al final de un ensayo, la orquesta toca el último movimiento: ella reprime sus lágrimas; ¿eso no es acaso conocer la belleza? 

 

El pejesapo: Sobre los márgenes estigmáticos que (no) se ven

Bifurcaciones.cl 

Revista n.º 9, del 2009 

  

No hay cobijo 

  

Alguien dice algo: Me mato. ¿Qué vale la vida? Para él nada. Es la sentencia del viejo Melo frente al suicidio frustrado de Daniel SS. La muerte impedida, anulada, reprimida por las corrientes fatales del río Maipo, es el comienzo del relato: recurso que, puesto en el origen de la narración, ejerce de condición metaforizante de los avatares del pejesapo; especie de cláusula que marca ferozmente, en una analogía a la vez evidente y brutal, las acciones con un doblete, un sobrante, que a cada paso de Daniel SS hay un indicio que nos recuerda que él es un rechazado. Fue rechazado por un río, que no le permitió la muerte deseada, es decir, fue repudiado y negado por un elemento natural, ¿por qué no sería expulsado por el elemento social: la ciudad, la economía, nuestra civilización? Sin embargo, no basta con decir que es un excluido. Sería muy sencillo. Para hablar de marginalidad hay que habitarla, vivirla interiormente, desde la inmanencia. Por tanto, más que un relato de un excluido, más que una vida, unas aventuras de un marginal, esta es una Historia: ligada aciagamente al espacio y al valor social, que, en una noche de tormenta entre caballos desbordados, nos ofrece el presagio y el destino, una pasión.    

Esta película de José Luis Sepúlveda (Chile, 2007) cuesta experimentarla: las técnicas cinematográficas elegidas producen un efecto que se encuentra en el polo opuesto de un “realismo mágico” o de un “surrealismo”; constantemente se ha hablado de la crudeza del texto y el relato, de la suciedad de la imagen, de una cierta “anti-estética”. Se ha planteado que este cine inclemente y desaseado provendría de su parentesco con el documental o de una intención política de no-ficción, de su vocación independiente que no transa con los criterios comerciales del cine, y, además, que nace de la realidad social que refleja: dura y ruda por sí misma.  

Es una película engastada en las condiciones sociales, en una infraestructura social que sirve de contexto y de limitación a la actuación de los eventos. La inserción en esa matriz social, por parte no de los personajes sino del espectador, es, cinematográficamente hablando, uno de los logros más interesantes del equipo. Al mismo tiempo, la poética está presente en todo el film, porque fue delirantemente construido.  

En medio de la inclemencia social que muestra y de la dureza cinematográfica, que es su propuesta estética, existe una oblicuidad manifiesta que nos remite al imaginario y a la ideología; hablar por medio del exceso simbólico, entremedio de los rigores materiales y marginales del neoliberalismo.  

Es en una “mediagua” donde Daniel SS le pide a doña Alicia que le dé alojamiento, es decir, en un lugar representativo de los sectores populares y marginales. El hecho de que doña Alicia y don Melo vivan en una vivienda informal no tiene nada de transgresor, puesto que es un aspecto integrado a la realidad popular, tanto histórica como espacialmente. No obstante, esta vivienda precaria no es parte de una escenografía, sino que existe, es real. Aquí no estamos asistiendo a una representación de lo popular, sino que constituye una inmersión espacial y material. Al igual que doña Alicia y don Melo no son “actores profesionales” representando a los habitantes de una “mediagua”. Este es un gesto básico que recorre la película.  

Pese a toda la precariedad de la mediagua, es muy densa en términos significantes. La vivienda popular de doña Alicia está construida de partes de madera, techos de plástico, paredes de latones, frazadas y trozos de género como puertas: capa sobre capa, pedazo sobre pedazo, trozo sobre trozo, en definitiva, signo sobre signo; es la sobreabundancia de unos significantes incompletos y precarios que arreglados, en un conjunto, llevan a la connotación de lo grotesco como solución habitacional. Es como si la pobreza no solo tuviera un significado en la precariedad y en la fragilidad, sino que estuviera marcada por unos signos desmesurados que indican y señalan una deformidad, porque justamente escapa a la planificación racional. 

Esta precariedad connotada aparece en forma más clara en la solución habitacional ultra frágil que le da doña Alicia a Daniel SS frente a su petición: una especie de “chocita”. Cuatro “palos parados” que sostienen grandes pedazos de nylon que sirven de paredes y techo, otro en el suelo para cubrirlo, un pedazo de calamina de plástico y un trozo de saco hacen de cama y cobertor. Pero, ¿no es en estos pequeños espacios frágiles donde el individuo podría encontrar un refugio y un alivio? Según el análisis de Gastón Bachelard, en la pequeña cabaña y, sobre todo, en la “choza”, se encuentra un espacio que llama a la conciencia a un centro tranquilizador: en la imaginación juega con los rastros primitivos y legendarios del “hogar”. La soledad y la simplicidad de la “choza” generan un ensueño de lo primigenio, de lo absoluto del habitar, “una zona de protección mayor”[1].  

Yo no quiero vivir más en esta miseria, declara el pejesapo. Para él, no existe la primitividad del refugio a través del ensueño. No es una cuestión exclusiva de la forma o de los materiales con que se construye la “choza”. El problema es, al parecer, una cuestión sociológica. La imaginación, en este caso, no se deleita en el refugio simple ni encuentra una soledad primigenia, ya que está determinada por los recuerdos positivos: falta de intimidad, precariedad de la existencia, la amenaza del entorno. La percepción está determinada por las condiciones materiales y sociales, por tanto es anterior y moldea la imaginación. Es el contrario de la teoría de Bachelard, para quien la imaginación es anterior (más primitiva) que la percepción real [2]. 

Para mí esto no es miseria, dice la señora Alicia. En su mediagua encuentra soledad y retiro, un refugio, pero constituye una pobreza sin magia (ensueño) porque es una intimidad acechada, de lo cual Daniel SS y el pueblo de la carburera atestiguan. También, es el contrario de la cabaña solitaria y primigenia: “tiene una feliz intensidad de pobreza. La cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”[3]. Quizá se podría decir que el planteamiento de Bachelard es un pensamiento burgués, en el sentido de que una vida acomodada puede soñar lo primitivo del cobijo. 

  

El tiempo de una piedra 

  

No solo no hay un refugio donde tranquilizar la conciencia, tampoco hay espacio-tiempo como coordenadas para el individuo y el grupo, como indicadores de la dirección existencial y del desarrollo social. No hay señales básicas de la civilización moderna, aquella que “evoluciona”.  

Cuando en la subida de tierra que va desde la carburera hasta el “pueblo” Daniel SS se encuentra con la mujer lugareña, se muestra que, en ese asentamiento cercano al río, las nociones temporales son disputadas, cuestionadas. Ella le dice: llegaste el 23 de junio del 95. Él piensa que llegó el 99. Discuten en una noche fría el tiempo exacto del arribo del pejesapo: yo no puedo haber llegado el 95. No hay consenso. Sin embargo, no es solo una confusión o una desorganización mental de un individuo, al parecer no se percibe (socialmente) la objetividad moderna que da a los instantes una dirección y una duración. Pero, ¿es eso posible en las afueras de Santiago, en un lugar tan cercano a la gran ciudad? 

En la comunidad de la carburera la falta de referentes temporales no tiene relación con el transcurso lineal, sino con su segmentación. Es demasiado lineal el tiempo, demasiado homogéneo, siempre semejante en cada uno de sus segmentos. No hay posibilidad del acontecimiento: ¿Sabí por qué no te hay dado cuenta que llevai tantos años aquí? Porque aquí son todos los días iguales. Es un “pueblo muerto”: cada día es igual al anterior y al que sigue, donde no hay progreso ni avance hacia “algo”, puramente reproducción sin acaecimiento. Es, propiamente, un estado estacionario. 

Este pueblo vegetativo no emerge de un realismo mágico, como una especie de Macondo, como en un afuera de las reglas del mundo. Más bien, nace de una severidad mundana, de vivir y habitar en una semejanza repetitiva, en una ausencia del sentido asignado culturalmente, en una elección de muerte: los habitantes del pueblo han sido rechazados, expulsados, botados por el río. Es un pueblo de suicidas frustrados. La mujer señala: Fue como un accidente. Pero llegué al río, me sacaron del río y empecé a vivir aquí. Es una comunidad de estacionarios, donde el tiempo no da señales de su paso, donde el suceso es leve, donde una máquina siempre igual es el corazón comunitario, donde, a pesar de todo, se desea: Tú estay muerta. Sipo. Y vos también. Yo no. ¿Tú estay vivo? Sí. Mentira.  

Es una comunidad asentada territorialmente en las cercanías del río Maipo. En términos espaciales, no basta con decir que se encuentra en la oposición campo – ciudad. Los habitantes del pueblo no están en el “campo”, es decir, en un espacio que se visualiza con agricultura, vegetación propia del valle central y escasa urbanización. Probablemente, estás características territoriales están presentes, pero, sobre todo, los habitantes de la carburera están en un lugar fronterizo y enigmático: no es urbano ni propiamente rural, es un límite para el espacio y la sociedad; espacialmente no se acerca a las representaciones de la ruralidad, más bien, a una geografía de la desesperanza social, arenales, piedras, sol penetrante, desertificación, lo propio del sitio eriazo y lo contrario del vergel; socialmente es una comunidad de sobrevivientes, alejados de la cultura cotidiana del santiaguino y, a la vez, confinante con ella, sobreviviendo en una ruralidad relativa, en la precariedad del terreno baldío, y en el abandono de una identidad social. 

El “pueblo muerto” es un no-lugar, por supuesto que no en el sentido de sobremodernidad, que le conformaría en un espacio anónimo, sino en el sentido de lugar nunca reconocido socialmente, ya que es, en forma simultánea, naturalizado (puro entorno de río), frontera (sin significado unívoco) y ausente: nadie ve el pueblo, nadie sabe de él, nadie, ni ellos mismos, se identifica con él. Yo me voy a ir. ¿Dónde? Donde está la vida. ¿Y dónde está la vida? Allá afuera. Un no-lugar en el sentido absoluto del término. 

¿A qué se dedica Daniel SS en el pueblo? Se ocupa en el comercio de las piedras de río. Él junta piedras, esforzadamente lleva a pulso las pesadas piedras, una a una, hacia montones. A pleno sol y cuando llueve. Luego, trata de ofrecerlas cuando pasa algún santiaguino en sus grandes camionetas. Esa es su ocupación: un trabajo sin valor. Las grandes piedras del río pueden tener valor de uso, pueden prestar utilidad para alguna necesidad de consumo: ciudades enteras pueden construirse con piedras. Sin embargo, como valorización, las piedras carecen, casi totalmente, de valor de cambio. Las piedras del río están a disposición de cualquiera que se quiera llevar algunas. Es, en definitiva, un trabajo inútil y desvalorizado: en el lugar más abandonado y estéril del “pueblo muerto” (ribera del río), Daniel SS intenta valorizar lo que de hecho carece de todo valor. La piedra, elemento inerte, entra pese a todo a una economía –no productiva, sino significante. Producir para lo inanimado, existir para lo inservible, es el signo de un deseo: lo inorgánico, lo que no forma vida, lo duro, lo “petrificado”, lo cristalizado; la piedra es, para Daniel SS, simbolización de la muerte como su ansia, su pasión, su padecimiento y su frenesí más patético. 

  

Algunas miradas en la ciudad  

  

Naturalmente, el pejesapo es un personaje con historia personal y social –un sujeto histórico de la sociedad neoliberal. También, se puede señalar como un habitante urbano por definición, su existencia no se resuelve ni desenvuelve en el pueblo de la carburera: No sé cuánto tiempo llevo en esta hueá. Me voy a ir. No sé cómo chucha pero me voy a ir. 

Daniel SS estuvo en la cárcel, antes de re-nacer en el “pueblo muerto”. Él ha estado “frente a la muerte” y “frente a la locura”. Él ha sentido miedo y ha vivido en el infierno, para él la cárcel es lo mismo que un psiquiátrico. No tiene lo que podría llamarse un pensamiento “silvestre”, su identidad psíquica está atravesada por su paso por las instituciones totales: cárcel, sanatorio, manicomio, lo mismo da. La estructura de las instituciones totales trae necesariamente, en la sociedad contemporánea, la uniformidad de sus funciones y sus esquemas: el sujeto encerrado padece un mismo sistema de represión y de corrección. Sin embargo, la crisis de las instituciones totales, ocurrida en las últimas décadas, junto con el hundimiento del modelo estatal-desarrollista, deja el proceso institucional desordenado y produce una subjetividad no-regenerada, no-corregida.  

El individuo marginal, sujeto privilegiado de la normalización, en la sociedad neoliberal chilena ya no está encerrado, al contrario, es libre, circula: está en la ciudad. Así, lo atestigua Daniel SS, un incorregible. 

En el Santiago neoliberal, el pejesapo es libre de andar y transitar, en una micro “amarilla” y dormitando llega a la ciudad, desde el rancho de doña Alicia hasta el corazón mismo de una capital exitosa: el mundo progresa. Pero, aunque vive la ciudad en su ritmo y en su bullicio, él pertenece a la periferia urbana. Si el marginal neoliberal no logra normalizarse en las instituciones correccionales y se deja al movimiento de la urbe, eso no implica que cualquier sector urbano pueda habitarlo, identificarlo, servirle: existe la segregación socioespacial.  

Es en la periferia urbana donde se encuentra con su compadre Juanito, en una población amenazante y amenazada, dentro de un departamento de un block que ocupan sin permiso. Las ventanas cerradas, las cortinas bajadas, sin muebles, la luz muy leve. Afuera poca gente, es de noche, la luz amarilla de los faroles pareciera que no alumbra, una patrulla se ve a lo lejos. Están urgidos por fumarse unos “monos” y quedan “correteados”. Terminan de hablar encerrados en un baño. Así, de encierro en encierro: desde la institucionalidad disciplinaria –confinante– que ya no sirve, se pasa a la doble clausura neoliberal; apresamiento privado (baño, departamento, block) y separación urbana (población, villa, comuna, periferia). 

La economía neoliberal ha logrado ensanchar y deteriorar la periferia urbana, generando niveles de pobreza que pueden llegar al extremo. Por otro lado, este capitalismo también genera al sujeto marginal que habita esta periferia. El modelo post-fordista y la crisis de la clase asalariada asociada a la industria nacional: algunos de los fenómenos socioeconómicos que llevan al fin de la figura del obrero-masa. En su recambio llega el “obrero social”[4], el cual ya no tiene su centro en la fábrica sino en múltiples focos productivos y sociales. Más allá de la supuesta potencialidad política de esta nueva figura, se puede señalar que Daniel SS no es un proletario social ni menos un proletario-masa. Es un subproletario social: no es un asalariado puesto que no posee trabajo estable, tampoco trabaja desde la asociatividad y la cooperación, no es un microemprendedor y no tiene capital social. Vive de las oportunidades sociales y económicas que le brindan la periferia urbana y la ciudad, nada estable, nada duradero, no hay contratos, ni asociaciones, ni emprendimientos. Si se puede se roba, si se puede se trafica, si se puede se mata. Es una forma de “sobrevivencia”, aunque en un contexto neoliberal: se maneja información, códigos, normas jurídicas, y el fluir de la ciudad. Y como todo subproletario se está disponible, dado el caso, para servir de ejército industrial de reserva.         

Paradójicamente, Daniel SS tiene un hogar en la ciudad, un lugar para habitar y este es, quizás por las contradicciones del subproletario neoliberal, un departamento, en un block poblacional, perfectamente equipado y amoblado. Probablemente, el departamento pertenece a su esposa. La cónyuge del pejesapo es Jessica, una mujer con parálisis cerebral infantil, con la cual tuvo una hija, ahora en edad escolar.  

Así, en medio de la violencia y la exclusión de la periferia santiaguina, él posee un espacio y una familia que lo “esperan”. Quizá un deleite para el obrero-masa. Pero, el pejesapo reniega y repudia. Su pareja con discapacidad mental y física siempre lo “aguarda” (a veces por mucho tiempo), lo “cuida” (tiene una casa), le da descendencia, aunque también prevé el despropósito personal y social de él: Al final lo van a matar en la calle.   

En una de esas esperas de Jessica, Daniel SS conoce a Barbarella. Ella es una artista travesti que trabaja y vive en el circo-show fama, un circo de travestis. Un circo pobre que entretiene a la familia proletaria. El pejesapo se queda a vivir en el circo, junto a su amada/amado. Pareciera que para el subproletario social la saturación de significantes “femeninos” perturbara las reglas del deseo heterosexual. El arreglo significante de ella implica una redundancia que marca, en cada elemento, la “feminidad provocativa”, mas se posee un miembro fálico: hay una permisividad lógica de la sintaxis sexual.     

Finalmente, sobre la trayectoria social y urbana del pejesapo en la ciudad neoliberal, ¿cuál es la estructura cultural de lo que interacciona y lo que habita? Hay una cuestión básica y común que relaciona lo espacial y lo social: todas las relaciones que establece están marcadas por el estigma social. El estigma es “una clase especial de relación entre atributo y estereotipo”[5]; así, la sociedad genera ciertas estratificaciones de atributos sociales (color de piel, clase social, profesión, orientación sexual, etcétera) en relación al valor social. Todos los que entran en alguna categoría de atributos no deseados, son individuos estigmatizados, por “una indeseable diferencia”. 

Los habitantes de la periferia que interaccionan con el pejesapo son individuos estigmatizados: Juanito (drogadicto y traficante), Jessica (discapacitada mental y física), Barbarella (travesti) y el mismo Daniel (ex convicto, drogadicto, homosexual ocasional, asesino). Todos participan del estigma social, en un tránsito que va de lo “desacreditado” (estigmas visibles y evidentes) a lo “desacreditable” (estigmas ocultos y posibles de silenciar). Pero, en suma, todos son desacreditados puesto que habitan la periferia, son pobres, marginales, parte del subproletariado. El estigma de clase social los acompaña donde vayan, y es evidente, está en sus ropas, su lenguaje, sus gestos. El pejesapo transita por la ciudad, pero su lugar está en la sociedad de los desacreditados por la comunidad. 

Ante el fracaso de la normalización, por tanto de las instituciones totales, y, también, la carencia de normificación, por tanto de los aparatos ideológicos efectivos, la segregación social de la ciudad inunda la periferia urbana de individuos desvalorizados, en un cruce particular de la clase social, el delito y la anormalidad: ladrones, traficantes, adictos, prostitutas, travestis, cesantes, locos, minusválidos, en fin, marginales. Se producen, de este modo, unos márgenes estigmáticos. La ciudad al no poder contener la diferencia social y cultural, margina y segrega la otredad: en las zonas marginales se genera una acumulación de estigmas, de seres desacreditados. El espacio mismo queda estigmatizado. Quizá, en la ciudad neoliberal, la diferencia centro – periferia [6] no responda a criterios socioespaciales exclusivamente, más bien a una doble diferencia: normal/anormal y rico/pobre. Doble alteridad que, desde los márgenes, nos mira a los “céntricos” (normales y acomodados) como otra otredad.     

  

De la imposibilidad de unos ojos 

  

En estos márgenes estigmáticos se constituye una sociedad de desvalorizados: allí se comparte el estigma, hay una cierta igualdad radical frente a la estratificación normalizadora. Entre individuos desacreditados podría generarse una alternativa normativa, que rompiera el fatal proceso de prejuicio y contra-prejuicio que imponen las reglas sociales, lo que implica que hasta el individuo más estigmatizado desacreditará a otro estigmatizado, en un escalamiento de valores sociales que incitan a reproducir el papel del normal. En los márgenes estigmáticos podría quebrarse la lógica del atributo valorado y aceptado, rompiendo con la ideología histórica. 

Sin embargo, esta posibilidad política la película se encarga de derrumbar. Daniel es fiel representante de esta imposibilidad. Por ejemplo, su esposa Jessica le permite un “refugio”, y él la rechaza. Entonces, el pejesapo es un rechazado y un excluido, como tanto se ha dicho, y es, también, un rechazador y un excluyente.  

Después de que Jessica lo ha esperado, cuando vuelve de su romance en el circo, él le dice a la cara: A veces pienso que soy tan maraca como el maricón culiao que me pise en el circo. Pa la única hueá que sirven (…) Pa sacarles provecho. ¿Qué hueá me hay dado? Una hija (…) Ustedes no saben la hueá que uno siente adentro. No hay sido capaz de llegar al corazón mío (…) A lo mejor es mi forma de sobrevivir. Utilizándote a vos. Utilizando al maricón. Utilizando a mí compadre Juanito. Pa otra hueá no sirvo. 

Quizá el capitalismo y su penetración violenta en los márgenes urbanos, con la miseria y la precariedad que produce, con la carencia material y la segregación social, permite que estas zonas desacreditadas queden a merced de una fragmentación feroz y de una oposición visible –brutal– frente a las zonas prósperas. La otredad acumulada se transforma en múltiples otros: amenazantes, agresivos, distintos, contrarios. No hay comunidad posible. 

En una madrugada Daniel SS vuelve a su hogar, toma una mochila y se sube a un bus rural. Como huyendo de sus marcas sociales. ¿Tal vez volverá al pueblo de la carburera? Reiteradamente, se ha dicho que el apodo de pejesapo está dado por la característica de un pez híbrido y por la astucia que presenta en el ecosistema. Pero él no es un pejesapo. Lo Pejesapo es un signo asociado a los ojos de doña Alicia y don Melo, producto de una vida a la orilla del río: grandes, salidos, hinchados, vidriosos, acuosos. Los pejesapos, por extensión, son los habitantes del “pueblo muerto”. Es decir, una comunidad de sobrevivientes que se han estacionado después de una muerte, que, quizá, después tendrán esos ojos. Daniel SS tuvo la oportunidad de pertenecer, pero literalmente mató al objeto-signo. Crimen real y, a la vez, comunitario: ya no puede más integrar, convivir, enlazar, tendrá que seguir su camino de marginal urbano. Si el no poder morir por el río, es una metáfora del ser rechazado, entonces el poder matar a los del río, es una metáfora del ser rechazador.  

Y en la combinatoria de las dos cadenas simbólicas, acaece la historia, el devenir de una desvalorización que, en forma especular (el esposo frente a la esposa), le indica su lugar derrotado. Porque, al mismo tiempo de la experiencia histórica sobre la ciudad y la marginalidad, esta es una historia triste. Y como la tristeza, habla del extravío y de la pérdida.  

  

[1] Bachelard, Gastón, La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 62. 

[2] Cfr. Bachelard, Gastón, La tierra y los ensueños de la voluntad, México, Fondo de Cultura Económica, 1994. 

[3] Bachelard, Gastón, Op. Cit., 1965, p. 63. 2 

[4] Términos tomados de Negri, Toni, Fin de Siglo, Barcelona, Paidós Ibérica, 1992. 

[5] Goffman, Erving, Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2003, p. 

[6] Claramente no toda la “periferia” de la capital es marginal, aquí me refiero a la periferia popular, en este sentido el “centro” hace referencia a los sectores medios y altos, independiente si existen espacialmente en el centro o la periferia de la ciudad. 

 

Las normas al vestir: una información visual para clasificar. Chile, siglos XVIII y XIX

Crítica.cl 
02/05/2022 
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Resumen 
En este artículo se realiza un análisis histórico del vestido femenino en la sociedad colonial tardía: el estudio de la moda local a fines del siglo XVIII es un aspecto de mayor relevancia, porque el vestido femenino dejaba ver las piernas de las mujeres. También, este trabajo desenvuelve un examen del uso de las telas, las que eran un factor de diferenciación social. Finalmente, el ensayo desemboca en un conjunto de reflexiones sobre el traje y las telas en el marco de la clasificación de los grupos sociales. 

1.- Introducción[1] 
Quizá no sería aventurado decir que el objeto y el cuerpo es lo primero que emerge a la mirada en una interacción social. Cuando un individuo está frente a otro individuo, se produce una relación social, en donde la percepción visual recoge, entre otros aspectos, a las funciones-signos[2]: se trata de objetos que poseen una significación relativa a su función concreta, sin embargo, un conjunto de otros significados viene a agregarse, configurando una connotación cultural. Estas convenciones semánticas se relacionan, por ejemplo, con el estatus social, con el grupo de referencia, con la clase social, con la cultura urbana, entre otros signos que surgen de la utilización de objetos socialmente valorados: “todo uso se convierte en signo de ese uso”[3]. 

En las sociedades de la época moderna, el traje fue un modo de clasificación de los grupos sociales. En un tipo de sociedad donde aún no existían mecanismos exactos de identificación personal y donde, además, el avance del capitalismo mercantil producía una serie de trastornos en la composición de los grupos sociales, era imprescindible ocupar marcas observables para establecer certezas de la ubicación de los individuos en la estructura social. 

Por medio del traje se expresan las diferencias culturales, las pertenencias sociales y los oficios practicados. El vestuario manifiesta signos convenidos que posibilitan su inserción en un determinado constructo social: el vestido, por un lado, emite información visual y, por otro lado, emana información verbal[4]. Con ambos tipos de información es posible clasificar a la población. La diferencia entre la emisión y la emanación de los signos se refiere al carácter voluntario (emanar) o involuntario (emitir) de la información social. 

En su conjunto, el vestuario ayuda a conformar una identidad social, en el sentido que le da Erwing Goffman a esta noción[5]: se trata de los signos visuales –a los que Goffman llama símbolos– que emite y emana el individuo, y que lo conduce a la distribución en diferentes categorías sociales. Así, la identidad social surge de una información codificada sobre la base de los símbolos que utiliza el individuo: la visibilidad de las marcas simbólicas permite que, en el marco de una interacción social, los individuos sean clasificados en categorías sociales acreditadas y, también, en categorías sociales desacreditadas. 

Así, la indumentaria pertenece a un orden axiológico[6]: está formada de valores colectivos, los que se traducen en normas, prohibiciones, regulaciones; cada prenda de determinada tela se combina y se porta según un marco reglamentario, el que varía debido al período histórico, del estrato social, de la zona geográfica, entre otros factores. Ese ordenamiento normativo es aquel que interesa a este estudio: el traje entre el orden social y la contingencia histórica. Entonces, este ensayo no es un análisis estructural ni tampoco una historia de corte tradicional. 

2.- El vestuario femenino de la clase opulenta 
Hablo de clase opulenta para referirme a los grupos que estaban en la cima de la jerarquía socioeconómica. La opulencia era definida en 1817, como “abundancia, riqueza y sobra de bienes”[7]. La clase opulenta, entonces, era un conjunto social donde sus miembros interaccionaban con otros linajes, los que también vivían en la abundancia de bienes: existía una endogamia grupal, lo que incluía al matrimonio. Estos bienes no solo eran mercancías con un valor uso, eran unos bienes simbólicos, entregando el prestigio social para los gozaban de estas mercancías. La clase opulenta era, sin duda, un grupo que poseía una suma de privilegios sociales: tenía el derecho de fundar linajes, por medio de los mayorazgos y de la compra de títulos de Castilla, además, de las diferentes estrategias para ocupar los cargos locales. En este sentido, su opulencia la situaba en los estadios más encumbrados de la estratificación social, junto a los altos prelados de la Iglesia y a los grandes funcionarios de la Corona. 

Los bienes simbólicos que utilizaba la clase opulenta podrían corresponder a lo que llamo mercancía barroca: esta mercancía, por un lado, poseía un valor de cambio variable –a diferencia de lo que ocurre en el capitalismo industrial–, ya que las rutas comerciales estaban conformadas por largos y sinuosos caminos interregionales, junto con las peligrosas vías marítimas, por otro lado, tenía un valor de uso que cubría una necesidad concreta, empero, este configuraba una entidad colmada de representaciones sociales: la función se “fusionaba” con el pensamiento alegórico, la cosa pasaba a formar parte de abigarradas imágenes, la sociedad colonial tardía en cuanto a sus objetos era exuberante e imaginativa. 

En el final del período colonial chileno, el vestido femenino de la clase opulenta manifestaba una serie de marcas locales, las que permitían conformar una indumentaria adaptada de un modo específico. ¿Cuáles fueron los orígenes del traje femenino chileno de la segunda mitad del siglo XVIII? Antes de responder a esta pregunta fundamental, se hace necesario analizar las características particulares de ese vestido. 

Es importante señalar que las mujeres chilenas de la clase opulenta utilizaron cuatro vestimentas, o como se les nombraba, cuatro hábitos[8]: para estar en la casa, para salir a la calle, para ir a la iglesia, y para visitar otras casas. La característica esencial de estos vestuarios consistía en que dejaban ver una parte o la totalidad de las pantorrillas. Quisiera interpretar los símbolos de algunos de estos vestidos de fines de la sociedad colonial: específicamente el vestido de casa y de calle. 

Primero, la extensión y la anchura del faldellín. En pocas décadas –entre 1770 y 1790– las faldas aparecen en algunos grabados con diferentes largos y anchos[9]. El ancho de las faldas –conseguidos a través del uso de diversos tipos de miriñaque– como el largo de estas, permitían consolidar la naturaleza local de la moda chilena. 

Segundo, la presencia del delantal. Este detalle claramente remitía a la diferencia entre la vida pública y la vida doméstica. Pero, esa no era la única significación del delantal, puesto que al interior del espacio privado las mujeres transitaban ejerciendo unas labores doméstico-administrativas: se trataba de un rol social. Entonces, se podría analizar el delantal como el símbolo del papel social de celadora de la moral y de la economía del señor de la casa. 

Y tercero, la diferencia con la servidumbre. La hechura de los vestidos de los sirvientes, junto a su diseño, se relacionaba con una simetría de los opuestos: eran similares, pero con diferente calidad y con menos detalles. Por ello, el vestido servicial era un signo de alteridad, aunque también de una pertenencia: las sirvientes eran la alteridad, pero en el seno del espacio familiar[10]. 

Entonces, como se deja ver en las imágenes 1 y 2, los faldellines recogidos y abultados eran una de las marcas simbólicas que permitían diferenciar el traje femenino aristocrático. Ahora bien, ¿cómo surgió esta peculiaridad vestimentaria que usaron las mujeres chilenas desde la década de 1770? 

El vestido femenino europeo durante el siglo XVIII sufrió alteraciones diversas. En Francia, a mediados del siglo XVIII, la mujer de la alta nobleza ocupaba telas livianas, miriñaques simples, y dejaba ver solamente los zapatos. Sin embargo, la moda francesa –que era la que marcaba la pauta para el resto de Europa– experimentó, en unos cuantos años, diversos cambios: las tendencias de la moda se desenvolvieron rápidamente, sobre todo, a partir de 1770. 

Producto de las relaciones constantes entre la nobleza francesa y la nobleza de Europa oriental –como, por ejemplo, fue el matrimonio entre Luis XV y la princesa polaca María Leczinska en 1725, o también la occidentalización que ejerció en Rusia Catalina II desde 1762–, el traje femenino francés lentamente comenzó a adaptar y a adquirir elementos del vestido de la nobleza europea oriental. 

Así, entre 1772 y 1774 apareció el llamado vestido a la polaca. En la imagen 3, es posible observar las formas del vestido a la polaca. Este vestuario se utilizó hasta 1780, ya que alrededor de esa fecha empezaron a ponerse de moda otros vestidos de raigambre oriental. El vestido a la polaca iba ceñido al busto; la falda constaba, por la parte interior, de unos cordones que permitían recogerla formando faldones redondeados más o menos grandes; las mangas llegaban hasta el codo y estaban adornadas con bullones de gasa; el escote de los vestidos podía ir ribeteado con un cuello levantado. He aquí la estructura básica del traje a la polaca. 

En los grabados del vestido que usaban las mujeres chilenas, las faldas voluminosas que dejaban ver las pantorrillas constituían, al parecer, una adaptación del vestido a la polaca. Se podría decir: era una singularidad que se enraizó en la sociedad chilena hasta, al menos, 1810 –duró más en Chile que en Europa, y también tuvo varias acomodaciones locales. Además, un tipo similar a esta falda a la polaca se halla en los dibujos de la visita a su diócesis (entre 1780 y 1790) que realizó el obispo de Trujillo (Perú), Baltasar Martínez Compañón. Hablo de similitudes con el vestido a la polaca, no en un sentido material ni formal, sino en el detalle del vestido, es decir, en la característica principal y esencial de dejar ver parte de las piernas de la mujer –un aspecto morfológico del faldellín que, en Perú y en Chile, rompió los cánones estéticos, por ello la importancia de su estudio. 

Por ende, se puede generar una asociación hipotética sobre el origen de la particularidad chilena. Por un lado, la monarquía borbona –por su origen francés– también adaptó el vestido a la polaca, entonces, fue una moda, se podría decir, hispanoamericana. Por otro lado, el contrabando francés fue un medio de difusión de la moda francesa, aparte de un modo de adquirir piezas vestimentarias del ambiente aristocrático francés. Este contrabando, con sus telas finas y su moda, tuvo una primera adaptación en el Virreinato del Perú, donde las mujeres jóvenes y las criadas lo adoptaron y lo usaron, mas no las mujeres opulentas adultas. Esta misma moda tuvo su segunda adaptación y su uso generalizado –tanto en edades del vestido como de las clases sociales del vestido– en la Capitanía General de Chile. 

Como si fuera una corriente social inexorable e indiscutible, poseedora de una fuerza transformadora, las mujeres chilenas dejaron de usar el traje local de la segunda mitad del siglo XVIII. Aquella pintoresca adaptación vestimentaria, dio paso a una occidentalización (a partir del año 1810 aproximadamente). Desde ese momento en adelante, el traje femenino trató de ajustarse a las normas de la estética europea. 

3.- Ropas de la tierra, ropas de Castilla y el hospital 
En este apartado, deseo profundizar en el modo en que los “pobres” eran categorizados por la institución de la caridad y sus normas sociales –donde se incluía, por cierto, al uso reglado de las telas y de los vestidos. Específicamente, este análisis se desenvolverá en el marco del hospital San Juan de Dios de Santiago. 

En el hospital San Juan de Dios la primera clasificación de los enfermos se situaba en relación con el espacio arquitectónico; las salas donde yacían los pacientes se dividían en las siguientes categorías: la sala de hombres españoles, la sala de mujeres españolas, la sala de hombres indígenas, y la sala de mujeres indígenas. 

Esta división se simplificó desde el año 1782, puesto que en esa fecha comenzó a funcionar el hospital San Francisco de Borja, cuya especialidad eran las mujeres, en tanto que el de San Juan de Dios quedó solo para los hombres. Así, las salas de pacientes se repartieron entre los hombres españoles y los hombres naturales –este último término se refería a los pacientes indígenas. 

El hospital San Juan de Dios era administrado por una orden religiosa: la orden homónima, cuyo origen se remonta a la España del siglo XVI. Había, entonces, una administración conventual, donde el hospital era también un convento de los religiosos mencionados. Ahora bien, al tratarse de un establecimiento hospitalario recibía una parte de los diezmos[11], por la gracia del rey refrendada en las reales cédulas sobre hospitales y lugares de piedad[12]. Así, por estar dotado por la monarquía, el hospital se hacía parte del derecho de patronato: el hospital podía ser constantemente vigilado, controlado e inspeccionado por representantes del rey. 

El modo más efectivo de inspeccionar al hospital eran las visitas que realizaban distintos funcionarios y delegados de la monarquía[13]. En la visita de 1758 –efectuada por el maestre de campo Francisco Xavier Errázuriz, acompañado por el escribano del cabildo– aparece de manera clara y detallada algunas de las diferencias en el internamiento de los enfermos[14]. 

Por ejemplo, las diversas salas de pacientes eran distintas en cuanto a las imágenes religiosas y a su tamaño –esto último implicaba diferencias en el número de camas por sala. También, existían características similares, como la estructura de la cama y su decoración. Sin embargo, en el transcurso del siglo XVIII una diferenciación sociocultural, de carácter fundamental, se producía en torno a las identidades sociales de los enfermos. 

Para los enfermos españoles: las sábanas, las camisas de dormir, las fundas de almohadas y los cojines, eran hechos de telas de Ruán. Para los enfermos indígenas: las sábanas, las camisas de dormir, las fundas de almohadas y los cojines, eran hechos de telas de Tocuyo. 

Las telas de Ruán eran finas, se tejían en la ciudad de Ruán (Francia), y su materia prima era, comúnmente, el lino. En cambio, las telas de Tocuyo eran unas telas bastas y ordinarias, corrientemente tejidas con el algodón. Las telas de Tocuyo conocieron una larga historia en América hispana. En un inicio, las telas de Tocuyo eran fabricadas en los talleres manufactureros en la ciudad de Tocuyo, en Venezuela. Luego, la producción de la tela se trasladó a otras regiones de América española, como México, Perú y Ecuador. Ahora bien, a pesar de las diferencias entre ambas telas, en las dos se produce un género más o menos flexible y ligero, particularmente adaptado para elaborar sábanas o camisas de dormir. 

Cabe preguntarse: ¿cómo estas telas llegaban al hospital y abastecían a la ropería? En el transcurso del siglo XVIII, las telas europeas sufrieron una baja de precios muy considerable, por diferentes factores mercantiles. La expansión colonial occidental en América implicó la importación de telas de buena calidad para la población que tenía recursos económicos (telas de Bretaña, telas de Ruán, telas italianas, etc.), y esto fue un factor de desarrollo de las manufacturas europeas, así como de los mercados comerciales[15]. 

Por otro lado, las telas bastas también tuvieron una baja de precios, junto a una disponibilidad mayor en el mercado. En un comienzo estas telas de fabricación americana eran producidas en grandes talleres manufactureros que mantenían los propietarios rurales, en sus haciendas, con el trabajo indígena. Estas manufacturas eran llamados obrajes, los que fueron muy rentables en Ecuador y en Perú hasta el siglo XVIII. En el curso del siglo XVIII, los cambios en el mercado interregional e internacional produjeron un desplazamiento desde los grandes talleres hacia los talleres domésticos y, también, hacia las manufacturas más pequeñas (chorrillos)[16]. 

Coloquialmente, las llamadas ropas de la tierra eran las producidas en América, en tanto que las ropas de Castilla se referían a todas las telas importadas de todo Europa. A fines del siglo XVIII las telas –tanto europeas como americanas– arribaban al hospital a un buen precio y con una oferta amplia. Teniendo en consideración estas situaciones comerciales, quisiera ahora efectuar un pequeño ejercicio cuantitativo[17]: a partir de una muestra de 47 meses, entre octubre de 1787 y agosto de 1791, desearía analizar los precios de las telas, para de este modo entender las diferencias culturales en el hospital a fines del siglo XVIII. Claramente con una muestra tan pequeña no es posible observar tendencias en el largo plazo; se trata, más bien, de una fotografía a la realidad hospitalaria. 

Si se hace una comparación entre los gastos totales en vestuarios y en ropas de cama para los enfermos con los gastos en telas de Ruán y en telas de Tocuyo, se repara que los gastos en telas corresponden a un margen reducido de los gastos totales. En promedio, las telas de Ruán representan el 28,1% y las telas de Tocuyo representan el 13,7%. 

Si se calcula la diferencia de precio entre una vara castellana de tela de Ruán y una vara castellana de tela de Tocuyo[18], se encuentra que en 1788 la diferencia es de 2 reales, en 1789 la diferencia es de 2 reales, en 1790 es de 1 real, y en 1791 es de 1 real[19]. Así, la tela de Ruán, en promedio, cuesta un 8% más cara que la tela de Tocuyo. Se trata, entonces, de diferencias de precio muy mínimas. 

Ahora bien, se puede construir el precio promedio de una cama de español y de una cama de indígena, para los años 1788 y 1789, dado que por esos años existen muchos datos desagregados. La diferencia de precios por cama es de 1 peso y 3 reales en 1788, y de 2 pesos y 2 reales en 1789. Así, en promedio una cama de español cuesta 11,5% más cara que una cama de indígena. Se trata todavía de diferencias muy mínimas. 

Para concluir este apartado, deseo levantar algunas conclusiones culturales sobre las diferencias de telas, en el contexto del hospital. El pequeño ejercicio cuantitativo tenía por objetivo señalar la débil diferencia de valor entre las telas de mayor calidad y las telas ordinarias; también, señalar la diferencia pequeña de los precios promedios por cama de español y por cama de indígena. 

Pero, entonces, dada la relativa igualdad de precios de las telas, ¿por qué el hospital continuaba en la adopción de esta distinción social? 

El período que se ha estudiado corresponde a un momento histórico en el cual la baja de los precios de las telas cambiaba las antiguas certezas del siglo XVII y de una buena parte del siglo XVIII: por ejemplo, una jerarquía social clara a partir del vestuario. Las transformaciones del mercado local y supralocal produjeron una mutación en las identidades sociales. 

Entonces, adoptando las distinciones de telas, el hospital no actuaba como un reflejo de la realidad social, más bien proponía y creaba una realidad, donde existía una separación neta al interior de una comunidad social y política. El hospital cumplía su misión de asistir a los enfermos, y también creaba la categoría social de una pobreza diferenciada culturalmente. 

Se trataba de una comunidad social y política que tenía para cada individuo un lugar bien definido: la república de españoles –más perfecta– y la república de indios –más imperfecta y, sobre todo, más miserable–[20]. La idea de dos repúblicas bajo una misma monarquía se apoyaba en las teorías jurídicas del siglo XVI, las cuales encontraron su apogeo en la obra de Juan de Solórzano y Pereira (1647). Así, el uso de las telas diferenciadas respondía a esta exigencia de enviar a cada uno a su estatus social y jurídico apropiado. 

4.- Algunas normas en la sociedad republicana 
Los miembros de la clase poderosa, ya sea en la plaza como en el paseo, compartían el espacio social con los pobres, representados por los vendedores ambulantes, por los peones y por otros curiosos. Los pobres eran quienes más permanecían –producto quizá de la coacción laboral– dentro la convención tradicional del vestuario. Mientras la clase opulenta se vestía según la norma occidental, y bastaba con eso para que fuera clasificada de elite, los pobres se disgregaban en una multiplicidad de identidades sociales. 

Cada uno de los miembros estaba identificado: por el sombrero se podía individualizar a los peones, a los vendedores, a los capataces, a los mineros, etcétera. Los distintos sombreros eran unos símbolos que reafirmaban la clasificación social de los miserables: las identidades sociales de la clase pobre se visualizaban por medio del oficio que practicaba cada individuo. 

En el caso de los mendigos, se les obligaba a utilizar un distintivo de metal en sus ropas, luego de que las autoridades hubieran verificado de que se trataba de un buen pobre[21], vale decir, que era un individuo que no fingía ni engañaba, en cuanto a sus ruegos cristianos y a sus desperfectos corporales. 

Pero, también, existía una coerción relativa a otros grupos sociales. En 1823, en el llamado Estado moralista, a algunos individuos se les imponía usar, en la esfera pública, un traje característico: a los clérigos, a los religiosos, a los empleados públicos y a los magistrados. Estaban penados aquellos que salían al espacio público sin sus vestimentas propias, como aquellos que no les daban un trato deferente cuando estos individuos estaban ataviados con sus trajes en las calles y en los paseos[22]. Es más, el mismo director supremo tenía que usar un vestuario distintivo[23]. 

Estos cambios, claramente, configuraron unas nuevas identidades sociales, con sus correspondientes transformaciones en la información visual. Este estado social duró hasta la llamada cuestión social, es decir, hasta la década de 1860 en adelante: desde ese momento histórico, los símbolos identitarios fueron alterados, en una mezcla social que incluía a diferentes grupos pobres, proletarios, marginales y campesinos, perdiendo casi todo sentido la indumentaria para clasificar social y culturalmente. 

5.- A modo de conclusión 
La moda es un fenómeno social que se caracteriza por lo momentáneo: la moda cambia constantemente de manera rápida, producto de la necesidad de aumentar la ganancia en la industria de telas y de vestuarios. La moda, entonces, constituye una experiencia efímera, sobre todo en las sociedades contemporáneas. A pesar de que la rapidez del cambio es menor en el período que se estudia en este ensayo, igualmente la moda de esa época se transforma radicalmente, dictando, en cada lapo de tiempo, las normas de uso vestimentario. 

Un problema esencial en la moda consiste en determinar la estructura que subyace a aquella multiplicidad de tendencias sobre la utilización del vestido[24]. Por tanto, se trata de extraer, dentro de lo efímero, las bases sociales que organizan la continuidad y el cambio en la sucesión de los vestidos. Así, se puede plantear que la moda es una expresión pasajera, variable y múltiple, la que afecta –sobre todo, en la época estudiada– a los grupos que se hallan en la cima de la jerarquía social. En este sentido, la moda se impone en las elites, y es una manera de separarse rotundamente del resto de la sociedad. La moda no es universal, sino que clasifica a ciertos grupos privilegiados. 

Sin embargo, las clasificaciones sociales –por medio del traje y las telas– son muy diversas, más que las presentadas por la moda: los pobres y los campesinos, por ejemplo, no siguen una moda, más bien usan vestuarios que responden a otras lógicas. Entonces, bajo la moda o no, lo fundamental es analizar las estructuras sociales que están funcionando en las normas vestimentarias, sin caer en un análisis estructural, porque la historia, el devenir de lo contingente es fundamental. 

5.1.- Las diferencias verticales 
Se observó que la tendencia de los precios de las telas era a la baja a fines del siglo XVIII. No obstante, eso ocurría con ciertos tipos de telas, ya que existían telas muy refinadas, a las que solamente podían acceder los miembros de la clase opulenta: el tafetán, el brocado, la seda, la imperiosa, el sayal de la reina, la princesa, la lustrina, el carro, entre otras telas muy finas; todas ellas poseían un valor alto, sobrepasando los 100 pesos por prenda[25]. 

Así, frente a las prendas bastas y burdas de los pobres, la clase opulenta producía, con sus trajes exclusivos y a la moda elegante, una ostentación: “manifestación de lo que es digno de verse, y que corresponde al estado de cada uno”[26]. Para la clase opulenta, entonces, la ostentación era necesaria para marcar las diferencias económicas con el bajo pueblo: estas diferencias eran de una naturaleza absoluta y excluyente, puesto que ningún miembro del estado plebeyo podía usar sedas o brocados. 

Por otro lado, las diferencias económicas eran, también, diferencias culturales: las maneras de vestirse implicaban una serie de identidades sociales, donde una de las principales se refería a la jerarquía social. Cada una de estas identidades sociales era una unidad en sí misma, pero había relaciones jerárquicas entre ellas. Así, se habló de un umbral social de la pobreza –tanto en la caridad como en la servidumbre. En este sentido, existía una verticalidad en las categorías sociales, donde lo acreditado, culturalmente, estaba con relación a las pautas de la clase opulenta. 

5.2.- Las diferencias horizontales 
Para el orden social de los siglos XVIII y XIX, era importante categorizar a quienes estaban abajo en la estratificación social: se trataba de grupos similares en cuanto al estrato social, pero bastante diversos entre sus componentes. Era, en el fondo, una clasificación social de los pobres, algo fundamental en una sociedad donde el capitalismo mercantil –y, luego, el industrial– modificaba las seguridades relativas a la composición de los grupos sociales: fue una época de grandes transformaciones sociales, en la cual los pobres y los marginales rondaban las ciudades –peligrosamente, según las autoridades. 

En el caso chileno, en el siglo XVIII se dividía, claramente, a los pobres –con sus respectivas normas vestimentarias– entre el populacho anónimo, los pobres de la caridad, y los sirvientes. Esas eran las grandes clasificaciones del bajo pueblo. Pero, un factor que complicaba esta categorización era aquel relacionado con las castas: podían darse dobles identidades, por ejemplo, pobre y mestizo. Luego, en el siglo XIX las clasificaciones sociales del pueblo fueron ampliadas y complejizadas, por medio de signos como el sombrero, los que venían del siglo precedente, pero que fueron consolidados en la sociedad republicana. 

5.3.- Las diferencias de época 
La moda femenina chilena tuvo, durante los siglos XVIII y XIX, un rol fundamental en tanto que señales de la occidentalización de la sociedad chilena. Estas marcas presentaban, para el ambiente social refinado de la clase opulenta, una creciente adopción de la moda occidental y, por ende, un mayor acercamiento a lo que se consideraba moderno. 

La gran separación entre épocas, según el uso y la estética del traje, se produjo entre la moda colonial y la moda imperio: en ese momento, comenzó una modernización equilibrada en la indumentaria de las elites, sobre todo en el vestido femenino[27]. La occidentalización del vestido era, por cierto, la expresión de una colectividad que cambiaba al ritmo de su inserción en el mercado capitalista: un mercado cada vez más abierto en relación con las tendencias del traje. 

5.4.- Las causas sociales de las diferencias 
El vestuario siempre simboliza: no solo es una función, un artefacto que cumple un objetivo, sino que también está emparejado con un conjunto de significaciones. Y esta característica va más allá de la moda: las comunidades han simbolizado con el vestuario, sin tener relación con la moda. La moda es una parte del traje, jamás su totalidad. 

Todo grupo social requiere diferenciarse de los otros grupos. Por ello, cada grupo de la sociedad genera una identidad social, la que, como se vio, se basa en la información visual, donde se incluye de forma esencial el traje. Es una organización social, un modo de articular la vida social. 

Por ejemplo, si se toma el caso de un hospital moderno, a través del vestuario se pueden identificar a los médicos, las enfermeras, las matronas, los nutricionistas, los laboratoristas, entre otros empleos. Esta forma de diferenciar, socialmente, con el uso de la indumentaria, en los siglos que se han estudiado en este artículo, fue una tarea de carácter generalizado. El vestido daba la información necesaria para reenviar y reafirmar la identidad social. El grupo creaba un conjunto de signos visuales, con los que se caracterizaba y se identificaba, y gracias a esos signos, en una interacción social, el individuo volvía a su nicho social, era reasignado a su grupo de pertenencia. Entonces, entre la identidad social y la información visual, había una circularidad. 

En épocas de crisis de la clasificación social, esta información visual se convierte en un elemento indispensable para categorizar a la población. Un período histórico de crisis en la clasificación social se produce cuando se rompe la circularidad de las identidades sociales. 

Así, en la sociedad chilena, a fines del siglo XVIII, se produjo una crisis de las certidumbres colectivas, con la baja de precios en las telas. A pesar de que las elites ocupaban unas prendas inaccesibles para los otros grupos sociales, a nivel de las capas medias y bajas de la escala social, la utilización de los vestuarios era complicada en términos de sus similitudes. Entonces, un pobre vergonzante o un español de mediano ingreso, podía perfectamente confundirse con un mestizo, poniendo en una indiferenciación social a estas identidades visuales. 

Una salida a esta situación de mixtura social fue la que ocupó, el hospital San Juan de Dios. En este hospital, independiente de la información visual de cada paciente, se simplificaban las categorías sociales, quedando reducidas a dos: españoles e indígenas. Para cada una de estas categorías, se imponía una realidad social, la que estaba representada por la utilización de determinadas telas. A falta de esa división clara en la sociedad, el hospital la implantaba. 

Por último, es preciso señalar que esta manera de diferenciar a la sociedad transita por diferentes tiempos y espacios. Sin embargo, sus mecanismos pasaron por períodos de crisis muy amplios –mayores y más profundos que los analizados en este ensayo. Sin ser totalmente exhaustivo, se pueden mencionar los siguientes: primero, la cuestión social del siglo XIX, donde los pobres entraron en un movimiento social que los mezclaba visualmente; y segundo, nuestras sociedades de consumo, donde los individuos se han emancipado para generar sus propias y exclusivas identidades sociales y culturas de pertenencia. 

6.- Anexo: Imágenes 

Imagen 1: Trajes de los habitantes de Concepción 

 

]Imagen N° 1: Trajes de los habitantes de Concepción   

Fuente: Conde de La Pérouse, Voyage de La pérouse autour du monde, París, 1797 

  

Imagen 2: Tertulia hacia 1790 

[  

Fuente: Claudio Gay, Atlas de la historia física y política de Chile, París, 1854 

  

Imagen 3: Vestido a la polaca 

]  

Fuente: Revista de Modas (ca. 1780) 

  

  

Imagen 4: Mulata del Perú 

  

Fuente: Códice Martínez Compañón (ca. 1782-1785) 

  

Imagen 5: Carretero y Capataz