No existe un continuo en la delincuencia en Chile. Recuerdo mis primeros años en la carrera de sociología y el concepto de anomia, tan caro para uno de los llamados pensadores sociales, me refiero a Emile Durkheim (1858-1917). La anomia no significa la ausencia de normas sociales, más bien, una presencia normativa que ha sido desorganizada, entonces, estas reglas sociales ya no producen una coherencia social, el lazo social se halla lacerado, el vínculo cultural se encuentra desculturizado, consecuencia de graves conflictos societales. En mi opinión, pues no he hecho investigaciones empíricas al respecto, pienso que la sociedad chilena está atravesada por una creciente anomia.
Para qué ser tan majadero, ya que para ello están las grandes cadenas de medios de comunicación: tenemos la inmigración en el norte, la demanda mapuche en el sur –y, además, las demandas de los otros pueblos originarios– y, en las ciudades, las nuevas formas de criminalidad, las que superan a las fuerzas policiales. En este artículo, desearía centrarme en el mundo del delito urbano.
La historia es contingencia, por ende, el discurso público de la década de los 90, resultado de los enunciados de los especialistas sociales, fue un constructo fabricado de políticas públicas, junto al apoyo de los medios televisivos, cuyo objetivo era generar miedo en la población, sobre todo, de clase media; sin embargo, no produjo una relación con lo que vino después en materia criminal. Este discurso público poseía los siguientes componentes: primero, la crisis moral que subsumía a los jóvenes; segundo, la violencia social, representada por el narcotráfico y otros ejemplos, como las barras bravas; y tercero, la seguridad ciudadana, que constituyó el eje de la lucha contra el delito.
La interfaz de la discontinuidad delincuencial fueron los movimientos sociopolíticos, los cuales planteaban un cara-a-cara con las ideopolíticas neoliberales: “pingüinos”, universitarios, feministas, hasta la revuelta social. Todos estos intentos de cambio social fueron derrotados por medio de la represión política, mediática y policial.
No obstante, en medio de la ruina que quedó en la búsqueda de la justicia social, se podría decir que emergió un vacío en la colectividad, a nivel del pensamiento simbólico. Hasta el día de hoy faltan datos sobre el destino de los prisioneros de la revuelta. Es un vacío, sin embargo, se sabe que algo de dignidad guarda en su interior. Sin duda, estos eventos permanecerán en las cargas seculares del futuro.
Ahora bien, sobre la base del vacío, la sociedad chilena ha sufrido una escisión de gran magnitud: con esto hago referencia a que el mundo del delito no solo es cuestión de antisociales, sino que una parte de la sociedad ya no pertenece a la totalidad relacional. La criminalidad constituye otra cultura, una cultura diferente y autónoma, coherente con sus propias normas y sus propios códigos. La sociedad se ha rasgado: quiebre y ruptura que vienen a configurar otra cultura de forma irreversible. Para el mundo del delito, sus acciones pertenecen a una normalidad sociocultural. Es otra lógica y otra socio-lógica. Por tanto, la anomia, en términos conceptuales, no satisface el análisis, puesto que lo que se vive en Chile es una enorme contradicción social, ¿algún día volverá el todo integrado? Difícil pregunta.
