Cuento extraído de Linde (Del Aire Editores, 2015) 

Jamsper.cl 

Se bajaba del taxi, todas las mañanas, con la premura de una persona importante. Le indicaba al chofer que lo dejara una cuadra antes de la puerta principal del Sanatorio Universitario Doctor Carrera. Le interesaba caminar esa cuadra. Salía del automóvil con su traje impecable contra el viento. La avenida Doctor Carrera siempre estaba envuelta en una ventisca, quizá producto de la doble hilera de Álamos que la cruzaba o puede que por la cercanía al río cafesoso, enmierdado, de la ciudad. Ventarrón, al fin, que le daba cierta elegancia a su entrada: la chaqueta abierta, una mano intentando mantenerla cerrada, la otra mano sosteniendo, complicadamente, su maletín de cuero y el periódico de la mañana. Una pequeña odisea cotidiana, que él desarrollaba como una necesidad estética. El viento, nunca pensó que el viento se encargaría de entregarle una escena; del resto se encargaban sus sustancias químicas. Forma y sustancia era lo que requería para su pasada matutina, pensada para producir la sensación poderosa de la urgencia de un oficio. Cualquiera podría imaginarlo con una profesión complicada, de aquellas que se estudian muchos años. Algunas mañanas se preguntaba si la gente del aseo tendría la capacidad de percibir su importancia, entregada en esa fabricación que, para él, era signo de su conocimiento y de su jerarquía. Pero era un pensamiento bajito, que no deseaba expandir. En ese paseo de una cuadra, con sus pies decididos, prefería ir pensando en una ecuación, sin posar la mirada en nadie ni en nada. Aunque de reojo, muy veloz, todas las mañanas intentaba mirar las diminutas flores que se amontonaban ante la gran puerta de vidrio y pesados metales por donde se ingresaba a la institución. Era el residuo de un interés. Cosa del pasado. 

Ese día, su rostro frente a la vidriera de la puerta principal le pareció demasiado enjuto, demasiado pírrico, cambió de enfoque, no tenía por qué mirarse tan detenidamente. Luego, el ascensor. Evitó la mirada en el espejo. Una enfermera le ofreció una amplia sonrisa. No debo estar tan mal. A la salida, un médico internista le palmoteo la espalda. No debo estar tan mal. Llegó al subterráneo, un auxiliar lo saludó vivazmente. No debo estar tan mal. Pero el hecho macizo de haberse visto con el rostro tan flaco en la vidriera de la calle, lo traicionó. No estoy perfecto. Algo fallaba. Algo no estaba del todo bien. Instalado en su escritorio, dio vuelta la foto de Elba, su esposa. Era un reflejo peligroso. Por primera vez, se daba cuenta de por qué le gustaba tanto trabajar en el subterráneo. No había ventanas que provocaran esos espejos denunciantes. Bastaba la sombra de un árbol cayendo para que se formara la imagen. ¿Y la computadora? ¿Y los anaqueles de vidrio? ¿Los múltiples anaqueles de su despacho? Siempre he sido esbelto, es un rasgo elegante. No había problema alguno. No había nada de qué preocuparse. Respiró. Respiró profundamente. Pausadamente, sacó una llave y abrió un cajoncillo, tomó un milígramo de clonazepam. No me gusta estar mal. Tomó medio milígramo más. Debe ser el gimnasio, la dieta, la cafeína, las píldoras dermatológicas, los comprimidos sedativos. También esos quemadores de grasa que consumo. Volvió a sentirse pleno, sereno. Se puso el delantal blanco con ese cáliz atrapado por una serpiente que identifica a los farmacéuticos. Abajo no aparecía su nombre, solo su cargo: Farmacéutico Jefe. No revisó su correo ni el periódico, era la hora de la reunión clínica. Antes de partir, aburrido, soñoliento, dibujó una molécula en un cuaderno. Se tomó su tiempo. Era una molécula inventada, fantasiosa, bizarra. 

La reunión estaba concurrida. Él lo había olvidado, pero ese día se discutía buena parte del futuro del Sanatorio. Más que reunión clínica, aquel día era una reunión política. En la cabecera de la gran mesa, estaba el Decano y a su lado el Director Médico. Se sentó junto al Jefe de Clínicas. El problema que se debía resolver, con urgencia, con una urgencia trascendental, era la pertenencia del Sanatorio a la Universidad o la disolución del vínculo. Siguió dibujando la molécula, parecía algo monstruoso, infame. Se tomó tres cafés muy cargados. La molécula se inflaba como un globo, mientras el Decano hablaba de la deuda del Sanatorio. Empezaron unas diapositivas. El Director Médico explicó que la falta de financiamiento tenía muy comprometido el servicio asistencial. En la semioscuridad de la sala, aprovechó para ir al baño: no pudo superar el pequeño trauma, la pequeña piedrecilla en el zapato. 

Entró y se miró largamente en el espejo. Rostro disminuido, amplias ojeras, arrugas en los labios, huesos prominentes que se notaban como saliendo de la piel. De verdad tengo la cara demasiado flaca. Titubeó, no sabía si salir del baño o qué. Esperó un poco. Decidió. Salió rápidamente a su oficina y tomó de su cajoncillo otro milígramo de ansiolítico. Subió en ascensor, por suerte estaba vacío, nada de conversaciones vacuas. Entró a la sala en plena luminosidad, no había peor cosa que la luz del sol. 

—Rodolfo, falta tu voto, te esperábamos – dijo el Decano. 

—Yo voto por la empresa privada, por la privatización del Sanatorio –respondió, totalmente tranquilo, con la tranquilidad de un príncipe en su corte, mientras se servía otro café muy cargado. 

Después de la reunión, los colegas iban a almorzar en la cafetería de siempre. No gracias, tengo una molestia estomacal. Se encerró en su oficina, se encerró como si fuera un prófugo. La reunión había sido larga, tenía solamente una hora antes de que se iniciara su cátedra. Rodolfo era parte del equipo docente de la cátedra de Psicofarmacología y ese día le tocaba dar la clase a él. No era un buen día, para nada. ¿Cómo resolver en una hora este problema indescriptible, inefable, prácticamente inexistente? Tomó la foto de Elba y se vio de nuevo. Cadavérico. Estoy cadavérico. Se hizo otro café muy cargado y sin azúcar. Empezó a revolver los anaqueles. Se encontró muy nervioso, muy caprichoso. No era su modo. Tomó un milígramo de clonazepam y doscientos milígramos de modafinilo. Una tableta energizante. Dos analgésicos. Es suficiente, no pasa nada, nada de nada, por qué debería perder el control. En un acto inusual, casi fantástico, quiso salir al campus a leer su correo. Subió por las escaleras de servicio y llegó a la salida trasera del edificio. 

Ya no le gustaban el prado, ni los árboles, ni las palmeras, ni las flores, menos los insectos. Miró la inmensidad del campus, sintió el aire asoleado, vio el sol enrojecido que se esparcía por todos los rincones vegetales, los grupos de estudiantes se disolvían a lo lejos, las flores resplandecían en una difusión de colores. No me gusta el verano. Caminó por el sendero que bordea el patio de los pacientes y entró a la avenida. Siguió caminando y en una callejuela encontró un bar. Compró dos paquetes de cigarrillos y pidió un Ricard. Fumó tres cigarrillos al hilo, pidió otro Ricard. ¿Veré mi correo? Fumó otro cigarrillo. 

Las actualizaciones del vademécum británico, el índice de la revista Avances en Bioquímica, convocatorias a reuniones académicas, una invitación a un examen de grado, las actas para el cierre del semestre, un artículo sobre un medicamento contra la epilepsia y una carta de Luciano. ¿Una carta de Luciano? La abrió inmediatamente, su gestualidad apareció como desmedida; miró a su alrededor: solamente viejos jubilados jugando al ajedrez. No importaba. Sacó la carta con verdadera brutalidad. “Recordado Rodolfo”. No continuó leyendo. Metió como pudo la carta en el sobre. Pidió el último Ricard, en el camino fumó dos cigarrillos. Tenía veinte minutos aún para su clase. 

Sentado en el escritorio, ocupó su mente en completar el dibujo molecular, hizo varias ecuaciones. No quería recordar, ni a Luciano, ni esos años. En un momento se vio echándose a la boca más de veinte tabletas para el buen aliento, masajeando sus ojeras con una crema francesa muy espesa, tomando vitaminas por montones. Basta. Estoy preparado para la clase. Me veo bien. Sin embargo, consumió doscientos milígramos de modafinilo. Quiso leer la carta. Se contuvo. ¿Y un poco de codeína? Bebió un frasco. Guardó la carta en su maletín. Se miró en el espejo de Elba. Elba es bella. Yo también. 

—Estás más flaco, hombre –le decía el Doctor Zúñiga, mientras atravesaban el campus. 

—He tenido muchos malestares estomacales –dijo parcamente Rodolfo. 

No hablaron más en todo el trayecto. Rodolfo en un instante fugaz, fascinado bajo la luz pesada del sol, sintió que los mosquitos y los moscardones se arremolinaban en torno de él, produciendo un ruido infernal, insoportable: era un mar de seres peligrosos. No puedo seguir. Me marea el sol. 

—Me esperas un minuto, por favor, necesito ir al baño. 

—¿Vuelves luego? – le respondió Zúñiga. 

—Si me demoro un poco, introduce tú la clase. 

Se miró en el espejo. Me veo bien, solo un poco más flaco, eso es todo, asunto solucionado. Punto. Punto aparte. ¿Qué tengo que hablar en la clase? Se sentó en un wáter. Cerró la puerta de la cabinita. Entraban y salían estudiantes del baño. Él estaba como petrificado. Estoy bello, tengo conocimientos suficientes para dar la clase. Fin de la historia. Se empezó a sentir bien, más seguro. Ya habían pasado veinte minutos. Solo unos milígramos más de modafinilo me dejarían perfecto. Pero no andaba con ellos. Buscando, encontró el sobre, o quizá buscar los medicamentos era una excusa para encontrarlo. 

Recordado Rodolfo: Te escribo desde un lugar pleno de vegetación y de vida silvestre. No sabes cuánto necesito de tus conocimientos ahora en mi trabajo. ¿Te acuerdas de las clases del profesor Yáñez? Eras el primer alumno. Luego, fuiste su asistente. La botánica la sabías como el abecedario. El jardín de plantas medicinales lo mantenías hermoso y florecido. Fuiste tú quien me enseñaste las propiedades del reino vegetal. Eras mi maestro, a pesar de tu corta edad ¿Por qué nunca viniste? ¿Por qué nunca escribiste? Respeto tu decisión ¿Te recuerdas cuando hicimos láudano para la huelga de 1987? Las plantas nos hablaban, y tú, dentro de esa alucinación nutrida por el opio y el vino, dijiste que deberíamos vivir todos, la humanidad completa, en ciudades vegetales. A pesar del distanciamiento (¿cuántos años sin verte?), sigo considerándote un ser ético, sencillo, pensador. ¿Sabes? Quiero construir una ciudad vegetal. Por eso te escribo, para que me digas cómo se construye. A propósito de mi trabajo, te cuento que ahora invento brebajes (como antes decíamos) con la cocción de determinadas semillas que pueden tranquilizar los eventos esquizoides. ¿En la ciudad vegetal existirán aún las manifestaciones de la locura?… Un gran abrazo. 

Realmente necesitaba de las drogas. O aun mejor, de la codeína. Pero no los tenía a mano. Había pasado media hora. ¿Ir hasta la oficina o enfrentar inmediatamente la clase? Corrió a la oficina, en el ascensor una enfermera le dijo que lo veía muy agitado. No importaba, era una simple enfermera. A Luciano lo tenía metido en la cabeza. Quería sacarlo y hacer su mejor clase, una charla magistral. Bebió dos jarabes completos y caminó pausado fuera de los senderos, pisando los prados. 

Entró en el anfiteatro, se sentía refinado. El Doctor Zúñiga se acercó, le dijo que tardó cincuenta minutos. Tengo una migraña aguda. ¿Puedes hacer la clase?, le preguntó Zúñiga. Rodolfo lo miró con cara de obviedad. Observó, ya instalado en el podio, a Joaquín, su predilección. Siempre sus clases las hacía mirando a Joaquín, le prometió que el próximo año sería su asistente. Era un joven estudiante de Farmacia que Rodolfo consideraba cautivante. Los estudiantes esperaban, se inquietaban, puesto que Rodolfo no empezaba la clase. Sus clases siempre fueron muy bien catalogadas, rigurosas, complejas, conceptuales. Rodolfo tenía ganas de leerles la carta y decirles que era el primer y el único hombre que besó, en una noche de delirio. Esta clase la hago sin apuntes, para lucirme frente a Joaquín. A Joaquín algún día lo besaré. Serenidad, son residuos amatorios de antiguas pasiones. Pasiones disueltas en los alambiques del éxito social y científico. 

Estudiantes disculpen la demora. Hoy día hablaremos de antipsicóticos. Primero que todo, debo decirles que los insensatos no pueden ser curados con plantas medicinales. Lo que funciona en estos casos son los productos de síntesis. Veamos la farmacoquímica de una droga de última generación, desarrollada por mi persona. Los insensatos pueden tener un gran bienestar con este medicamento. 

Cada vez que decía «insensatos» miraba a Joaquín, porque este término le causaba gracia. Ese día Joaquín no lo miraba, ni tampoco se reía. ¿Qué importa Joaquín? ¿Qué importa Luciano? No me puedo definir en relación a unos perdedores. Luciano pensando en que las semillas cocidas pueden calmar una crisis. Joaquín no es más que un estudiante mediocre. Decidió nunca más mirar a Joaquín. Decidió olvidar la carta de Luciano. En el fondo del anfiteatro, sentía unas risas. Es mi rostro. Estoy demacrado. Las risas le parecían demasiado audibles, aparte de conversaciones, murmullos, que se expandían. Rodolfo sacó la carta y la releyó, no lo pudo evitar. Recordó ese beso en la noche fantasma, en la ciudad vegetal. ¿Por qué no siguieron más allá de un beso? ¿Arrepentirse? Lo mejor fue mandarlo lejos: tienes que ir a buscar la ciudad vegetal. Así partió Luciano, con sus conocimientos botánicos, a los bosques y las selvas. Fue mejor. Me saqué un peso de encima. El amor confunde la razón, la correlación específica que debe haber entre entidad nosológica y entidad farmacológica. Dijo esa frase, luego se confundió, se corrigió. No es el amor, son las plantas las que confunden la razón. Preguntó a los estudiantes, ¿la razón entre…? Silencio. En este caso, la razón entre insensatez y psicofármaco. Anoten eso, es materia de examen. Rodolfo sentía risas, risotadas, una murmuración generalizada. Sacó su cuaderno del maletín. 

Ahora les mostraré la molécula que descubrí, con toda mi dignidad metodológica, la cual es utilizable en la mayoría de las psicosis y los síndromes esquizoides. Dibujó la molécula en el pizarrón. 

El dibujo duró una hora. Los ojos de los estudiantes y del Doctor Zúñiga parecían fuera del cráneo. Durante esa larga hora, Rodolfo ya no escuchaba risas, ni comentarios, ni murmullos. Sentía plenitud. Volvió esa sensación de paz. De forma pausada, se miró en la ventana, se veía recompuesto, saludable, hermoso. Terminó el dibujo: una molécula imposible de pensar, una aberración química, contra toda ley natural. Enorme, gigante, inflamada, horripilante. Era algo que no se podía enunciar y, desde ese punto de vista, era una insensatez extrema, un ensueño vasto, enredado y grotesco. Con esto termino la clase, recuerden que es un antipsicótico, ¿podríamos decir que se trata de un psicofármaco de una generación estética? Nadie dijo nada. No pudo evitar mirar a Joaquín. Él se reía con una joven que parecía su novia. Rodolfo se volvió a decir que era un estudiante mediocre y que terminaría administrando stock. Volvió a repetir la pregunta: ¿es un antipsicótico de una familia estética? Silencio. Entonces, prueba de ello la próxima semana. Ya era el atardecer. Caminó tranquilamente por el campus hasta su oficina. No sintió mosquitos, ni moscas, ni abejorros. Antes de subir, agarró un puñado de flores: se las llevaré a la bella Elba. 

Se encerró en su oficina. Estaba feliz. Había dado una clase magistral. Dejó encima la carta de Luciano. Prendió la computadora y quiso comenzar a escribir la respuesta a Luciano. Me lo tomaré con calma. ¿Por qué tan encerrado? Dejó abierta la puerta de su despacho. Se fue al baño. Se observó en el espejo. Se vio tan bello, tanto así que le dieron ganas de festejar. Iba a llevar las flores a Elba, tomarían coñac y bailarían en el salón del apartamento. De nuevo en el escritorio, intentó redactar las primeras líneas de la respuesta a Luciano. Hizo una pausa para mirar su molécula. Veía en ello la expresión de un saber docto, universal, iluminado. ¿Qué hago? ¿Sigo trabajando en mi molécula o respondo a Luciano? En la respuesta a Luciano quiero decirle que me arrepiento de no haber hecho el amor con él. Pero, ¿yo lo amaba? Porque si lo amaba podría haber seguido el camino botánico con él, a su lado. Voy a tener un pensamiento bajito: cuando nos besamos yo sabía que mi futuro estaba en la ciencia exacta, en tener un apartamento con salón y grandes alcobas, en formar parte de un matrimonio con una mujer profesional y muy bella, en ser catedrático de la mejor universidad del país; te traicioné, Luciano. Creo que partiré por mi molécula. 

Otro frasco de codeína. Tabletas energizantes. Analgésicos. Modafinilo. Cigarrillos y café negro. Estaba buscando su serenidad. La molécula es preciosa, una joya. La presentaré en el próximo congreso de psicofarmacología. No necesita de ensayos clínicos. Es una estructura que entra por los ojos, es estéticamente plausible, hermosa en su racionalidad, en su abstracción. Es una verdad que rompe paradigmas. Dio por terminado el trabajo químico. Ya era de noche. Un jarabe más para celebrar. Tenía tanto orgullo por su logro científico, que se fue a jugar a los ascensores. Subía y bajaba en ellos, observándose en los espejos. Se veía con un rostro sin ninguna imperfección. Amo mi estructura molecular, nunca amé a Luciano, ni a Elba, ni a Joaquín. 

Estaba tan libre y feliz que no le importaba ayudar a Luciano, aunque estuviera recorriendo caminos equivocados, los caminos botánicos. Necesitaba inspiración, y mucha, porque, por fin, le iba a explicar lo que era una ciudad vegetal. Del cajoncillo, sacó jeringuilla y aguja. Fue casi jugueteando a la bodega a robar heroína. Sentado en un wáter de un baño, se inyectó. 

Salió, como lanzado por el aire, al campus. En la oscuridad hay cuatro cosas, nada más que cuatro: plantas, flores, árboles y prado. Las estrellas y la luna son de metal. No todo es vegetal Luciano, eso es lo que debes aprender. Hay metales y metaloides. Esta flor es metaloide. Este árbol es metálico. El universo es mineral. Se metió en una frondosa arboleda llena de flores y de plantas. Se puso de cuclillas. Tuvo pensamientos bajitos. Quiero encontrar las flores más chiquititas y mandártelas secas dentro de un libro de química orgánica. Porque es bella la naturaleza. O mejor, dentro de un libro ilustrado de botánica. Un libro hermoso, con dibujos coloridos. Encontró una flor muy pequeñita y la cortó. Solamente esta. Esta vale para explicar todo. Inmediatamente te digo los átomos que tiene. Tiene muchos. Mierda me sacó sangre. El pasto es de fierro. Las flores de acero. Me gusta así, las flores y el prado que rajen las carnes, aunque la sangre me chorree, porque las estructuras geométricas son más armónicas y perfectas. Los vegetales son muy deformes. Sintió desesperación. Me estoy contradiciendo, me estoy desdiciendo, disolviendo. Luciano, debería haberme ido contigo al bosque, ahora tengo deseos de tu boca. Luciano, inventé la molécula más importante del mundo, mañana te la mando y hazla tuya. Solo tuya, porque aquí entre nosotros en secreto, es la estructura química de la ciudad vegetal. Te la mando con esta flor chiquitita. Con esa estructura y este ser vivo, tendrás que descubrir la estequiometria, la ley cinética, la composición atómica, la ecuación de transformación. Se metió más adentro en la arboleda. Estaba sucio. Estaba mugriento. Los ojos como de cristal. Creía estar en la alegría, pero era el cristal acuoso de la pena. La molécula la hice para ti, sintiéndote. Siempre te he amado. Me voy a acostar en el humus para que me hagas el amor. Sabes Luciano, quiero irme al bosque, irme de aquí, rápido, porque este es un parque humano, artificial, un sucedáneo. Irme a tu ciudad vegetal. Espérame, Luciano. En un pestañeo, en un abrir los ojos, estaremos juntos. Se quedó mirando un punto en la arboleda, eran bichos nocturnos, muchos bichos: lombrices, crisálidas, polillas, arañas, hormigas, seres nacientes, seres de la podredumbre. Miró mucho tiempo, demasiado. Los ojos los tenía de agua y tierra. La boca repleta de larvas. Ya empezaba a amanecer.