“Cuídate”

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

09/02/2022 

El sociolecto chileno más extendido, dentro del margen de las buenas maneras, es –al despedirse en un intercambio social– la emisión del “cuídate”. Indico esto sobre todo porque la fragmentación capitalista de los sociolectos hace que esta expresión sea la más frecuente, la más universal, la más típica: sería entonces el tipo ideal dentro de los campos semánticos destruidos por la pobreza estructural o los bolsones de pobreza, provenientes de la condición periférica, acentuada por el neomarginalismo, sumado al conservatismo eclesial, en suma, lo que se llama el modelo neoliberal. 

Desde el punto de vista microsociológico, he detectado que dicha expresión reiterada y perfectamente simbólica, en el sentido, de que expresa los elementos característicos de la sociabilidad chilena, es decir, la que nace con el siglo XX y sus vanguardias socioculturales, primero, dejó de usarse por un lapso considerable de tiempo, pero, segundo, ha vuelto, con toda su fuerza sígnica, a utilizarse en la historia subterránea del español de Chile. en este sentid, tengo dos hipótesis de semántica política (por decirlo de alguna forma): 

1.- Producto de la larga y cruenta Guerra de Arauco (siglos XVI, XVII, XVIII, XIX, XX y XXI). 

2.- Producto de la larga y sangrienta dictadura cívico-militar (1973 – 1989). 

Ahora bien, me parece acertado concluir que el uso de ese vocablo, que constituye el tipo ideal más claro de la semántica política, proviene de la dictadura que se inició en 1973. Cuidarse configuraba para los otros significativos, una muestra de cariño mínima ante la violencia degenerada, cuando no se sabía si aquel ser querido seguiría con vida. Mas, la fuerza de aquella breve expresión en la voz de los ochenta era, también, un epíteto, casi una alocución completa de las bases colectivas que, más allá de la presión brutal, luchaban con la piedra del poder, el poder de la piedra, cuando la dignidad era cuidarse en una gran ola de cadenas de cadenas de cadenas de la colectividad de la furia y la vehemencia tanto de ricos y de pobres. En los ochenta, a diferencia de los setenta, “cuidarse” era el remolino de amar, vale decir, dar la vida y aún así seguir bregando por la libertad. 

Y estoy seguro de que esta expresión ha vuelto y re-vuelto por el gabinete del presidente “Nuevo”. 

 

¿Todo se arregla en la vida, menos la plata?

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

13/02/2022 

El dicho sin duda dice que todo se arregla menos la muerte. Masacre más masacre, genocidio tras genocidio, la historia reciente de Chile testimonia aquello. En este sentido, me refiero al llamado, por los medios de comunicación social, estallido social. Después de pasado un año de dichos levantamientos populares y, también, ya instalada la “convención constituyente”, nadie sabe del paradero de esos ciudadanos. Me parece paradójico y, por cierto, sospechoso. ¿Están vivos? ¿Y, por ende, todo es un montaje? En el caso contrario: ¿en qué cárceles se hallan? ¿Cuál es su estado de salud? ¿Han sido objeto de apremios ilegítimos? 

En la Edad Media, los teólogos y los juristas establecieron que los pobres, en casos de extrema necesidad, es decir, cuando estaba en peligro su existencia material, podían robar. Sin embargo, los Papas y la curia romana decidieron –en esta discusión que se remonta a las sociedades occidentales bajo medievales– que los pobres podían acudir, como solución intermedia, a elevar súplicas a los Prelados Superiores. No obstante, la noción de “suplicar” se fue perdiendo en las sociedades capitalistas, puesto que emerge la lucha de por los derechos civiles, sociales, culturales y económicos. 

Ya no se suplica nada, hoy en día se exige con medidas de presión social, la revuelta social del año 2020 estuvo marcada por una sangrienta represión policial y de otros sectores sociales derechistas. Y, finalmente, triunfó el cinismo de un acuerdo cerrado –y amarrado por la izquierda renovada– sobre cambiar la constitución de la República de Chile. En este sentido y por añadidura, resurgió de forma frenética la sociedad del consumo. 

En este contexto, las observaciones libres que he efectuado en diferentes comunas del Gran Santiago me han llevado a dos regularidades: 

1.- Los malos tratos que los consumidores realizan en relación con los vendedores y los promotores tanto en las grandes tiendas como en los almacenes. 

2.- La práctica del no pagar los artículos en cadenas pequeñas de comercio o en los almacenes barriales. 

Entonces, me atrevo a decir que las formas sociales resultantes del genocidio rebelde (pues doy por hecho que fueron ejecutados) se pueden aglutinar bajo el concepto de una política del descaro grosero: donde vuelve el consumo, pero sin el dinero, únicamente para sobre – vigilar groseramente que la colectividad sigue siendo consumista, a saber: práctica similar a comer los restos del enemigo social. 

 

Peor que cántaro de greda

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

05/09/2020 

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¿Por qué la comida tiene que estar presente en los formatos actuales de docu-reality? Creo que fundamentalmente este tipo de formato exagera la alimentación para promover el turismo. Evidentemente, casi todos los docu-reality tratan de blanquear la imagen de Chile hacia los países desarrollados. ¿En qué sentido es necesario blanquear la imagen de Chile en el concierto de las naciones? 

La lógica de los docu-reality, aparte de su razón instrumental en aras de su acceso al “primer mundo”, se basa en la instalación de la sociedad del espectáculo en los, se podría decir, sectores rurales, produciendo tres procesos que se unen para el usufructo de aquellas realidades sociales. 

Primero: la ocupación arbitraria de la ruralidad, es decir, instalar el equipamiento televisivo sin considerar la opinión de los habitantes del lugar. Segundo, en este contexto de ocupación emergen preguntas sobre esta vida rural, pero se trata de cuestionarios sin ‘lesemas’, vale decir, sin un verdadero propósito de comprender la unidad cultural que está invocada. Y tercero, claramente se produce una folklorización obligatoria de la “realidad campesina”. 

En este sentido, la comida es central porque, entre tanta zona de sacrificio ambiental y el prácticamente barrido de la flora y la fauna endógenas de Chile, blanquea la depredación y, entonces, emerge la comida y la ruralidad como sustituto. Aparte de uno o dos parques nacionales que subsisten de forma organizada y, por cierto, de una sociedad totalmente escindida por la lucha social, este formato de programas plantea una división esencial: el sujeto espectaculador prueba “delicias” naturales entre tanta materia prima pútrida y, a la vez, invita al sujeto espectacular (blanco y occidental) a venir a Chile a practicar el turismo rural, la última piedra preciosa del neoliberalismo chileno. 

 

Fanfarria por una aldea mediatizada

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

13/02/2022 

TV DE VERDAD  

El antiguo lema de Chilevisión, antes de que formase parte del grupo Times Warner, era TV de verdad: ¿de este enunciado cuántas connotaciones se configuran? La primera, que podría ser la propia denotación, se refiere a que es un canal que vela por los intereses del gran público. Y la segunda, se trataría de la noción de que la televisión “te ve de verdad”, es decir, que la televisión te mira en el espacio de lo privado. Sin embargo, esta segunda acepción es claramente delirante, no solo por la aberración histórica de tal situación social, sino también en razón de las condiciones objetivas del desarrollo de la ciencia y la tecnología, como plantea el primer Habermas. 

VIDAS ESTELARES 

Siguiendo con la perspectiva de Habermas, en este caso el segundo, vale decir, después de su giro lingüístico, es posible apreciar que en la televisión chilena no se dan ninguna de las pretensiones de validez, salvo la inteligibilidad. Los matinales constituyen una serie de afirmaciones que no poseen ni rectitud ni veracidad ni verdad. En este sentido, nunca se pasa al argumento discursivo. 

Así, se constituye la farándula, sin argumentos, solamente como un largo enunciado sobre las propiedades, los viajes, las fiestas y los lujos de las figuras centrales de la televisión local. En otro texto de mi autoría (Crítica de la razón periodística), próximo a ser publicado, planteo que las clases proletarias intentan emular aquellas vidas estelares. 

En cambio, actualmente, pienso que las clases proletarias y subproletarias no se dejan engañar: ven la televisión de manera crítica, buscando quizá una respuesta nunca dada ni nunca planteada. Buscando, por ende, la justicia que nunca llega, la cual es escondida bajo la mercancía espectacular: el chisme y la palabrería de los opinólogos y los rostros del negocio televisivo. En el contexto actual, es la justicia para los que perdieron (parcial o totalmente) la visión y los muertos en la reciente y siempre quemante revuelta social. Y en la mediana duración: la justicia para los detenidos desaparecidos que dejó la dictadura chilena. 

Por tanto, existe una posibilidad nula de que la gente le compre al medio televisivo: se lo considera un “controlador” que emite textos y signos visuales para fidelizar un público mercantilizado, pero sobre todo nadie ya desea emular las vidas estelares, porque está claro de que se trata de vidas sin sentido –a pesar de la riqueza. 

CLASE POLÍTICA Y CLASE TELEVISIVA 

A veces pareciera que es más importante lo que dicen diputados y ministros en los programas de televisión que en sus respectivos campos de acción política. Y cuando se vulgariza el discurso político, se atenta en quienes recae la soberanía en una democracia liberal. Entonces, estamos en presencia de la quiebra del Estado moderno, por tanto, la continuidad del Estado mismo está en juego y, de este modo, o surge la anomia o, lisa y llanamente, la revolución social. Creo que seguir ahondando en este punto sería tropezar, una y mil veces, con la frase de Los Prisioneros: ¿Quién mató a Marilyn? La prensa fue o la radio tal vez. 

 

 

¿Una nueva normalidad? La mutación viral y la mutación social

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

19/05/2020 

El postulado de la normalidad ha sido en el último tiempo invocado por los medios televisivos de dos formas diferentes: primero, en el contexto de la revuelta social que se inició en octubre de 2019, se señalaba que una parte de la población deseaba volver a la normalidad y en el marco de esta vida “normal” iniciar un diálogo social que permitiera consensuar una salida a la crisis; y segundo, actualmente se habla de que la gente, en el presente cuadro epidemiológico, se debe acostumbrar a una nueva normalidad, puesto que el virus de la pandemia va estar presente en la sociedad por un tiempo amplio, hasta que se descubra un tratamiento eficaz o una vacuna –lo que incidirá, sin duda, en millonarias ganancias para la industria farmacéutica. 

En otro artículo (“La distancia incivilizada. Sobre una pandemia capitalista y ciudadana”) que publiqué en el diario electrónico La Quinta de Valparaíso expresaba una serie de hipótesis sobre la epidemia global de Covid-19. Quisiera en esta oportunidad recoger algunas de aquellas reflexiones para profundizarlas y, además, incluir nuevas discusiones sobre la relación entre la pandemia y la sociedad. Relaciones que indudablemente se están produciendo y que constituyen ciertos marcos de variados cambios sociales. 

Desde una perspectiva sociológica, la génesis del virus está en el capitalismo desregulado y transnacional, quizá no de una manera intencional, pero sí en términos de que la circulación acelerada de bienes y personas, además de la masiva industria alimentaria y agropecuaria, generan las condiciones para la mutación génica de diferentes virus. 

Un virus es un microorganismo que contiene material genético dentro de un envoltorio proteico, el cual produce diferentes enfermedades al introducirse como parásito en las células de otros organismos con el objetivo de reproducirse en ellas. En este principio del siglo XXI la aparición de diversos virus ha marcado el ámbito de la investigación en biología molecular y en inmunología, siguiendo un derrotero de mejoramiento de la salud pública. 

Los virus del siglo XXI han conformado un duro golpe para los países desarrollados (donde en varios de ellos los neonatos no son vacunados), pues se pensaba que ciertas enfermedades habían desaparecido, no obstante, estas han resurgido. A esta situación sanitaria se deben agregar las epidemias propias de nuestro tiempo: gripe aviar, gripe porcina, influenzas, ébola, virus zika, entre otras que ya no solo competen a los países centrales, sino que también a los países periféricos. 

Pero no cabe duda que ha sido el VIH uno de los eventos mayores en la historia de la salud humana: un virus lleno de incógnitas y misterios que atacaba a las minorías sexuales y a los afrodescendientes, que prontamente se mundializó y comenzó a atacar al resto de la población. Con la pandemia del nuevo coronavirus también somos testigos de un evento central e inusitado en la historia de la salud y la enfermedad. 

En un alto grado la actual epidemia se ha vuelto mundial por la industria del turismo y por las conexiones intercontinentales gracias a los vuelos low cost. Por otro lado, la producción agroalimentaria emerge, a causa de la sobrepoblación, como un sector económico de grandes ganancias y, a la vez, de prácticas sumamente contrarias a la ética y a la “naturaleza”, en este sentido, los animales padecen una modificación orgánica por las condiciones de crianza industrial, lo que posiblemente incide en el nivel celular y molecular de sus cuerpos, siendo de este modo un campo propicio para la mutación viral. 

En este contexto, la ciudadanía es la que tiene que asumir los costos materiales y simbólicos de una crisis sanitaria que no ha creado, en la sociedad civil recae la responsabilidad social de mantener una cultura de la profilaxis: barreras que permitan bajar los riesgos de contagio, justamente en un virus que posee un alto grado de contagiosidad. 

Una vez más es el ciudadano de a pie quien debe sufrir las consecuencias de una problemática tan grave, en el sentido de una enfermedad potencialmente mortal, lo que remite no solo a las condiciones propiciadoras enunciadas en los párrafos anteriores, sino también a que las disciplinas biomédicas, pese a su avance, no comprenden aún muchos de los procesos que están implicados en el desenvolvimiento de los virus. 

Como siempre ha sido, la forma de generar nuevos conocimientos sobre los virus está en el lecho del enfermo, es decir, se aprende bastante gracias a los problemas de salud de la ciudadanía. Pero, ¿podría ser de otro modo? ¿De qué manera establecer nuevos conocimientos en las ciencias biomédicas si no es a partir de la observación de la enfermedad? El mejoramiento de la salud pública ha resultado de ese ejercicio clínico y de eso no hay duda. El problema político y ético surge cuando determinados grupos se transforman en los “conejillos de indias” de las ciencias de la salud: africanos y africanas, pobres periféricos de América Latina, minorías sexuales y étnicas, mujeres de países subdesarrollados, inmigrantes e inmigrantas, pueden ser poblaciones socialmente cautivas para la experimentación y la observación. 

Desde tiempos medievales y postmedievales los virus siempre han sido catalogados como dañinos, como elementos que perjudican el funcionamiento del cuerpo humano. Desde 1803 la Real Academia Española comenzó a integrar la voz “virus”, significándola como “podredumbre” y “humor malo”, aún en sintonía con el étimo del griego antiguo que definía la palabra como “ponzoña” y “veneno”. Solamente en la edición del diccionario de 1901, el término virus tuvo un significado más acorde a una visión moderna: “germen que causa enfermedades contagiosas”. 

Entonces y bajo este panorama sanitario, ¿debemos transitar hacia una nueva normalidad? El concepto de “normalidad” está vinculado a la noción de norma. Una norma es una senda donde se sitúa el comportamiento del individuo o de la individua. En dicha senda o camino se puede estar adentro o afuera, es decir, se puede catalogar de “normal” o “anormal” a un determinado comportamiento. Sin embargo, al interior de este camino de normalidad existen diferentes lugares: el estado “normal” no es único y tampoco presenta una separación neta respecto al estado “anormal”. Más bien lo normal es un camino que va modulando y corrigiendo, que posibilita ciertos grados y situaciones dentro de sus límites. En este sentido, todos y todas somos normales y anormales al mismo tiempo y en alguna medida. 

Cuando se plantea el surgimiento de una “nueva normalidad” me parece que la situación social a la que se refiere no se trata de un marco propiamente normativo, puesto que todo parece indicar que las élites y las autoridades están proyectando un escenario de prohibición, de interdicción, de límite: es la división clara y sin ambivalencias entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo permitido y lo disidente. La llamada nueva normalidad, entonces, esconde una serie de acciones prohibitivas que se implementarían. 

La pregunta que surge de este contexto histórico no es tanto sobre cuáles serán los parámetros que producirán los contornos de las reglas sociales, sino que más bien la problemática central radicaría en qué tipo de sociedad será la que dictará las interdicciones. Se podría pensar que, claramente, será la sociedad dominante que existe en el Chile neoliberal, es decir, el modelo societal que se impuso en la dictadura cívico-militar y que se ha ido sofisticando y mejorando en los gobiernos democráticos. 

Pero la cuestión no es tan sencilla, porque estamos en un período de fuertes transformaciones sociales, por tanto, algunas formas sociales emergen y otras entran en declinación, con diferente fuerza política y cultural. Lo que aparece como inevitable es el cambio en la sociedad neoliberal, tal como la conocimos en sus decenios dorados, más aún con la crisis económica que se aproxima a causa de la pandemia. 

La sociedad neoliberal es una sociedad del consumo, ya a principios de la década de 1990 Tomás Moulian realizaba un agudo análisis sobre esta formación social. Como su nombre lo indica, esta sociedad tiene una base sólida de sus estructuras político-económicas en el consumo de la población de los productos del mercado de bienes y servicios: el consumo cumple un doble rol, por un lado, es un factor de dinamismo capitalista, y por el otro, es una matriz de control social. 

La sociedad del consumo se conjuga muy bien con la sociedad del espectáculo: el estatus que brinda el consumo en los mall es la resultante de la importancia sustancial de las mercancías espectaculares, es decir, los bienes que se muestran en los medios televisivos –bienes que proyectan unos estilos de vida– que se transforman en bienes simbólicos para una parte de la población: en ellos se encuentra el prestigio y el privilegio. 

Por otro lado, la sociedad del consumo y del espectáculo se conjuga también de forma muy óptima con la sociedad civil y las políticas ciudadanas: constituyen el cara y sello del Chile neoliberal, porque la sociedad civil que emerge del pacto democrático –con sus acciones ciudadanas– es la cuota de participación política que se necesita para que sobreviva el Estado y sus poderes. Es esa misma sociedad la que consume las mercancías espectaculares, en este caso es la colectividad volcada a las pasiones y los deseos de tener estatus y vidas estelares. Es el Chile moderado y el Chile empecinado. 

Sin embargo (y por suerte), antes de esta pandemia viral hubo una pandemia social. La palabra “pandemia” proviene del griego antiguo y significa etimológicamente “reunión del pueblo”. Claramente me estoy refiriendo a la revuelta social que empezó en octubre del año pasado. Más allá de los desbordes violentos –propios de un levantamiento popular y que sirvió de excusa para una represión brutal– los hombres y las mujeres de la revuelta lograron dejar muy patente el hecho de que es posible abrir las grandes alamedas: cambiar radicalmente el modelo societal, situarse también en el plano utópico, lejos de una sociedad civil pasmada y una sociedad consumista amargada. Me atrevería a decir de que existe una búsqueda de una era post-prohibitiva, donde se camine (y se viva) de forma libre. 

 

Tres moléculas del destierro: un desahogo surrealista

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

07/07/2020 

Primero, el torrente sanguíneo es el mismo en todos los seres humanos, no obstante, la burguesía chilena, la misma que gestó el golpe de Estado de 1973, aún cree que su cuerpo es superior. Y mantiene el mismo discurso sobre el cuerpo enfermo de las y los pobres, prácticamente invariable desde las grandes cadenas de epidemias que sucedieron desde mediados del siglo XIX en adelante. Ampliando el argumento inicial, ¿sabrán algo de epidemiología y de bioquímica los grandes empresarios y políticos, un saber que salva sus cuerpos, un conocimiento elemental que permite escapar de la muerte? 

Segundo, los burgueses creen que sus enormes casas situadas en las comunas privilegiadas están alejadas del contagio con una simple cuarentena. Como se observa en el film Parásito, las casas del barrio alto están asediadas por el virus –como metáfora de la marginalidad situada en aquel film– tanto en el sótano como en la superficie. La amplia espacialidad que poseen aquellas “mansiones” son ideales para el tránsito del virus: basta un poco de viento puelche para que el barrio alto se vuelva a plagar de este virus, del cual nadie sabe su durabilidad en el tiempo. Pero ni la derecha gobernante ni el gran Colegio Médico, ni tampoco los laboratorios muy especializados, han dado cuenta de este hecho. 

Y tercero, los grandes expertos indican el uso de mascarillas como una de las importantes medidas de profilaxis, pues esto constituye uno de los medios para frenar el contagio. Pero, ¿qué ocurre dentro de las grandes casitas del barrio alto? ¿Habrá algún germen viral que podría quedar en el exterior de la mascarilla, el que producto del aire acondicionado empezaría a vagar por todo el espacio privado y así contagiar a toda la familia rica y poderosa? 

En la pueril imaginación de la clase burguesa, se cree que, con la “parada militar”, las ramadas y la llegada de la primavera, el calor y la luz, se acabará con una pandemia global. Sin embargo, en este principio de siglo, los rastros son imborrables en las multitudes abusadas por la violencia del grupo de Chicago y su consecuente manifestación en los decenios transicionales, igualmente violentos, igualmente ultrajantes. 

 

La distancia incivilizada: Sobre una pandemia capitalista y ciudadana

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

28/03/2020 

  

(…) llamo discurso de poder a todo discurso que engendra 
la falta, y por ende la culpabilidad del que lo recibe. 
Roland Barthes, Lección inaugural, 1977. 

Desde que existen los hospitales y los sistemas médicos, la salud ha sido un ejercicio de dominio. No todos, claramente, los y las practicantes de las disciplinas de la salud creen que su profesión sea un “negocio” o una “forma de poder”, la afirmación anterior, entonces, no tiene que ver con las éticas individuales ni siquiera con las colectivas, sino que en la base histórica de la curación de las enfermedades, al menos desde la época medieval, se encuentra la Economía, más aún en períodos de crisis epidémicas. 

En el pasado grecolatino, la curación de los padecimientos se realizaba en santuarios dedicados a Asclepio –Esculapio para los romanos–, donde el enfermo ejecutaba rituales y pasaba la noche: el sueño de aquella noche era guiado por este dios de la medicina, por tanto, al otro día despertaba el individuo curado del mal que lo aquejaba. También, otras sociedades, diferentes a las occidentales, como pueden ser las sociedades africanas, orientales y latinoamericanas, experimentan –actualmente y en el pasado– formas de restablecimiento de la salud que pasan, a modo de ejemplo, por el uso de drogas con chamanes, ritos de invocación de los antepasados, acudir a meicas, curanderas y yerbateras, entre otras alternativas. 

Sin embargo, en América Latina desde la época de la conquista hispana, comenzó el desarrollo de una medicina de tipo occidental (independiente de la existencia de la medicina mestiza y popular), la que provenía de la Edad Media. Esta medicina occidental se caracteriza –en su vertiente premoderna– por su adhesión a las doctrinas humorales que planteó, principalmente, Galeno. 

Por otro lado, los hospitales constituyen unas instituciones propias de Occidente, a pesar de que existen algunas culturas donde se hallan instituciones que tienen un fin similar: el hospital medieval y de la modernidad temprana –y por extensión, el hospital colonial hispanoamericano– presenta la característica esencial de entregar caridad o beneficencia. Se trata, así, de una economía hospitalaria o economía espiritual, donde el paciente obtiene asistencia caritativa, y en tanto que fiel busca la salvación de su alma; este modelo de hospital poseía funciones médicas, pero sobre todo funciones religiosas, ya que la mayoría de los hospitales estaban administrados por órdenes religiosas. 

Las clases acaudaladas donaban en sus testamentos grandes sumas de dinero, como también haciendas y chacras, a cambio de formar memorias de misas, y en otros casos capellanías –para saltarse la estadía en el purgatorio. Ahora bien, desde la baja Edad Media, el patrimonio hospitalario era considerado, en la doctrina al menos, como el patrimonio de los pobres. Los pacientes eran pobres y con sus propios recursos patrimoniales, sancionados por el derecho canónico, recibían sus medicamentos, su alimento y su ropa limpia. Esa era la caridad hospitalaria, que tenía su correlato en el dinero que se legaba, en las propiedades que recibía, por ello, los hospitales eran muy ricos, era un factor dinamizador de la economía local, aunque de manera muy especial, porque sus patrimonios eran indivisibles e inajenables –estaban fuera de las vicisitudes del mercado. 

En este sentido, la economía de la caridad, con sus préstamos de dinero al 5-7% de interés anual (censos) y sus arriendos de grandes predios, entre otros aspectos, permitía el desarrollo de la economía-mundo: este concepto formulado por Immanuel Wallerstein, con raíces en la obra de Fernand Braudel, intenta expresar la división geopolítica de la economía en el globo. Las economías corresponden a regiones delimitadas del planeta, donde pueden existir rutas mercantiles entre ellas, pero cada una posee su propia lógica y su propia distribución de recursos. Así, en la Edad Media, hallamos varias economías-mundo, por ejemplo Mesoamérica, Culturas andinas, China y Extremo Oriente, Sud-Este Asiático, África y Europa. Fue con el descubrimiento de América cuando las economías-mundo comenzaron a conectarse en mayor cantidad, lo que implicó el desenvolvimiento del capitalismo y su expansión. Finalmente, en la sociedad actual asistimos a la transformación de las economías-mundo en una economía mundial. 

En este contexto llamado mundialización, las conexiones y las circulaciones de personas y de bienes son fundamentales. Por ello, las enfermedades también se expanden y prontamente conforman epidemias, e incluso, como hoy en día, pandemias. La pandemia de Covid-19 –que es un tipo de coronavirus- está en curso de modificar las relaciones sociales. La famosa “distancia social” que se repite como medida de profilaxis, al parecer, cambia los intercambios sociales, es decir, las interacciones interpersonales en presencia del otro, el cual trae su propio derrotero cultural, y en dicha interacción social se produce el intercambio que es, la mayoría de las veces, recíproco. Con la pandemia, el Otro emerge desde el miedo cultural y no desde la afirmación de la vida comunitaria. Ya no se celebra la comunidad basada en el intercambio y la cultura local. Lo que queda es la noción de sociedad civil, tan cuestionable porque presenta una dinámica basada en el “pacto democrático”. 

En este sentido, la sociedad civil conlleva democracia y ciudadanía; y del mismo modo en que la sociedad civil –no las empresas– se encargan de descontaminar de plástico el planeta, esta misma sociedad civil ahora debe experimentar la “distancia social”, sin que los gobiernos y las transnacionales expliquen claramente el origen del virus, su efecto planetario y las amenazas futuras en términos de otros virus y del cambio climático. Por tanto, se trata de una pandemia sustentable y ciudadana, es decir, donde el o la ciudadana deben hacerse cargo del problema de la sustentabilidad de los tratamientos médicos y de las medidas de fuerza pública. 

Hace unos días atrás, en los medios de comunicación entrevistaron a una mujer trabajadora que regresaba a su hogar después de la jornada laboral: ella dijo algo muy cierto, en relación al transporte público, porque en él no puede ejecutarse la “distancia social”, por tanto, “esto es un exterminio de los pobres por medio del contagio”, señaló. Después de varios meses de una revuelta social feroz y popular, el coronavirus llegó justo a tiempo para desplazar la acción colectiva por el distanciamiento interpersonal. Una marca, entonces, de los comportamientos sociales, que la televisión impone e imprime en la memoria social a través de la reiteración, de la ideología de la mismidad: todos los días la misma noticia, todos los días la misma impunidad de patrones y gobernantes frente a la población pobre de las grandes ciudades del mundo. 

Ahora bien, el capitalismo desregulado ha producido una mutación genética de un virus: luego, el mercado reacciona; el peor miedo ha llegado y está en el Otro. Entonces, vienen las crisis económicas y financieras después de la pandemia. Un panorama complejo y difícil en el destino colectivo del capitalismo. Sin embargo, esta contradicción capitalista no es del todo nueva: el gran capital vivió importantes guerras para adueñarse de mercados, como la Guerra de los 7 años en el siglo XVIII, las Guerras del Opio en el siglo XIX, la Guerra del Pacífico en el caso del salitre, y también experimentó epidemias muy peligrosas, como fue el caso de una pandemia fuerte y mortal al final de la Gran Guerra: la gripe española. 

Por otro lado, el capitalismo mundial espera la vacuna o la cura del coronavirus, y eso entregará rentabilidad a las compañías farmacéuticas en el contexto de una economía en crisis. Y mientras el mundo trata de superar la crisis pandémica con la “distancia social” y, luego, con la “distancia territorial” (cuarentenas obligatorias con cordones sanitarios), la llamada sociedad civil asume los costos y las prácticas que se ven como necesarias para salir de la enfermedad mundial, porque la sociedad civil está constituida por la ciudadanía que abraza la democracia liberal y en ese marco sienta las bases del sometimiento. 

No obstante, la tarea crítica de los y las individuas que se rebelan, es formar una sociedad libre del abuso empresarial (neoliberal) y del poder descarado (patriarcal), por ende, en esta emergencia no solo la revuelta quedó desplazada y congelada, sino que la “distancia social y territorial”, constituye en el fondo una “distancia incivil”, “incivilizada”, puesto que es un retroceso, como diría Norbert Elias, del proceso general civilizatorio: este proceso colectivo intenta siempre producir relaciones armónicas y, en cambio, configuran las medidas de la pandemia relaciones incivilizadas y salvajes, no por su sustento médico, sino por el resabio que dejarán en la comunidad; a la desconfianza política y a la competencia del consumo, ahora se agregará el distanciamiento de las relaciones recíprocas –entonces, “incivilizada” porque el intercambio recíproco y redistributivo fue un avance cultural enorme en la historia de las sociedades. 

 

La infra-sociedad: Tentativas sobre la génesis de la crisis chilena

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

03/12/2019 

  

¿De qué modo, en un lugar determinado, 
conciben unos y otros la relación entre unos y otros? 
Marc Augé y Jean-Paul Colleyn, 
Qué es la antropología, 2004 

La ruina de la sociedad disciplinaria: del obrero-masa al subproletario periférico 

Experimentar lo que pervive en el tiempo: toda sociedad contiene auges y caídas, configuraciones que provienen del declive y muchos son los que quedan rezagados en la ruptura societal. En toda ruptura de la sociedad, la crisis permite la aniquilación de algunos rasgos sociales, desastre que podríamos llamar muerte social: la ruina es la representación de la forma decadente, lo que posteriormente queda preservado en la señal, señal trágica de la historia. Actualmente, asistimos a una escisión social de gran envergadura, la que ha tomado la forma de la revuelta, ya que existe una multiplicidad de voces ideológicas y de actos callejeros que no permiten plantear que se trata de un “clásico” movimiento social. Esta revuelta es parte de la crisis del sistema neoliberal, lo que conduce a las señales de su ruina, de su muerte social: ya emergen en las ciudades los signos de la decadencia de esta sociedad –incitada por la lucha y el desacato–, como son, por ejemplo, los grafitis, las veredas despedazadas, los carros carbonizados, los monumentos sin cabeza, entre otros. 

Aclaremos más esta idea de la ruina y de la muerte social. Pensemos, por ejemplo, en las Ruinas de Huanchaca de la ciudad de Antofagasta, una antigua fundición de plata que entró en funcionamiento en 1893. Por razones económicas diversas, la fundición clausuró sus actividades en 1902: tuvo una existencia fugaz. El avance del capitalismo incidió en que la tecnología de la fundición fuese considerada obsoleta, vale decir, una parte del sistema productivo quedaba rezagado. No obstante, el conjunto de piedra de la vieja fundición continúa cercano a la costa de la ciudad nortina; como indica María Zambrano, es la señal del hundimiento que sobrevive en el tiempo histórico. 

La decadencia del capitalismo industrial, en general, posee aquella señal de ruina: en los alrededores de la ciudad, surgen las fábricas abandonadas, las industrias desmanteladas, los esqueletos de concreto que antes fueron ejemplo de la vida económica. Entonces, es el término de una parte o de la totalidad de un orden social, con sus rasgos culturales y sus prácticas económicas, lo que genera las ruinas: señales, concretas o abstractas, símbolos en definitiva, de la decadencia y el ocaso. 

El inicio de un capitalismo postfordista –instaurado para desmembrar las grandes industrias nacionales y, entonces, fabricar los bienes en forma separada en varios países– fue un fenómeno que produjo una transformación radical en la estructura productiva y social, sobre todo porque el proletario es una figura que ya casi no tiene ni un lugar socioeconómico, ni un rol político. Toni Negri habla del obrero-masa como la categoría social que domina la escena del capitalismo industrial, en un momento histórico en que este capitalismo se sostenía en la sociedad disciplinaria. 

La fábrica era el espacio social y productivo del obrero-masa, allí confluían todas las otras dinámicas disciplinarias por donde pasaba el proletario para transformarse en proletario (por ejemplo, la escuela, el ejército y el hospital). Entonces, con la caída del obrero-masa es el subproletario periférico, con sus trabajos informales y sus pequeños emprendimientos, quien mejor encarna la ideología económica imperante: surgido de las crisis económicas ocurridas para instalar el postfordismo y el neoliberalismo en las décadas de 1970 y 1980, el subproletario no requiere de las mismas condiciones socioeconómicas del proletario –no se le entrega seguridad social, tampoco requiere de sindicatos, por tanto, es una figura clave porque articula la pauperización propia del actual modelo. 

El capitalismo industrial en Chile y América Latina tomó la forma del desarrollo de una industrial nacional. Este proyecto desarrollista del siglo XX –inspirado en los planteos de la Cepal– implicaba el auge de la industrialización: el proletariado producía y, a la vez, consumía los bienes fabricados en el país, aunque la fase central de la industrialización no se logró en la economía chilena, a saber, la producción y la sustitución de los bienes de capital –maquinaria, tecnología e infraestructura: lo necesario para producir bienes de consumo que pueden ser comprados por la población. Ahora bien, un fenómeno relacionado a la industrialización chilena que floreció desde 1930 hasta el golpe de Estado de 1973 y que, subrepticiamente, permitió el anclaje de los proletarios al mercado interno y la política pública, es el desenvolvimiento de las mecánicas disciplinarias. Por medio de un raconto histórico, podremos entender mejor esta relación entre la industria y el proyecto disciplinario. 

En la sociedad chilena de la época del salitre, diferentes procedimientos tenían una raigambre disciplinaria (por ejemplo, la policía sanitaria, las visitadoras sociales y el servicio militar obligatorio), pero carecían de una organización eficaz. Fue con el primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) cuando finalmente decantaron las diversas vías institucionales de una sociedad disciplinaria: la mecánica de este tipo de sociedad permitía gestar unas formas organizadas que encauzaban a la población, para ajustar así los cuerpos al aparato productivo. 

En este sentido, a partir de 1930, la sociedad chilena estuvo marcada por los establecimientos del poder disciplinario: partidos políticos, sindicatos, fábricas, clubes sociales, burocracias, cárceles, escuelas, manicomios, etc. A causa de la acción política de Ibáñez, estas entidades se coordinaron y confluyeron, en la mayoría de los casos, en el Estado. Sin embargo, esta continuidad institucional de carácter disciplinaria fue más bien una práctica efímera, que duró 40 años solamente, donde las masas estaban afiliadas en alguna institución, lo que permitía la normalización de la vida personal y grupal. Fue en 1973 cuando finaliza este modelo societal –el Estado desarrollista, sumado a la dinámica disciplinaria. 

En la periferia pobre de las ciudades chilenas, en este presente neoliberal, conviven tanto el obrero-masa (cuya importancia está en declive) y el subproletario (quien vive de las pequeñas oportunidades socioeconómicas). En particular, este subproletariado conforma identidades sociales (puesto que no es una masa uniforme) que no responden ni a una normalización –el sistema normativo quiere normar al individuo– ni a una normificación –el individuo quiere normarse en el sistema normativo. 

Ahora bien, la revuelta social iniciada el 18 de octubre de 2019 se sostiene en una matriz pluriclasista y multicategorial, no obstante, en este ensayo quisiese interpretar este acontecimiento desde las identidades sociales de la ciudad periférica; periferia sobredeterminada, en primer lugar, por los intentos disciplinarios del Estado (de relativo éxito) y los proyectos utópicos de los movimientos populares (fracasados); así, en la actualidad la periferia pobre posee una segunda sobredeterminación, dada por la violencia desmedida de las fuerzas del orden y la violencia simbólica de la opinología política de los medios de comunicación. 

La economía de la furia: la crisis, lo baldío y el “antisocial” 

En el erial se desenvuelve un lenguaje repetido y anónimo cuya significación se mueve entre el peligro y el abandono. Nadie en particular sostiene este discurso: a pesar de que los enunciados circulan, no existe una entidad única que los produzca y los controle, por lo tanto, no se halla un saber ni una ideología sobre los sitios eriazos. ¿Será una imagen que ha sido internalizada porque es parte del imaginario social? Sin duda, es una imagen reiterada en la televisión (también a veces en el cine), entonces, se produce una percepción social que trae consigo la imagen del sitio eriazo. Así, el sitio baldío es “una porción de terreno que no se halla labrada o que no posee utilidad agrícola”; desde esta definición se puede arribar a las significaciones derivadas: “tierra abandonada” y, por ende, “lugar peligroso”. 

Los primeros individuos en otorgar un sentido positivo a los sitios baldíos son los niños y las niñas que juegan en ellos. Quizá para estos niños el erial no es ni peligroso ni abandonado: es un lugar de juegos y de andanzas, de experiencias infantiles al aire libre. Los hijos de los subproletarios, aquellos niños y niñas, tienen en el descampado un ámbito de sociabilidad que, en gran parte, es una forma de socialización. La socialización en los sitios eriazos, junto al aprendizaje callejero, se complementa con la educación formal en las escuelas. En este sentido, se enfrentan a la calle y la tierra baldía, allí experimentan la socialización por medio del juego y el grupo de pares, pero a la vez asisten a la escuela. En la educación formal, el niño, la niña y, por cierto, el y la adolescente estudian a los grandes personajes de la historia –y un conjunto de materias que les parecen desconectadas de la realidad. Al mismo tiempo, en la televisión observan los prados de los parques del sector oriente de la capital; su sitio eriazo aparece como muy precario. También, en las teleseries, comparan las “vidas estelares” que se muestran, con sus block y sus vidas económicamente vulnerables. Por tanto, surge la rabia estructural. 

Esta rabia social de los subproletarios está constituida por la falta de oportunidades económicas y la ausencia de una vida digna. En este sentido, ambas situaciones decantan en que el subproletario no puede dejar la periferia pobre: allí ha crecido, es su mundo y, por ende, maneja los códigos culturales, por tanto, se construyen unas identidades sociales acordes a la situación colectiva: en este contexto, existe un cambio generacional, ya que del subproletario se pasa a las y los jóvenes, nominados como “antisociales” o como “flaites” por la sociedad dominante. 

Así, estaríamos en presencia de una infra-sociedad. Por un lado, infra significa en latín “debajo”, en tanto que sociedad proviene del latín y significa “compañero”, entonces, la infra-sociedad sería el colectivo de las y los de debajo, de debajo de la sociedad oficial –lo que implica una jerarquía social (“debajo de”) y una pertenencia cultural (“de debajo”). Esta clasificación social pertenece a la periferia pobre de la ciudad, donde las y los individuos han desenvuelto sus propias estrategias culturales, más aún en los tiempos precarios del neoliberalismo.          

La identidad social emerge así como una marca de vinculación con el espacio colectivo: en el adentro de la periferia, la identidad funciona como pertenencia (ser de debajo); y en el afuera de la periferia, esta identidad establece el prejuicio y la jerarquía (estar debajo de). Ahora bien, esta infra-sociedad presta una función en las formas del poder oficial y establecido. En primer lugar, los pobres sirven para que la sociedad burguesa realice sus actos de caridad, las que se resumen en las prácticas de donación a organizaciones de beneficencia; es también parte de esto, la llamada responsabilidad social empresarial. Y en segundo lugar, los pobres corresponden al objeto de estudio de la comunidad sociológica, entonces, los científicos sociales en la infra-sociedad buscan contrastar modelos de estratificación social, constituyendo a la pobreza como el problema central para alcanzar el desarrollo social. 

Sin embargo, cuando la infra-sociedad adquiere un rasgo propio de la furia social y la rabia estructural, como es el caso de las actuales revueltas sociales, los sujetos actúan con el desacato o quedan relacionadas con el delito, por lo que emerge plenamente la noción de antisocial. 

El antisocial se sustenta en el discurso policiaco y mediático. Para los aparatos represivos del Estado, el antisocial es la figura clave de la doctrina del enemigo interior: peligrosas ideas que en el pasado reciente (dictadura cívico-militar) produjeron desapariciones y torturas, prácticas que vuelven a surgir masivamente en el actual levantamiento social. Para los medios de comunicación, el antisocial es parte de una población cautiva, sobre la cual se ejerce una vigilancia mediática, pues los acontecimientos antisociales constituyen un buen negocio: para la sociedad oficial es altamente interesante observar la represión y la persecución hacia el enemigo interior. 

Entonces, la sociedad del control y del espectáculo utiliza dos figuras contrapuestas: el mundo espléndido (propio de las máscaras televisivas) y el mundo miserable (infra-sociedad). En esta último, los formatos de reportajes, de “especiales”, de crónicas, nos muestran a los pobres y la infra-sociedad, es decir, la miseria que genera el capitalismo, sin –por supuesto– explicar la causa de esta situación estructural de la sociedad. La sociedad del espectáculo nos deja prisioneros de la máscara. María Zambrano habla de la “máscara”: son momentos de la historia donde se pierde lo genuino y lo original. En el caso de las máscaras neoliberales, se debería relevar todo el sensacionalismo, la instrumentalidad y la banalidad de los medios, dando paso a lo admirable de la revuelta de los llamados “antisociales” –las y los nacidos bajo el signo de la miseria, debajo de los límites mínimos de lo socialmente soportable. 

25 de noviembre de 2019 

 

La revuelta desbordada y la paz mediática

Diario La Quinta, Red informativa Valparaiso 

26/10/2019 

La expansión del metro de Santiago aparece, generalmente, en el discurso de los medios y de los políticos como un símbolo de la integración social en la modernidad chilena, porque implica una cuota de “progreso” para las masas proletarias y emergentes al facilitar los trayectos por la ciudad; sin embargo, es un progreso que se debe pagar (y caro), incluso considerando las altas ganancias que obtiene esta empresa de transporte. 

En el neoliberalismo chileno, situado en la periferia del capitalismo global, la acción económica no solo se basa en la explotación de los recursos naturales, configurando un modelo primario exportador –lo que viene a ratificar la condición periférica de la economía–, sino que también se utilizan las maneras más ruines para continuar aumentando la tasa de ganancia de los grandes grupos económicos (nacionales y transnacionales): 30 pesos de alza del valor en el metro constituye un modo ruin de acrecentar la ganancia, puesto que se “estruja” hasta la última gota nacida del sudor por el trabajo de las y los proletarios y, por ende, de sus bolsillos desde siempre precarios. 

Por donde se pueda, por todos los medios (esto es: sin merced), este capitalismo periférico busca el lucro, aunque sean estos medios rastreros y corruptos. Se podría indicar que en todo el capitalismo del globo se da la misma lógica, sin duda puede ser así, pero aquí en la periferia la situación capitalista está dada por el total despojo social, es decir, por la expoliación económica y, también, por la expoliación de las identidades colectivas, por medio de la administración particularizada de la vida diaria y la gestión constante del consumo de las familias. Y esto sumado a la constante represión policial de las culturas alternativas que tratan de sobrevivir. En este contexto, el Estado ni siquiera es capaz de entregar un poco de arte de calidad, de asegurar una educación gratuita universal, de generar una convivencia social marcada por la cordialidad en las masas desposeídas. 

En este sentido, la población sufre un usufructo constante de los productos de su trabajo, no solo de su trabajo remunerado, sino de todo su trabajo social: es el bajo salario, la previsión social privatizada, el alza constante de los servicios básicos, la destrucción de la ciudad a manos de la industria inmobiliaria, la devastación de los vínculos solidarios y barriales, entre otros. La población, entonces, queda privada de su creatividad vital, existencial, de su libertad del “alma” –lo que perfila el núcleo más ruin del sistema actual–, ya que lo único que alimenta esa creatividad proviene de la sociedad del espectáculo. 

La vida social de las y los individuos populares es ocultada, no se muestra en sus signos auténticos, la sociedad del espectáculo produce una separación entre la realidad y la apariencia, el universo social es separado de su representación colectiva. Se produce, entonces, una distancia social e histórica. Por lo tanto, la apariencia de la realidad que presenta la televisión es una extirpación selectiva dentro del amplio espectro de experiencias sociales. Además, el discurso de los medios de comunicación presenta un doble juego: por un lado, proyecta las imágenes colectivas que ha extirpado para producir (o consensuar) el sentido común de la población; y por otro lado, sus hablas, dichos y opiniones responden a los criterios del gran capital, fue la acumulación de mercancías por parte del capital lo que generó la separación entre la realidad y la imagen, porque era tanto su nivel de poderío económico que proyectó una disociación entre la mercancía y su imagen como espectáculo. 

En las últimas dos décadas, una serie de protestas y de movilizaciones han tenido lugar en la sociedad chilena. El problema de estas movilizaciones respondería a que, finalmente, constituyeron movimientos sociales. Primero, fue la llamada “rebelión de los pingüinos” (2006), un conjunto de protestas callejeras y de tomas de liceos de parte de las y los estudiantes secundarios: jóvenes que veían un futuro incierto en sus vidas, un futuro que solo prometía deudas universitarias, deudas hipotecarias, etc. Posterior al movimiento “pingüino”, las movilizaciones sociales de las y los jóvenes han implicado un intento poderoso de ruptura respecto al destino colectivo que les impone la sociedad capitalista. Segundo, ocurrió el movimiento de la educación gratuita y de calidad (2011), con multitudinarias marchas y masivas tomas de liceos y de universidades, esta movilización tenía un formato más “clásico”, vale decir, con dirigentes y con organizaciones que encauzaban a las multitudes de jóvenes. Y tercero, en el último tiempo (2018) irrumpió la nombrada “revolución feminista”, donde mujeres jóvenes realizaron protestas y otros actos de desacato, además de tomas de universidades, cuyo objetivo central era acabar con las prácticas patriarcales en su conjunto: el abuso del poder masculino fue puesto en cuestión, buscando esta movilización de mujeres una alternativa que transformase el orden androcéntrico. 

Estos tres grandes fenómenos colectivos consiguieron resultados parciales en sus búsquedas políticas, básicamente porque una gran parte de sus dirigentes y dirigentas decidieron entrar al sistema institucional de representación política, para desde allí ejercer la discusión ideológica y la lucha política. En vez de crear instituciones autónomas que mantuvieran vivos los proyectos del movimiento social, decidieron seguir la vía legal de formar partidos políticos o de proyectar su trabajo en los ya existentes. 

En cambio, la movilización social que se inició el 18 de octubre de 2019 –cuya acción inicial fue una evasión masiva del pago en el metro durante dicha semana por parte, en su mayoría, de mujeres estudiantas– tiene un carácter diferente, ya que no se trata de unas simples protestas o de un movimiento articulado a través de marchas: es una revuelta social. Una revuelta social se halla a medio camino entre el motín popular y la rebelión social: es la más enigmática de las formas del levantamiento social. Un motín popular es una serie de hechos contra la autoridad de un determinado lugar o contra alguna medida política específica, en tanto que una rebelión social posee la marca histórica de un acontecimiento social y político que pretende un cambio de algunas estructuras de la sociedad, quedando a un paso de la revolución que vendría a ser la concreción articulada y relativamente coherente de los cambios estructurales. En este contexto, la revuelta social es un tipo de levantamiento popular –en este caso, tiene un carácter pluriclasista–, es decir, un alzamiento colectivo de la población contra el orden social en su globalidad, la revuelta es un fenómeno que va más allá del simple motín, y está siempre a poca distancia de la transformación en una rebelión global: la revuelta social es un levantamiento de la población, pero efectuado de un modo descentrado. 

La revuelta social que lleva en Chile menos de una semana, tiene dos especificidades que le entregan sus bordes: por un lado, existe en la población un rechazo generalizado al sistema de mercado con sus expoliaciones ruines y al sistema político-institucional con sus consensos arbitrarios y sus actos corruptos; y por otro lado, la revuelta posee una multiplicidad de focos y de voces, esto quiere decir que las actuaciones colectivas se desperdigan por la ciudad, tienen frentes diversos y estrategias no siempre equivalentes, además las voces múltiples implican una complejidad ideológica, no se hallan postulados únicos, no se hallan voces más autorizadas que otras. Si estos constituyen los bordes de la revuelta es claro que se trata de un acontecimiento histórico descentrado, difícil de asir para las autoridades cuestionadas, más aún cuando se considera los desbordes de la revuelta: me refiero a los saqueos, incendios y otros actos de pillaje. Toda revuelta comienza a tener unos límites desbordados cuando la desigualdad socioeconómica de la estructura societal es muy fuerte, esto no avala la violencia, sin embargo, la violencia también debe ser explicada, y esto tiene relación con la violencia de la exclusión social, entonces, existe una violencia, por así decirlo, “originaria”, la que ha provenido no solo del usufructo económico en el contexto de la exclusión (algo sumamente pesado de soportar), y a la sociedad del espectáculo que impone una objetivación constante sobre los excluidos: es la folclorización de una parte de la ciudadanía. Yo no quiero una revuelta violenta, pero esta manifestación tiene luz y sombra, tiene bordes y desbordes. 

Frente a esta revuelta social, el gobierno decretó el mismo 18 de octubre “estado de emergencia” en Santiago (después en regiones), lo que significa que el orden público debía estar garantizado por las Fuerzas Armadas y las Policías. Al día siguiente, se decretó el toque de queda. Es primera vez en democracia que se da una situación de este tipo. Tanto el gobierno de derecha como los medios de comunicación han tratado de formar una opinión pública que se rebele a su vez frente a la revuelta, y han logrado un éxito relativo, o más bien magro. El discurso de los medios, que ya sabemos responde al gran capital, ha tenido dos vertientes: primero, el postulado del caos público que viene a resaltar los efectos de la movilización en la vida cotidiana de la gente común y corriente, gente que quiere (o debe) trabajar (y no alzarse), gentes y familias que ven alteradas toda su existencia en la urbe; y segundo, el postulado de la guerra social que aparece claro con los militares en las calles y con los discursos del Presidente de la República, y que los medios vienen a reificar mostrando, de una forma sensacionalista, a los vecinos armados en contra de los saqueadores. 

Muchos políticos (diputados y senadores) comienzan a hablar de un “nuevo pacto social”: ¿de qué se trata esta idea? ¿De realizar una mesa de diálogo? ¿De efectuar una serie de cabildos ciudadanos? ¿De proponer una “agenda” de desarrollo social o una “agenda” de unidad nacional? ¿O vamos a hablar en serio, sin esas instancias recicladas del pasado y sin ese léxico de la tecnocracia neoliberal?: nueva Constitución, fin de la seguridad social privada, término de la salud segregada, acceso universal a una educación gratuita, entre otras cuestiones. Pero, soterradamente la imagen de la sociedad que se busca mostrar es, justamente, aquella que logra la paz social, que sería entonces una paz mediática: volver al orden público, lo que quiere decir que cada grupo social vuelva a su espacio designado, y volver a la propiedad, es decir, a la división reiterativa de capital y trabajo. Cuando los medios de comunicación muestren al Chile neoliberal en su formación social genuina, se habrá cumplido la paz mediática, por medio de la fuerza desmedida de los agentes del orden y de la doxa servicial de los medios, con sus “rostros” que ganan millones, con sus caras y caretas que rastrean la posibilidad de aquel hipócrita pacto nuevo, asunto que les dará más beneficio en el espectáculo. No sabemos cómo continuará este levantamiento, espero que triunfemos, sin embargo, si se logra la paz mediática, estas luchas quedarán señaladas en la historia política y, sobre todo, restarán guardadas en la memoria de la furia colectiva. 

Para Cecilia Muñoz Zúñiga, 

Antropóloga de las fronteras 

(Publicado en: desinformemonos.org)