Bifurcaciones.cl
Revista n.º 9, del 2009
No hay cobijo
Alguien dice algo: Me mato. ¿Qué vale la vida? Para él nada. Es la sentencia del viejo Melo frente al suicidio frustrado de Daniel SS. La muerte impedida, anulada, reprimida por las corrientes fatales del río Maipo, es el comienzo del relato: recurso que, puesto en el origen de la narración, ejerce de condición metaforizante de los avatares del pejesapo; especie de cláusula que marca ferozmente, en una analogía a la vez evidente y brutal, las acciones con un doblete, un sobrante, que a cada paso de Daniel SS hay un indicio que nos recuerda que él es un rechazado. Fue rechazado por un río, que no le permitió la muerte deseada, es decir, fue repudiado y negado por un elemento natural, ¿por qué no sería expulsado por el elemento social: la ciudad, la economía, nuestra civilización? Sin embargo, no basta con decir que es un excluido. Sería muy sencillo. Para hablar de marginalidad hay que habitarla, vivirla interiormente, desde la inmanencia. Por tanto, más que un relato de un excluido, más que una vida, unas aventuras de un marginal, esta es una Historia: ligada aciagamente al espacio y al valor social, que, en una noche de tormenta entre caballos desbordados, nos ofrece el presagio y el destino, una pasión.
Esta película de José Luis Sepúlveda (Chile, 2007) cuesta experimentarla: las técnicas cinematográficas elegidas producen un efecto que se encuentra en el polo opuesto de un “realismo mágico” o de un “surrealismo”; constantemente se ha hablado de la crudeza del texto y el relato, de la suciedad de la imagen, de una cierta “anti-estética”. Se ha planteado que este cine inclemente y desaseado provendría de su parentesco con el documental o de una intención política de no-ficción, de su vocación independiente que no transa con los criterios comerciales del cine, y, además, que nace de la realidad social que refleja: dura y ruda por sí misma.
Es una película engastada en las condiciones sociales, en una infraestructura social que sirve de contexto y de limitación a la actuación de los eventos. La inserción en esa matriz social, por parte no de los personajes sino del espectador, es, cinematográficamente hablando, uno de los logros más interesantes del equipo. Al mismo tiempo, la poética está presente en todo el film, porque fue delirantemente construido.
En medio de la inclemencia social que muestra y de la dureza cinematográfica, que es su propuesta estética, existe una oblicuidad manifiesta que nos remite al imaginario y a la ideología; hablar por medio del exceso simbólico, entremedio de los rigores materiales y marginales del neoliberalismo.
Es en una “mediagua” donde Daniel SS le pide a doña Alicia que le dé alojamiento, es decir, en un lugar representativo de los sectores populares y marginales. El hecho de que doña Alicia y don Melo vivan en una vivienda informal no tiene nada de transgresor, puesto que es un aspecto integrado a la realidad popular, tanto histórica como espacialmente. No obstante, esta vivienda precaria no es parte de una escenografía, sino que existe, es real. Aquí no estamos asistiendo a una representación de lo popular, sino que constituye una inmersión espacial y material. Al igual que doña Alicia y don Melo no son “actores profesionales” representando a los habitantes de una “mediagua”. Este es un gesto básico que recorre la película.
Pese a toda la precariedad de la mediagua, es muy densa en términos significantes. La vivienda popular de doña Alicia está construida de partes de madera, techos de plástico, paredes de latones, frazadas y trozos de género como puertas: capa sobre capa, pedazo sobre pedazo, trozo sobre trozo, en definitiva, signo sobre signo; es la sobreabundancia de unos significantes incompletos y precarios que arreglados, en un conjunto, llevan a la connotación de lo grotesco como solución habitacional. Es como si la pobreza no solo tuviera un significado en la precariedad y en la fragilidad, sino que estuviera marcada por unos signos desmesurados que indican y señalan una deformidad, porque justamente escapa a la planificación racional.
Esta precariedad connotada aparece en forma más clara en la solución habitacional ultra frágil que le da doña Alicia a Daniel SS frente a su petición: una especie de “chocita”. Cuatro “palos parados” que sostienen grandes pedazos de nylon que sirven de paredes y techo, otro en el suelo para cubrirlo, un pedazo de calamina de plástico y un trozo de saco hacen de cama y cobertor. Pero, ¿no es en estos pequeños espacios frágiles donde el individuo podría encontrar un refugio y un alivio? Según el análisis de Gastón Bachelard, en la pequeña cabaña y, sobre todo, en la “choza”, se encuentra un espacio que llama a la conciencia a un centro tranquilizador: en la imaginación juega con los rastros primitivos y legendarios del “hogar”. La soledad y la simplicidad de la “choza” generan un ensueño de lo primigenio, de lo absoluto del habitar, “una zona de protección mayor”[1].
Yo no quiero vivir más en esta miseria, declara el pejesapo. Para él, no existe la primitividad del refugio a través del ensueño. No es una cuestión exclusiva de la forma o de los materiales con que se construye la “choza”. El problema es, al parecer, una cuestión sociológica. La imaginación, en este caso, no se deleita en el refugio simple ni encuentra una soledad primigenia, ya que está determinada por los recuerdos positivos: falta de intimidad, precariedad de la existencia, la amenaza del entorno. La percepción está determinada por las condiciones materiales y sociales, por tanto es anterior y moldea la imaginación. Es el contrario de la teoría de Bachelard, para quien la imaginación es anterior (más primitiva) que la percepción real [2].
Para mí esto no es miseria, dice la señora Alicia. En su mediagua encuentra soledad y retiro, un refugio, pero constituye una pobreza sin magia (ensueño) porque es una intimidad acechada, de lo cual Daniel SS y el pueblo de la carburera atestiguan. También, es el contrario de la cabaña solitaria y primigenia: “tiene una feliz intensidad de pobreza. La cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”[3]. Quizá se podría decir que el planteamiento de Bachelard es un pensamiento burgués, en el sentido de que una vida acomodada puede soñar lo primitivo del cobijo.
El tiempo de una piedra
No solo no hay un refugio donde tranquilizar la conciencia, tampoco hay espacio-tiempo como coordenadas para el individuo y el grupo, como indicadores de la dirección existencial y del desarrollo social. No hay señales básicas de la civilización moderna, aquella que “evoluciona”.
Cuando en la subida de tierra que va desde la carburera hasta el “pueblo” Daniel SS se encuentra con la mujer lugareña, se muestra que, en ese asentamiento cercano al río, las nociones temporales son disputadas, cuestionadas. Ella le dice: llegaste el 23 de junio del 95. Él piensa que llegó el 99. Discuten en una noche fría el tiempo exacto del arribo del pejesapo: yo no puedo haber llegado el 95. No hay consenso. Sin embargo, no es solo una confusión o una desorganización mental de un individuo, al parecer no se percibe (socialmente) la objetividad moderna que da a los instantes una dirección y una duración. Pero, ¿es eso posible en las afueras de Santiago, en un lugar tan cercano a la gran ciudad?
En la comunidad de la carburera la falta de referentes temporales no tiene relación con el transcurso lineal, sino con su segmentación. Es demasiado lineal el tiempo, demasiado homogéneo, siempre semejante en cada uno de sus segmentos. No hay posibilidad del acontecimiento: ¿Sabí por qué no te hay dado cuenta que llevai tantos años aquí? Porque aquí son todos los días iguales. Es un “pueblo muerto”: cada día es igual al anterior y al que sigue, donde no hay progreso ni avance hacia “algo”, puramente reproducción sin acaecimiento. Es, propiamente, un estado estacionario.
Este pueblo vegetativo no emerge de un realismo mágico, como una especie de Macondo, como en un afuera de las reglas del mundo. Más bien, nace de una severidad mundana, de vivir y habitar en una semejanza repetitiva, en una ausencia del sentido asignado culturalmente, en una elección de muerte: los habitantes del pueblo han sido rechazados, expulsados, botados por el río. Es un pueblo de suicidas frustrados. La mujer señala: Fue como un accidente. Pero llegué al río, me sacaron del río y empecé a vivir aquí. Es una comunidad de estacionarios, donde el tiempo no da señales de su paso, donde el suceso es leve, donde una máquina siempre igual es el corazón comunitario, donde, a pesar de todo, se desea: Tú estay muerta. Sipo. Y vos también. Yo no. ¿Tú estay vivo? Sí. Mentira.
Es una comunidad asentada territorialmente en las cercanías del río Maipo. En términos espaciales, no basta con decir que se encuentra en la oposición campo – ciudad. Los habitantes del pueblo no están en el “campo”, es decir, en un espacio que se visualiza con agricultura, vegetación propia del valle central y escasa urbanización. Probablemente, estás características territoriales están presentes, pero, sobre todo, los habitantes de la carburera están en un lugar fronterizo y enigmático: no es urbano ni propiamente rural, es un límite para el espacio y la sociedad; espacialmente no se acerca a las representaciones de la ruralidad, más bien, a una geografía de la desesperanza social, arenales, piedras, sol penetrante, desertificación, lo propio del sitio eriazo y lo contrario del vergel; socialmente es una comunidad de sobrevivientes, alejados de la cultura cotidiana del santiaguino y, a la vez, confinante con ella, sobreviviendo en una ruralidad relativa, en la precariedad del terreno baldío, y en el abandono de una identidad social.
El “pueblo muerto” es un no-lugar, por supuesto que no en el sentido de sobremodernidad, que le conformaría en un espacio anónimo, sino en el sentido de lugar nunca reconocido socialmente, ya que es, en forma simultánea, naturalizado (puro entorno de río), frontera (sin significado unívoco) y ausente: nadie ve el pueblo, nadie sabe de él, nadie, ni ellos mismos, se identifica con él. Yo me voy a ir. ¿Dónde? Donde está la vida. ¿Y dónde está la vida? Allá afuera. Un no-lugar en el sentido absoluto del término.
¿A qué se dedica Daniel SS en el pueblo? Se ocupa en el comercio de las piedras de río. Él junta piedras, esforzadamente lleva a pulso las pesadas piedras, una a una, hacia montones. A pleno sol y cuando llueve. Luego, trata de ofrecerlas cuando pasa algún santiaguino en sus grandes camionetas. Esa es su ocupación: un trabajo sin valor. Las grandes piedras del río pueden tener valor de uso, pueden prestar utilidad para alguna necesidad de consumo: ciudades enteras pueden construirse con piedras. Sin embargo, como valorización, las piedras carecen, casi totalmente, de valor de cambio. Las piedras del río están a disposición de cualquiera que se quiera llevar algunas. Es, en definitiva, un trabajo inútil y desvalorizado: en el lugar más abandonado y estéril del “pueblo muerto” (ribera del río), Daniel SS intenta valorizar lo que de hecho carece de todo valor. La piedra, elemento inerte, entra pese a todo a una economía –no productiva, sino significante. Producir para lo inanimado, existir para lo inservible, es el signo de un deseo: lo inorgánico, lo que no forma vida, lo duro, lo “petrificado”, lo cristalizado; la piedra es, para Daniel SS, simbolización de la muerte como su ansia, su pasión, su padecimiento y su frenesí más patético.
Algunas miradas en la ciudad
Naturalmente, el pejesapo es un personaje con historia personal y social –un sujeto histórico de la sociedad neoliberal. También, se puede señalar como un habitante urbano por definición, su existencia no se resuelve ni desenvuelve en el pueblo de la carburera: No sé cuánto tiempo llevo en esta hueá. Me voy a ir. No sé cómo chucha pero me voy a ir.
Daniel SS estuvo en la cárcel, antes de re-nacer en el “pueblo muerto”. Él ha estado “frente a la muerte” y “frente a la locura”. Él ha sentido miedo y ha vivido en el infierno, para él la cárcel es lo mismo que un psiquiátrico. No tiene lo que podría llamarse un pensamiento “silvestre”, su identidad psíquica está atravesada por su paso por las instituciones totales: cárcel, sanatorio, manicomio, lo mismo da. La estructura de las instituciones totales trae necesariamente, en la sociedad contemporánea, la uniformidad de sus funciones y sus esquemas: el sujeto encerrado padece un mismo sistema de represión y de corrección. Sin embargo, la crisis de las instituciones totales, ocurrida en las últimas décadas, junto con el hundimiento del modelo estatal-desarrollista, deja el proceso institucional desordenado y produce una subjetividad no-regenerada, no-corregida.
El individuo marginal, sujeto privilegiado de la normalización, en la sociedad neoliberal chilena ya no está encerrado, al contrario, es libre, circula: está en la ciudad. Así, lo atestigua Daniel SS, un incorregible.
En el Santiago neoliberal, el pejesapo es libre de andar y transitar, en una micro “amarilla” y dormitando llega a la ciudad, desde el rancho de doña Alicia hasta el corazón mismo de una capital exitosa: el mundo progresa. Pero, aunque vive la ciudad en su ritmo y en su bullicio, él pertenece a la periferia urbana. Si el marginal neoliberal no logra normalizarse en las instituciones correccionales y se deja al movimiento de la urbe, eso no implica que cualquier sector urbano pueda habitarlo, identificarlo, servirle: existe la segregación socioespacial.
Es en la periferia urbana donde se encuentra con su compadre Juanito, en una población amenazante y amenazada, dentro de un departamento de un block que ocupan sin permiso. Las ventanas cerradas, las cortinas bajadas, sin muebles, la luz muy leve. Afuera poca gente, es de noche, la luz amarilla de los faroles pareciera que no alumbra, una patrulla se ve a lo lejos. Están urgidos por fumarse unos “monos” y quedan “correteados”. Terminan de hablar encerrados en un baño. Así, de encierro en encierro: desde la institucionalidad disciplinaria –confinante– que ya no sirve, se pasa a la doble clausura neoliberal; apresamiento privado (baño, departamento, block) y separación urbana (población, villa, comuna, periferia).
La economía neoliberal ha logrado ensanchar y deteriorar la periferia urbana, generando niveles de pobreza que pueden llegar al extremo. Por otro lado, este capitalismo también genera al sujeto marginal que habita esta periferia. El modelo post-fordista y la crisis de la clase asalariada asociada a la industria nacional: algunos de los fenómenos socioeconómicos que llevan al fin de la figura del obrero-masa. En su recambio llega el “obrero social”[4], el cual ya no tiene su centro en la fábrica sino en múltiples focos productivos y sociales. Más allá de la supuesta potencialidad política de esta nueva figura, se puede señalar que Daniel SS no es un proletario social ni menos un proletario-masa. Es un subproletario social: no es un asalariado puesto que no posee trabajo estable, tampoco trabaja desde la asociatividad y la cooperación, no es un microemprendedor y no tiene capital social. Vive de las oportunidades sociales y económicas que le brindan la periferia urbana y la ciudad, nada estable, nada duradero, no hay contratos, ni asociaciones, ni emprendimientos. Si se puede se roba, si se puede se trafica, si se puede se mata. Es una forma de “sobrevivencia”, aunque en un contexto neoliberal: se maneja información, códigos, normas jurídicas, y el fluir de la ciudad. Y como todo subproletario se está disponible, dado el caso, para servir de ejército industrial de reserva.
Paradójicamente, Daniel SS tiene un hogar en la ciudad, un lugar para habitar y este es, quizás por las contradicciones del subproletario neoliberal, un departamento, en un block poblacional, perfectamente equipado y amoblado. Probablemente, el departamento pertenece a su esposa. La cónyuge del pejesapo es Jessica, una mujer con parálisis cerebral infantil, con la cual tuvo una hija, ahora en edad escolar.
Así, en medio de la violencia y la exclusión de la periferia santiaguina, él posee un espacio y una familia que lo “esperan”. Quizá un deleite para el obrero-masa. Pero, el pejesapo reniega y repudia. Su pareja con discapacidad mental y física siempre lo “aguarda” (a veces por mucho tiempo), lo “cuida” (tiene una casa), le da descendencia, aunque también prevé el despropósito personal y social de él: Al final lo van a matar en la calle.
En una de esas esperas de Jessica, Daniel SS conoce a Barbarella. Ella es una artista travesti que trabaja y vive en el circo-show fama, un circo de travestis. Un circo pobre que entretiene a la familia proletaria. El pejesapo se queda a vivir en el circo, junto a su amada/amado. Pareciera que para el subproletario social la saturación de significantes “femeninos” perturbara las reglas del deseo heterosexual. El arreglo significante de ella implica una redundancia que marca, en cada elemento, la “feminidad provocativa”, mas se posee un miembro fálico: hay una permisividad lógica de la sintaxis sexual.
Finalmente, sobre la trayectoria social y urbana del pejesapo en la ciudad neoliberal, ¿cuál es la estructura cultural de lo que interacciona y lo que habita? Hay una cuestión básica y común que relaciona lo espacial y lo social: todas las relaciones que establece están marcadas por el estigma social. El estigma es “una clase especial de relación entre atributo y estereotipo”[5]; así, la sociedad genera ciertas estratificaciones de atributos sociales (color de piel, clase social, profesión, orientación sexual, etcétera) en relación al valor social. Todos los que entran en alguna categoría de atributos no deseados, son individuos estigmatizados, por “una indeseable diferencia”.
Los habitantes de la periferia que interaccionan con el pejesapo son individuos estigmatizados: Juanito (drogadicto y traficante), Jessica (discapacitada mental y física), Barbarella (travesti) y el mismo Daniel (ex convicto, drogadicto, homosexual ocasional, asesino). Todos participan del estigma social, en un tránsito que va de lo “desacreditado” (estigmas visibles y evidentes) a lo “desacreditable” (estigmas ocultos y posibles de silenciar). Pero, en suma, todos son desacreditados puesto que habitan la periferia, son pobres, marginales, parte del subproletariado. El estigma de clase social los acompaña donde vayan, y es evidente, está en sus ropas, su lenguaje, sus gestos. El pejesapo transita por la ciudad, pero su lugar está en la sociedad de los desacreditados por la comunidad.
Ante el fracaso de la normalización, por tanto de las instituciones totales, y, también, la carencia de normificación, por tanto de los aparatos ideológicos efectivos, la segregación social de la ciudad inunda la periferia urbana de individuos desvalorizados, en un cruce particular de la clase social, el delito y la anormalidad: ladrones, traficantes, adictos, prostitutas, travestis, cesantes, locos, minusválidos, en fin, marginales. Se producen, de este modo, unos márgenes estigmáticos. La ciudad al no poder contener la diferencia social y cultural, margina y segrega la otredad: en las zonas marginales se genera una acumulación de estigmas, de seres desacreditados. El espacio mismo queda estigmatizado. Quizá, en la ciudad neoliberal, la diferencia centro – periferia [6] no responda a criterios socioespaciales exclusivamente, más bien a una doble diferencia: normal/anormal y rico/pobre. Doble alteridad que, desde los márgenes, nos mira a los “céntricos” (normales y acomodados) como otra otredad.
De la imposibilidad de unos ojos
En estos márgenes estigmáticos se constituye una sociedad de desvalorizados: allí se comparte el estigma, hay una cierta igualdad radical frente a la estratificación normalizadora. Entre individuos desacreditados podría generarse una alternativa normativa, que rompiera el fatal proceso de prejuicio y contra-prejuicio que imponen las reglas sociales, lo que implica que hasta el individuo más estigmatizado desacreditará a otro estigmatizado, en un escalamiento de valores sociales que incitan a reproducir el papel del normal. En los márgenes estigmáticos podría quebrarse la lógica del atributo valorado y aceptado, rompiendo con la ideología histórica.
Sin embargo, esta posibilidad política la película se encarga de derrumbar. Daniel es fiel representante de esta imposibilidad. Por ejemplo, su esposa Jessica le permite un “refugio”, y él la rechaza. Entonces, el pejesapo es un rechazado y un excluido, como tanto se ha dicho, y es, también, un rechazador y un excluyente.
Después de que Jessica lo ha esperado, cuando vuelve de su romance en el circo, él le dice a la cara: A veces pienso que soy tan maraca como el maricón culiao que me pise en el circo. Pa la única hueá que sirven (…) Pa sacarles provecho. ¿Qué hueá me hay dado? Una hija (…) Ustedes no saben la hueá que uno siente adentro. No hay sido capaz de llegar al corazón mío (…) A lo mejor es mi forma de sobrevivir. Utilizándote a vos. Utilizando al maricón. Utilizando a mí compadre Juanito. Pa otra hueá no sirvo.
Quizá el capitalismo y su penetración violenta en los márgenes urbanos, con la miseria y la precariedad que produce, con la carencia material y la segregación social, permite que estas zonas desacreditadas queden a merced de una fragmentación feroz y de una oposición visible –brutal– frente a las zonas prósperas. La otredad acumulada se transforma en múltiples otros: amenazantes, agresivos, distintos, contrarios. No hay comunidad posible.
En una madrugada Daniel SS vuelve a su hogar, toma una mochila y se sube a un bus rural. Como huyendo de sus marcas sociales. ¿Tal vez volverá al pueblo de la carburera? Reiteradamente, se ha dicho que el apodo de pejesapo está dado por la característica de un pez híbrido y por la astucia que presenta en el ecosistema. Pero él no es un pejesapo. Lo Pejesapo es un signo asociado a los ojos de doña Alicia y don Melo, producto de una vida a la orilla del río: grandes, salidos, hinchados, vidriosos, acuosos. Los pejesapos, por extensión, son los habitantes del “pueblo muerto”. Es decir, una comunidad de sobrevivientes que se han estacionado después de una muerte, que, quizá, después tendrán esos ojos. Daniel SS tuvo la oportunidad de pertenecer, pero literalmente mató al objeto-signo. Crimen real y, a la vez, comunitario: ya no puede más integrar, convivir, enlazar, tendrá que seguir su camino de marginal urbano. Si el no poder morir por el río, es una metáfora del ser rechazado, entonces el poder matar a los del río, es una metáfora del ser rechazador.
Y en la combinatoria de las dos cadenas simbólicas, acaece la historia, el devenir de una desvalorización que, en forma especular (el esposo frente a la esposa), le indica su lugar derrotado. Porque, al mismo tiempo de la experiencia histórica sobre la ciudad y la marginalidad, esta es una historia triste. Y como la tristeza, habla del extravío y de la pérdida.
[1] Bachelard, Gastón, La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 62.
[2] Cfr. Bachelard, Gastón, La tierra y los ensueños de la voluntad, México, Fondo de Cultura Económica, 1994.
[3] Bachelard, Gastón, Op. Cit., 1965, p. 63. 2
[4] Términos tomados de Negri, Toni, Fin de Siglo, Barcelona, Paidós Ibérica, 1992.
[5] Goffman, Erving, Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2003, p.
[6] Claramente no toda la “periferia” de la capital es marginal, aquí me refiero a la periferia popular, en este sentido el “centro” hace referencia a los sectores medios y altos, independiente si existen espacialmente en el centro o la periferia de la ciudad.