Pájaro que pasa por la lluvia gélida. Mi lectura de La querella de mí mismo, de Fernando Franulic Depix (1978-2024)
04/10/2024
Fernando y yo no nos conocimos personalmente: él supo de mí, yo supe de él, pero no llegamos a conocernos (no escuché su voz ni le sostuve nunca la mirada). Esto fue por medio de su hermana Andrea, Andrea Franulic Depix, profesora de pedagogía en castellano en la Universidad de Santiago de Chile.
Desde mis singulares insularidades canarias (de sures a sures, desde otro sur) yo llegué por primera vez a Chile en febrero de 2018, beneficiado por un programa de intercambio que ofrecía la Facultad de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC), con la Universidad de Santiago de Chile: la combatiente USACH, según supe después, cuya Federación de Estudiantes plantó resistencia, desde la U, a los comienzos del golpe militar en septiembre de 1973; la misma universidad que igualmente ha estado al frente de tantas reivindicaciones sociales y políticas de la historia chilena.
Bajo el alero usachino, a la luz de viejos tejados y patios circulares, conocí a Andrea Franulic, quien me tendió, desde el primer instante, una mirada y una sonrisa tan amigables que hoy considero que son parte importante del por qué estoy compartiendo estas líneas. Tuve a Andrea como profesora de semántica, creo recordar, y esa fue la primera significación humana que tuve de ella, la primera resemantización, por usar uno de esos términos filológicos tan desalmados, de las muchas que he vivido respaldado por su amistad, su maestría y, otra vez repito, por el puente de su mirada. La mirada cobra especial protagonismo en este retrato que quiero dejar de mi lectura del poemario que estamos festejando; retrato inseparable, testimonialmente, de mi parcial silueta humana, como luego veremos. Por ahora quiero contar una anécdota que acerque más a ustedes, si cabe, el impacto que deja la lectura de este afilado poemario en quien les escribe, pues sospecho que no es casual que Andrea Franulic haya dejado caer este libro entre mis muñones. Y esta es una sola de las no pocas verdades subjetivas que me arriman cariñosa y cómplicemente a La querella de mí mismo.
Nací con eso que las sociedades capacitistas llaman discapacidad, una de las tantas enfermedades raras de la productividad. El síndrome de Moebius es una condición congénita que suele traer, entre muchos otros estigmas clínicos, la ausencia de un miembro (en mi caso el superior izquierdo) y una parálisis facial. Por ella anduve con mi madre, desde muy niño, consultas de logopedia y diversas rehabilitaciones del habla para acercar la disartria (dificultad para articular ciertos fonemas, con frecuencia los sonidos bilabiales o fricativos) a una comunicación oral entendible y efectiva. Hoy asumo que también normativa, aunque yo no sabía entonces la letra chica del contrato. Hago este inevitable paréntesis para contar la anécdota: en una de nuestras clases con la profesora Franulic, recuerdo que dije que me podían llamar “Eche”, diminutivo común de mi nombre canario que me gusta que usen en confianza. Por cercanía fónica muchas personas cayeron en una chistosa confusión (también pasó fuera del ámbito universitario) en la que “Eche” se confundía con “Equis” (así suena mi disartria). “X” seguí siendo, resignadamente, hasta que alguien que ya se había acostumbrado a mi articulación fronteriza, restituyó ese nombre guanche con el que me bautizaron cristiano. X, pues, decía; es decir, articulación fronteriza, designación en la linde, sujeto de estudio, supuesto práctico humano. Aunque nunca pude hablar humanamente con él, las letras de Fernando Franulic me dicen que también él habitó en los lindes (así lo sugiere uno de sus propios títulos), en la linde del sistema-mundo moderno que compartimos con todo su peso colonizante, con las no pocas crueldades y contradicciones que el neoliberalismo imprime en unas sociedades hechas por la medida de unos pocos para la estrechez de unos muchos.
Leer así un poemario como éste, se convierte entonces en lo que Raúl Zurita llama un intercambio de agonías, la continua reciprocidad de querer transformar, por la palabra, un mundo que es tan singular como colectivo, tan libre como salvajemente avasallador. Yo lo sé como el autor lo supo. Aquí y allá he sufrido otras y las mismas querellas por el costo de ser uno mismo “en un orden social estrecho, limitado, superficial, sin apertura a la alteridad”, como refiere Andrea Franulic en las palabras a su hermano que cierran el volumen (p.78). En mis viajes por el país austral, andando “en las escarpadas cadenas de montañas, (…) el páramo y la mar” (p.6), entre impávidos guanacos y flamencos, los rostros humanos, en cambio, me miran con asombro y me dejan entrar con sospecha. En una panadería de Temuco alguien se asombra de que tenga tres mil pesos encima para comprar una empanada; en un taxi de Santiago alguien me obliga a pagar antes de realizar el viaje: de víctima a verdugo, de inválido a monstruo, siempre en tierra de nadie. Así nos dejan entrar a la vida, aquí y allá con cierta relatividad, a quienes desafiamos el canon de lo establecido por mera voluntad de existir, a quienes caminamos por “la vereda de la sombra, la vereda del sol”, habitando “las dos caras de la luna” (p.6).
El autor de estos versos lo sabe y su pulso es firme, aunque no por ello deja de ser sensible, compasivo y justiciero. ¿Quién podría querellarse a sí mismo? aquel cuya mirada disidente evidencia con la alteridad su destierro del poder establecido, pagando por ello la desengañada lucidez, denunciando, por vivir, la crueldad amarga a lo largo y ancho del territorio, maldiciendo lo perfumoso, lo veleidoso y lo cierto con lo dudoso, como supo con dolor Violeta Parra. Con dolor escribimos, con dolor también está escrito La querella de mí mismo. En el poema “La mirada” (p.8) hay un ojo que acerca la claridad “al otro que emerge combativo en los ríos de piedra”, hay un claro ojo estructural que desea volar con las estructuras y que permite “la semejanza y la diferencia/en la gran ciudadela resquebrajada”; “Por los oprobios/por las públicas infamias/que el ojo produce” la voz poética quiere tumbar las paredes del ojo hegemónico (pues “el ojo es una negra habitación/donde las partículas del cielo/transitan empecinadas”) en busca de una mirada amorosa y diversa. Nuestras sociedades son ojicéntricas, como recuerda siempre Lina Meruane, coleccionista de ojos; En ellas “la mirada es una geometría/de la máscara y de la mentira” (p.9), espejismo estrecho de los espejos de nuestra falacia. Una realidad inédita, “con el corazón acechando” (p.10), ofrecerá siempre la honestidad de una palabra inédita, sumida en incertidumbres oprimidas bajo la colonialidad pero “nunca más en la desmesura/de un Ojo Absoluto” (p.10) que impere. La voz poética sigue su camino con una espada en la mano, la espada tiene ojos, los ojos traen una “mirada primigenia, amatoria” (p. 10) que quiere cuestionar los pilares del discurso occidental, concretamente en las íntimas contradicciones de la sociedad chilena que bien conoce y cuestiona. Recuerdo ahora a Gustavo Gatica, aquel joven santiaguino que perdió los ojos durante las represiones del estallido, en 2019. Gatica fue un rostro de tantos a los que apuntaron a los ojos, un rostro de tantos cuya última visión habría de ser el proyectil estallando en la gelatina de los ojos, ojos de tantos rostros, cien ojos, doscientos, cuatrocientos, más ojos. Gustavo Gatica dijo después: “Regalé mis ojos para que la gente despierte”. Es la misma cacería de ojos sucediendo en Hong Kong, Quito, Colombia, Nicaragua, Palestina. Un ojicidio en serie. La poesía es, pues, y concretamente en este poemario, una mirada que desarma el ojicidio; la poesía resiste, en sus luminosas trampas, la cacería de ojos del mundo neocolonial.
La voz poética de La querella de mí mismo pone también el ojo ávido, como decíamos, en las crueldades del abstracto sistema imperante concretado: capitalista, patriarcal, capacitista, misógino y homófobo. Lo hace con un ácido humor alegre, sarcástico, crudo: “entramos al mundo/vacíos/prestos para ser/grandes próceres” (p.11), “el opaco disfraz/de reyes y princesas”(p.12); “La economía política nos instala/en ese sufrimiento colectivo/con la complicidad/de los seres aventajados/los que dominan y ultrajan/en las calles del poder”(p.11), pero se advierte la grieta de la libertad “por las selvas del sexo/por los desiertos de la locura/por las mareas de la enfermedad” (p.11), miradas inéditas que desestabilicen un sistema de pensamiento aparentemente seguro, uniforme e invulnerable. El yo poético que recorre este provocativo y juguetón poemario habita, así, en la linde, en la disidencia: “a veces aprovecho las rendijas/del mundo de los graves” (…)”aquellos que se consideran hombres”, es un pícaro disfrutón que se ha “hartado/del afán de muerte/y descampado”. Lejos de habitar la épica de los grandes próceres de la heteronormatividad, él prefiere “la mañana de los sencillos”. La originalidad que plantea la voz poética de Franulic en este poemario, radica también en un conocimiento profundo de los procesos históricos (no en vano ha publicado el conjunto de ensayos Entre el espesor histórico, la liberalización de la mirada masculina (Mago Editores, 2022) y cómo se insertan y transforman los colectivos humanos en ellos, desde la reina Urraca I de León hasta el anónimo hombre-engranaje de la contemporánea sociedad capitalista chilena, saciado y ahogado al mismo tiempo por una maquinaria devoradora, en el extenso poema “Eso que cargas” (p.24): “¿cuándo te compraste el cuento/de la vía chilena al darwinismo?”, donde el prototipo macho de clase media recorre las clases sociales de las comunas del gran Santiago sin salpicarse la ropa por ellas: “En la micro nadie te roba el asiento/de abajo vas para arriba”(p.24), es el mismo macho que ruega que no le salgan hijos maricones mientras recuerda en secreto los “años de falos inocentes” (p.25) y que tiene libertad porque la ha comprado, pues “la libertad se posee, como a las mujeres”(p.26). En este reality de Estado-nación donde solo existe lo que se quiere ver, no existen el mapuche o la lesbiana, el homosexual o el tullido, pues solo existe lo que se nombra. Así, frente a la falocéntrica República de Chile, el yo poético del poemario va desarticulando la Historia en la penumbra, como en un baile de máscaras ancestrales, desnudando, con su palabra, un homoerotismo liberador. Lo hace en poemas como “Sinuosos encuentros” (p.51): “Me gustaría ser la sierpe/que trepa por los falos/de la Antigüedad clásica/ de la América precolombina”.
Pero escribimos con dolor, decíamos y, pese a todo, este poemario se inscribe en el dolor, aunque lo que se desea es aminorarlo. El dolor de la discriminación homofóbica ―“y así como un solitario cóndor/pasaron los años/en el exilio” (p.52)― alcanza cuotas de desesperación cuando se ruega a la diosa Venus con la poderosa oración: “ayúdame contra la maldición/ de haber nacido hombre” para “dejar de tener falo y logos” (p.48). Frente al mismo se halla abrigo en los recuerdos incorruptibles de la infancia, como el del linaje paterno: “una vez conocí a un hombre/que no usaba ninguna máscara(…)ese hombre fuera de las normas/y las tipologías/era mi padre”(p.22), el linaje materno, lleno de libertades simbolistas: “En la casa de mi abuela materna/había un montón de jaulas desiertas/jaulas liberadas de su opresión”(p.67) y las excursiones con padre, madre y hermana a Caleta Coloso, “un sitio que ya no existe/arrasado por la burbuja inmobiliaria” en “Antofagasta/ ciudad-eléctrica”, pues también el recuerdo está impregnado de esa pátina de dominio colonial sobre el mundo conocido. ¿será que por ello se escribe también? ¿para salvaguardar del recuerdo “las visiones inocentes del océano espumoso?” (p.76)
Así es como conocí yo a Fernando Franulic Depix, un pícaro, un goliardo, un amigo, un pájaro que pasa por la lluvia gélida, el hermano de Andrea con hermandad verdadera. Mi amiga Andrea Franulic, lúcida escritora, lúcida feminista de la diferencia, lúcida profesora y amiga, dejó caer en mis muñones esta obra porque intuyó que yo podía decirles a ustedes algo sobre ella y sobre mí (inseparable vivencia). Ahora les pido a ustedes que la lean y cuenten a otras personas algo sobre la obra y algo sobre ustedes, porque Fernando Franulic sigue viviendo y hablándonos, aunque un día su corazón pesó demasiado y cayó a la tierra.
Quizá él lo supo antes y quiso darnos la advertencia:
Y algún día
accederé a rendirme
Pero nunca mis letras
Echedey Medina Déniz
Artículo publicado el 04/10/2024